Esta historia es verdadera. He disimulado y emborronado los
detalles porque implican a otras personas y las dejan en una posición
tal vez algo ridícula, o, al menos, poco brillante. Pero el peor
parado, con todo, fui yo, y por eso me atrevo a contarlo.
No tengo ningún pudor para hablar de mis ridiculeces, pero esta afecta sobre todo a otra persona y me da apuro. Se me ha pasado por la cabeza varias veces contar esta anécdota aquí, pero siempre me he arrugado al final por no poner en evidencia a nadie. Así que permitidme que la cuente sin contarla del todo.
El caso es que hace unos años el director de una escuela de arquitectura de entonces inminente inauguración estaba desesperado porque no encontraba profesores.
Un día se quejó a un arquitecto amigo suyo (y mío) de que había poquísimos doctores, y que los pocos que había y que cumplían el perfil ya estaban dando clase en alguna escuela consagrada y no querían dar un salto en el vacío para venir a la nueva.
Ese amigo común le habló de mí, y muy bien. Yo era doctor, yo había sido profesor (hacía mucho, eso sí) en la escuela de Madrid y estaba disponible. Y seguro que me haría ilusión.
El director de la escuela le pidió mi teléfono y me citó una tarde a tomar un café y a charlar.
Fue una tarde estupenda. Le conté en pocas palabras mi currículum y le di un CD que contenía mi tesis, otros escritos y material variado para que lo examinara. Le pareció todo muy bien. Tal como me habló yo di por hecho que prácticamente ya formaba parte del claustro de profesores. Me dijo incluso el sueldo (aproximado) que podría tener, y me dio ciertos detalles de organización, de enfoque del curso, de estructura académica, etc, que parecían un tanto excesivos para ese primer momento. Vamos, que lo vi hecho.
Nos despedimos cordialmente.
Se lo conté a mis padres y todo. Estaba muy contento.
Caí en la cuenta de que en los últimos años había descuidado mi perfil cultureta y respetable, y me notaba bastante obsoleto e incluso oxidado. Así que me aprovisioné de libros para releer (y algunos para leer por primera vez) para refrescar la memoria y ambientarme un poco.
Iba a empezar el verano. Me hice la cuenta de que el director me llamaría en seguida.
No me llamó.
Tal vez me llamaría a mitad del verano, o a finales, para preparar el curso con mis compañeros.
Pasaba el verano y a mí no me llamaba nadie. Incluso refrescaba ya un poquito a la puesta de sol, y nada. Ya iba a empezar el curso. ¿Cuándo vamos a reunirnos? ¡No pretenderá que me lance a mi aire, a contar a los alumnos lo que me dé la gana! ¿Cuándo prepararemos el curso?
El verano estaba casi acabado y yo no tenía noticia de nada. Me daba muchísimo reparo y muchísima vergüenza llamar al director (me había dado su teléfono y todo) para preguntarle qué tal iban las cosas y qué había de lo mío, así que llamé a una compañera con la que tenía confianza y que yo sabía que era la mano derecha del director. Este eminente señor estaba en otras cosas, y delegaba estas tareas en mi amiga.
Cuando la llamé la puse en un compromiso y en una situación incómoda. Me contó que ya estaba todo hecho y preparado para el curso inaugural, y que yo no estaba. La notaba incómoda y cohibida por tener que darme explicaciones a mí: un disparatado espontáneo que llamaba sin venir a cuento para preguntar por su hipotética plaza.
De alguna manera llegué a la conclusión de que tal vez el director me reservara para un curso más avanzado. La escuela nacía en ese momento y sólo iba a impartir el primer curso. El año siguiente daría primero y segundo, y después primero, segundo y tercero. Etcétera.
(Pues como me hayan elegido para dar el doctorado voy listo).
Pasé el curso leyendo, formándome, re-formándome, aunque no sabía en qué dirección tenía que tirar, ni qué se esperaba de mí porque a mí nadie me decía nada.
Llegó el siguiente verano, y entonces sí. Entonces me llamó el director en persona. (Lo tenía en la agenda del móvil. Cuando vi que era él quien llamaba me puse nervioso y carraspeé un par de veces antes de contestar).
-¿Sí? ¿Dígame?
-¿José Ramón?
-Sí. Soy yo.
-¿Te ha llamado Julia? -es nombre supuesto. Era la compañera a la que había agobiado el año anterior.
