domingo, 30 de junio de 2013

El himno

Como esta es una historia inventada, que no tiene nada que ver con la realidad (pero nada de nada: nada), diremos que ocurrrió en un pais imaginario del suroeste de Europa, al que llamaremos Hispania.
Todo empezó cuando el Ministro de Cosas dijo que ya estaba bien de sufrir que las juntas, reuniones y asambleas de las Comunidades de Propietarios fueran tan tristes y sosas, tan desangeladas y tan deprimentes, y que a partir de tal fecha (fecha, por supuesto, inaplazable) todos los edificios de viviendas tenían que tener su himno, que se tocaría en las ocasiones apropiadas (que, en su caso, se fijarían reglamentariamente).

Banda Municipal de Seseña (Toledo)
hace ya bastantes años.

El Gobierno de Hispania hizo un borrador de Decreto-Ley, cuyas prescripciones más relevantes eran:
a) Los edificios de viviendas deberían contar con un himno que debería tener, al menos, dos líneas (sic): una de melodía y otra de acompañamiento.
b) El himno podría tener letra o no. (Tal cual).
c) El himno podría ser grabado, y en las reuniones podría reproducirse en un equipo ad hoc. Pero al menos una vez al año (en la asamblea anual de aprobación de cuentas) debería ser interpretado por una agrupación musical de al menos tantos músicos como la mitad de las viviendas que tuviera el edificio o conjunto, y nunca menos de dos (uno para la melodía y otro para el acompañamiento).
d) Las viviendas unifamiliares quedaban exentas, a no ser que formaran un conjunto con otras viviendas con las que compartieran servicios comunes (por ejemplo, piscina. En este caso el himno debería ser "muy veraniego").
e) Los edificios de cualquier otro uso quedaban exentos, excepto los que se señalaran en su momento.

Inmediatamente ocurrió lo siguiente (aunque lo enumero, fue todo a la vez):
1.- Los propietarios se quejaron ante un nuevo gasto tan injusto. El Ministro respondió que esto ya se hacía en otros países de Europa.
2.- Los Colegios de Arquitectos dijeron que en edificios de viviendas el técnico ultracompetente y megaomnisciente es siempre el arquitecto, y por lo tanto todo lo que fuera exigible en esos edificios debía resolverlo un arquitecto, pues era el único que de verdad, íntima y profundamente, conocía la esencia del edificio, sus implicaciones últimas, sus trascendencias más trascendentes... y empezaron a organizar cursillos ultrarrápidos para enseñar la escala musical a sus colegiados, que, salvo honrosísimas excepciones, la ignoraban concienzudamente.
3.- Los Colegios de Ingenieros, en general, y los Industriales en particular, dijeron que los ingenieros son los técnicos idóneos para todo, y que si sabían calcular el aire acondicionado y otros vientos benéficos, ¿no iban a saber pergeñar una agradable música de viento?
4.- Los Colegios de Aparejadores y Arquitectos Técnicos (e Ingenieros de la Edificación) protestaron porque no les dejaban componer el himno, y al mismo tiempo reclamaron su exclusividad para dirigir las interpretaciones y/o ejecuciones, como reconocidos directores de ejecución que habían sido siempre.
5.- Los Colegios de Administradores de Fincas dijeron que las comunidades de propietarios eran cosa suya, y que ellos eran los máximos expertos en organizar las reuniones. Y que si había que servir un catering lo servirían ellos, si había que componer una canción la compondrían ellos y si había que cantarla la cantarían ellos (o contratarían a quien lo hiciera).
6.- Los músicos ni estaban colegiados ni nada, y apenas coordinaron una tímida protesta y/o postulación como profesionales competentes. Pero fueron convenientemente silenciados. ¡Qué sabrían ellos de música para edificios! (Y no digamos nada de los poetas y letristas: Esos casi ni protestaron siquiera).
7.- La Sociedad General de Autores de Hispania (SGAH) creó una tarifa especial para el registro de esos himnos, y habilitó un servicio para pasar a partitura el tarareo o silbido del técnico que no conociera la notación musical.

La fecha inaplazable de entrada en vigor del decreto se aplazó dos o tres veces, pero al final parecía que iba a salir.