-No; no me ha llamado.
-¿Eh?... ¿no? Bueno, pues te llamará y te dará los detalles. Por fin lo hemos conseguido. Por fin eres profesor.
-Qué bien. Qué alegría.
-Nos ha costado quitarnos de encima a la mujer esa. Ya sabes: que si era doctora y tal. Pero ya está. Ya estás tú. Por fin.
-Ah, pues muy bien -yo no entendía nada de nada, pero me daba igual.
-Bueno, pues enhorabuena.
-Gracias.
-Ya lo hablas con Julia -es nombre supuesto- y tal.
-Y tal. Muchas gracias.
Me dio mucha alegría. Ahora sí que sí. Ya era profesor.
Me quedó una perplejidad. Me había parecido entender que ya el curso pasado el director había querido meterme de profesor, pero se había interpuesto una indeseable arguyendo que ella era doctora. ¡Coño, y yo!
En fin: Estas cosas eran difíciles de entender. La burocracia y la legalidad de este mundo universitario me superaban. No entendía absolutamente nada.
También me mosqueaba un poco que el director me hubiera llamado para darme la enhorabuena una vez que se suponía que Julia -es nombre supuesto- ya me había dado la noticia y había allanado el camino y pulido los detalles.
Julia -es nombre supuesto- es una persona muy disciplinada y eficiente, y ese fallo de no haberme llamado antes que el jefe no era habitual en ella.
Bueno. Me llamaría en unos momentos.
Pues no.
Me llamaría en unas horas.
Pues tampoco.
Me llamaría en unos días.
Al tercer día me armé de valor y la llamé yo. Qué apuro y qué vergüenza me dan esas cosas. Pero ya no podía más. Estaba atacado de los nervios.
-Hola, Julia -es nombre supuesto-, soy José Ramón. Es que el otro día me llamó Lucas Cembranos -el director; también es nombre supuesto- y me dijo que... vamos que... o sea, que tú... que me ibas a llamar y tal...
-Pues... No sé.
-Me dijo que este curso soy profesor y que tú...
-¡Uf!
Mierda. Algo pasaba.
-Pero es que... Es que no eres tú. Tú no. Es otro José Ramón. Es José Ramón Loriga -es apellido supuesto.
-Pero...
-Lo siento...
-No, mujer. No pasa nada. Qué cosa, ¿verdad? Jeje.
-Sí. Jeje.
-Bueno. Pues nada.
-Lo siento. Lo siento mucho.
-No, mujer. Nada.
Claro: José Ramón Loriga -es apellido supuesto- no era doctor. Y, claro, Julia -es nombre supuesto- le había llamado desde el primer momento.
Había sido Lucas Cembranos -es nombre supuesto- quien se había equivocado al llamarme: Había elegido al José Ramón malo en la agenda de su teléfono.
(Al menos me quedó la triste satisfacción de saber que el eminente Lucas Cembranos -sí, ya sabemos todos que es nombre supuesto- me había incluido en la selecta agenda de su móvil).
Pocas veces en mi vida me he quedado con más cara de gilipollas. ¿Habéis tenido alguna vez esa sensación de haber soñado con algo y que la cruel realidad os haya puesto abruptamente ante vosotros mismos y ante vuestros méritos y circunstancias reales y os hayáis caído del guindo de golpe? Y si así fuera, ¿os habéis insultado con desprecio cuando habéis constatado la cruda realidad y vuestra ridícula dimensión ante ella? Pues yo me insulté bastante.
¿Pero qué culpa tenía yo? Pues sí: Tenía la culpa de haberme creído con méritos suficientes y con derecho a ser profesor. Tenía la culpa de haberme creído guay.
Jamás me pidió disculpas el director. No había por qué pedirlas, pero después de aquello nos vimos en varios actos y alguna vez podría haberse acercado a mí y haberme dicho: "vaya".
Al revés: Era a mí a quien le daba vergüenza acercarse a él, mirarle a la cara.
A los pocos meses me volvió a llamar. (Vi que era él porque seguía teniéndolo en la agenda).
-¿José Ramón?
-Soy José Ramón Hernández. Hernández.
-Ah. Me he equivocado.
Y colgó.
En ese momento lo borré de mi agenda. Supongo que él hizo lo mismo, porque ya no me llamó nunca más.
(Si lo que he contado, aunque te haya parecido ridículo te ha inspirado algún tipo de ternura hacia mí o algo de vergüenza ajena puedes clicar el botón g+1 que verás aquí debajo. Muchas gracias).
Nos despedimos cordialmente.
Se lo conté a mis padres y todo. Estaba muy contento.
Caí en la cuenta de que en los últimos años había descuidado mi perfil cultureta y respetable, y me notaba bastante obsoleto e incluso oxidado. Así que me aprovisioné de libros para releer (y algunos para leer por primera vez) para refrescar la memoria y ambientarme un poco.
Iba a empezar el verano. Me hice la cuenta de que el director me llamaría en seguida.
No me llamó.
Tal vez me llamaría a mitad del verano, o a finales, para preparar el curso con mis compañeros.
He tecleado profesor arquitectura en las imágenes de google y esta es la primera
que ha salido. No intentéis reconocer a nadie ni relacionarlo con esta historia.
Pasaba el verano y a mí no me llamaba nadie. Incluso refrescaba ya un poquito a la puesta de sol, y nada. Ya iba a empezar el curso. ¿Cuándo vamos a reunirnos? ¡No pretenderá que me lance a mi aire, a contar a los alumnos lo que me dé la gana! ¿Cuándo prepararemos el curso?
El verano estaba casi acabado y yo no tenía noticia de nada. Me daba muchísimo reparo y muchísima vergüenza llamar al director (me había dado su teléfono y todo) para preguntarle qué tal iban las cosas y qué había de lo mío, así que llamé a una compañera con la que tenía confianza y que yo sabía que era la mano derecha del director. Este eminente señor estaba en otras cosas, y delegaba estas tareas en mi amiga.
Cuando la llamé la puse en un compromiso y en una situación incómoda. Me contó que ya estaba todo hecho y preparado para el curso inaugural, y que yo no estaba. La notaba incómoda y cohibida por tener que darme explicaciones a mí: un disparatado espontáneo que llamaba sin venir a cuento para preguntar por su hipotética plaza.
De alguna manera llegué a la conclusión de que tal vez el director me reservara para un curso más avanzado. La escuela nacía en ese momento y sólo iba a impartir el primer curso. El año siguiente daría primero y segundo, y después primero, segundo y tercero. Etcétera.
(Pues como me hayan elegido para dar el doctorado voy listo).
Pasé el curso leyendo, formándome, re-formándome, aunque no sabía en qué dirección tenía que tirar, ni qué se esperaba de mí porque a mí nadie me decía nada.
Llegó el siguiente verano, y entonces sí. Entonces me llamó el director en persona. (Lo tenía en la agenda del móvil. Cuando vi que era él quien llamaba me puse nervioso y carraspeé un par de veces antes de contestar).
-¿Sí? ¿Dígame?
-¿José Ramón?
-Sí. Soy yo.
-¿Te ha llamado Julia? -es nombre supuesto. Era la compañera a la que había agobiado el año anterior.
-No; no me ha llamado.
-¿Eh?... ¿no? Bueno, pues te llamará y te dará los detalles. Por fin lo hemos conseguido. Por fin eres profesor.
-Qué bien. Qué alegría.
-Nos ha costado quitarnos de encima a la mujer esa. Ya sabes: que si era doctora y tal. Pero ya está. Ya estás tú. Por fin.
-Ah, pues muy bien -yo no entendía nada de nada, pero me daba igual.
-Bueno, pues enhorabuena.
-Gracias.
-Ya lo hablas con Julia -es nombre supuesto- y tal.
-Y tal. Muchas gracias.
Me dio mucha alegría. Ahora sí que sí. Ya era profesor.
Me quedó una perplejidad. Me había parecido entender que ya el curso pasado el director había querido meterme de profesor, pero se había interpuesto una indeseable arguyendo que ella era doctora. ¡Coño, y yo!
En fin: Estas cosas eran difíciles de entender. La burocracia y la legalidad de este mundo universitario me superaban. No entendía absolutamente nada.
También me mosqueaba un poco que el director me hubiera llamado para darme la enhorabuena una vez que se suponía que Julia -es nombre supuesto- ya me había dado la noticia y había allanado el camino y pulido los detalles.
Julia -es nombre supuesto- es una persona muy disciplinada y eficiente, y ese fallo de no haberme llamado antes que el jefe no era habitual en ella.