Todo el mundo estaba satisfecho, pues se adivinaba una nueva fuente de trabajo y/o negocio.
Los colegios de arquitectos, ingenieros, aparejadores y demás profesionales argumentaron que esos himnos habían de ser visados, porque estaba en juego la calidad de la edificación, el confort de las personas y la paciencia de la colectividad, y sólo el visado garantizaría la correcta y adecuada blablabla blablabla.
Un experto musical, a quien el Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de Hispania (CSCAH) pagó un dineral para que evacuara un informe convincente, dijo que un himno que se considerase como tal sin menoscabo, debería tener, como mínimo, pero como mínimo minimísimo, los siguientes papeles: clarinetes principal, primero y segundo, flauta, saxos altos primero y segundo, saxos tenores primero y segundo, trompetas solista, primera y segunda, trombón, tuba, trompa, caja, platos y pequeña percusión. Y concluyó que los honorarios de arquitecto para escribir todos esos papeles podrían estar en torno a los dos mil euros.
Acto seguido, el Tribunal de Defensa de la Competencia le cascó al CSCAH una multa de seiscientos mil euros por sugerir honorarios de referencia y romper así la límpidas y transparentes reglas de juego libre y feliz de los mercados.

sábado, 22 de junio de 2013

¿Estudiar Arquitectura?

Creo que a estas alturas los lectores de este blog ya sabréis que el Gobierno de España prepara una ley (la de Servicios Profesionales, o LSP) que, entre otras cosas, permitirá a los ingenieros el ejercicio de la arquitectura.
(Acabamos de enterarnos de que aplazan su aprobación: Prolongan nuestra agonía).
El borrador de esa ley quiere hacer patente que no existe distinción entre edificación, construcción y arquitectura, y razona que si un ingeniero sabe hacer una nave tiene que saber hacer una casa.
Surge entonces una duda inmediata: Si un ingeniero va a poder hacer lo suyo y además lo del arquitecto, mientras que un arquitecto seguirá sin poder hacer lo del ingeniero, ¿para qué estudiar Arquitectura?


Se me ocurren muchas líneas de comentarios, pero todas ellas han sido mucho mejor desarrolladas por elocuentes compañeros. Así que tiro por otro sitio.
Tengo dos hijos, y ninguno de ellos está ni remotamente interesado en ser arquitecto. Pero, si les hubiera atraído la arquitectura, ¿qué les podría decir?, ¿cómo les aconsejaría? Uf, qué difícil.
El sentido común dice que estudiar arquitectura es inútil, es una auténtica pérdida de tiempo.

Pero recuerdo mi ya lejana carrera (la terminé en 1985) y me vienen a la mente unas cuantas imágenes, ideas y recuerdos deslavazados:

a) Fullaondo contándonos su viaje a Finlandia con Moneo, para visitar a Alvar Aalto. Le llevaron una caja de 12 botellas de Rioja. Se las bebieron de una sentada entre los tres. (O entre los cuatro. Aalto le servía vino al fantasma de su esposa fallecida hacía poco, que tenía su silla, su plato, sus cubiertos, etc).
b) Oíza subiéndose las gafas a la frente y contándonos por qué una casa tenía que ser caótica mientras que el Aeropuerto de Barajas tenía que ser ordenado, y representando su carrera con maletas y su suegra corriendo detrás de él.
c) Aroca contándonos que El Increíble Hombre Menguante no debería de tener miedo de la araña, puesto que la sección de sus piernas sólo había disminuido al cuadrado, mientras que su peso había disminuido al cubo, por lo que tenía una gran capacidad para saltar y escapar por las escaleras.
d) José María Rodríguez Ortiz, catedrático de Mecánica del Suelo, ingeniero de caminos, dolido porque su hijo había elegido estudiar arquitectura. Hombre de muy fino y mordaz humor y de una socarronería estupenda. Recuerdo que viendo en su clase unas diapositivas de un replanteo de zapatas en un terreno embarrado me entraron las mayores ganas de construir, de rebozarme en el barro, que he tenido en mi vida. Fue un momento epifánico. Años después he hecho muchos replanteos en barro, en polvo seco, en terragueros diversos, y no es tan apasionante.
e) Julián, el del bar, y sus sándwiches de escabeche (y naturalmente, sus pinchos de tortilla).
f) El juego de la peseta, en las mesas del mencionado bar, y el juego de la pocha, en alguna clase vacía de arriba.
g) Mi amigo Emilio García Alonso, y tantas discusiones. Una (mítica entre nosotros) sobre cuál iba a ser nuestro futuro. Yo lo veía muy fácil: Poner un rótulo en el portal de mi casa (la de mis padres) y empezar a recibir encargos. (Curiosamente fue así, pero sin rótulo).
h) Discusiones en el bar, con Emilio, Paco, Iván, etc, sobre la planta de la Casa Farnsworth. "Yo ahí no podría vivir". "Todo el mundo necesita intimidad". Etc.
i) Carvajal corrigiendo en público un proyecto de un alumno. (Me pareció muy cruel la paliza que le pegó, y que su profesor, que había propuesto el trabajo como digno de corrección magistral, no le echara una mano). También fue fantástico cómo desmenuzó la función de la casa y la ubicación del garaje respecto a la puerta principal.
j) Corrales y Molezún en el Johnny, explicando el Pabellón de Bruselas. "Y se nos ocurrió que la pieza resolvía la estructura, la cubierta y el desagüe al mismo tiempo. ¿Cómo es que se nos ocurrió esto, Ramón?" "¡Y yo qué sé!" (Risas de Molezún y de todo el público). "Creo que íbamos en el tren y dejaste el paraguas en el asiento". Y de nuevo, muchos años después, Corrales solo (Molezún estaba ya enfermo) nos lo volvió a explicar en la Escuela, con unas enormes diapositivas.