Bueno. Me llamaría en unos momentos.
Pues no.
Me llamaría en unas horas.
Pues tampoco.
Me llamaría en unos días.
Al tercer día me armé de valor y la llamé yo. Qué apuro y qué vergüenza me dan esas cosas. Pero ya no podía más. Estaba atacado de los nervios.
-Hola, Julia -es nombre supuesto-, soy José Ramón. Es que el otro día me llamó Lucas Cembranos -el director; también es nombre supuesto- y me dijo que... vamos que... o sea, que tú... que me ibas a llamar y tal...
-Pues... No sé.
-Me dijo que este curso soy profesor y que tú...
-¡Uf!
Mierda. Algo pasaba.
-Pero es que... Es que no eres tú. Tú no. Es otro José Ramón. Es José Ramón Loriga -es apellido supuesto.
-Pero...
-Lo siento...
-No, mujer. No pasa nada. Qué cosa, ¿verdad? Jeje.
-Sí. Jeje.
-Bueno. Pues nada.
-Lo siento. Lo siento mucho.
-No, mujer. Nada.
Claro: José Ramón Loriga -es apellido supuesto- no era doctor. Y, claro, Julia -es nombre supuesto- le había llamado desde el primer momento.
Había sido Lucas Cembranos -es nombre supuesto- quien se había equivocado al llamarme: Había elegido al José Ramón malo en la agenda de su teléfono.
(Al menos me quedó la triste satisfacción de saber que el eminente Lucas Cembranos -sí, ya sabemos todos que es nombre supuesto- me había incluido en la selecta agenda de su móvil).
Pocas veces en mi vida me he quedado con más cara de gilipollas. ¿Habéis tenido alguna vez esa sensación de haber soñado con algo y que la cruel realidad os haya puesto abruptamente ante vosotros mismos y ante vuestros méritos y circunstancias reales y os hayáis caído del guindo de golpe? Y si así fuera, ¿os habéis insultado con desprecio cuando habéis constatado la cruda realidad y vuestra ridícula dimensión ante ella? Pues yo me insulté bastante.
¿Pero qué culpa tenía yo? Pues sí: Tenía la culpa de haberme creído con méritos suficientes y con derecho a ser profesor. Tenía la culpa de haberme creído guay.
Jamás me pidió disculpas el director. No había por qué pedirlas, pero después de aquello nos vimos en varios actos y alguna vez podría haberse acercado a mí y haberme dicho: "vaya".
Al revés: Era a mí a quien le daba vergüenza acercarse a él, mirarle a la cara.
A los pocos meses me volvió a llamar. (Vi que era él porque seguía teniéndolo en la agenda).
-¿José Ramón?
-Soy José Ramón Hernández. Hernández.
-Ah. Me he equivocado.
Y colgó.
En ese momento lo borré de mi agenda. Supongo que él hizo lo mismo, porque ya no me llamó nunca más.
(Si lo que he contado, aunque te haya parecido ridículo te ha inspirado algún tipo de ternura hacia mí o algo de vergüenza ajena puedes clicar el botón g+1 que verás aquí debajo. Muchas gracias).
Lucas Cembranos -es nombre supuesto- se lo pierde. Y con el la escuela en cuestión. Y esto ultimo no es supuesto.
ResponderEliminarTengo yo varias de ese estilo. Hasta tres seguidas. Muchas promesas en la reunión inicial, que le mandara toda la documentación que me llevó varios días conseguir (ya se sabe, las instituciones) y el típico "pues mándalo todo y empezamos" .... y hasta hoy.
ResponderEliminarY luego caí en cosas parecidas hasta dos veces más en el periodo de dos años.
Confiar en la gente es lo que tiene.
Saludos.
No creo que sea a ti a quien deja mal esta anécdota, sino a Lucas Cembranos (es nombre supuesto)
ResponderEliminarHola José Ramón, buenos días. Creo que todos los compañeros coincidimos. Con tu historia cada uno queda en el lugar que merece.
ResponderEliminarFeliz día!
Politics. Politics everywhere.
ResponderEliminarSí; mucho de prometer, pero al final la política y los rollos raros se acaban imponiendo, por desgracia. He tenido una experiencia parecida en los ámbitos académicos, de este estilo. La moraleja es que "si no te preocupas por tí, quién lo va a hacer".
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