k) Un profesor de Elementos de Composición (era la asignatura que servía de introducción a Proyectos, y se me dio muy mal la primera vez) preguntándome qué tal iba en las teóricas (muy bien) y proponiéndome que dejara la carrera y cursara alguna ingeniería. Me recuerdo llorando en casa a mis veintipocos años.
l) Leon Krier (el mentor arquitectónico del Príncipe Carlos de Inglaterra) vino a Madrid y dijo que Alvar Aalto y Carlo Scarpa eran arquitectos mediocres. ¡La que se armó!
m) En la cátedra de Carvajal pusieron como ejercicio hacerle una casa a Cela, y vino Cela a explicar cómo la quería. Imposible asistir a su conferencia. Cientos y cientos de personas apretujándose.
n) El puesto de libros de Cristina, abajo, al pie de la escalera, ahí en medio, al paso.
ñ) Hablar de Le Corbusier y de Frank Lloyd Wright por los codos, hasta con mi novia, que estudiaba Medicina. Pasiones encontradas.
o) Moneo sujetándose la frente como si le doliera mucho la cabeza, y hablando del Éxtasis de Santa Teresa, de Bernini, con verdadero esfuerzo.
p) Oíza (otra vez) hablando de la cubertería danesa que se compró, y que no funcionaba (porque pretendía comer comida española con ella).
q) Gallinas sueltas en clase de Análisis de Formas, cagándose por todas partes, y los profesores diciéndonos que no las dibujáramos a ellas, sino a su espíritu. (Esto de "pintar el espíritu de la gallina" se ha dicho mucho en la escuela como si fuera una leyenda, pero yo certifico que es rigurosamente cierto). Pintar el miedo, pintar un concierto de rock. No entender nada.
r) Mi amigo Carlos González Tausz y yo, aburridos en la clase de Análisis. "¿Qué hacemos?" "¿Nos pegamos en el campo de rugby?" "Vale". Bajamos al campo, me dio un empujón y me tiró al suelo. Me dio la risa. Se echó sobre mí y nos dio más risa. "¿Te vale?" "Sí. Me rindo". (Qué bien dibujaba. Qué cabrón).
s) No tener dinero en una carrera cara. Calcar los árboles, coches, etc, de letraset para no gastarlos.
t) Ir al SIMO a echar la tarde como un idiota porque Rotring te regalaba un tubo de cartón y Roca una plantilla de aparatos sanitarios. No llegar a tiempo de la plantilla. Agotadas.
u) Adorar Blade Runner porque sale una casa de Frank Lloyd Wright.
v) Adorar la canción de Simón (con acento en la o) y Garfúnkel (con acento en la u) "So long, Frank Lloyd Wright". Buscar como una especie de trascendencia en cada cosa. Ser bobo. Ser completamente imbécil.
w) Mi primer día en la escuela, subir a las aulas de dibujo y soportar un discurso terrible de Helena Higlesias (yo es que siempre le pongo muchas haches) diciéndonos que había ya demasiados arquitectos, y que reconsideráramos nuestro error mientras estuviéramos a tiempo. (No sé qué pensará ahora).
x) Horas y horas, tardes y tardes, noches y noches dibujando en el tablero. Menuda vista tenía yo entonces. La radio puesta todo el día y toda la noche (Antena 3 Radio: Supergarcía en la hora cero, Polvo de estrellas, Gomaespuma). Fumando y fumando. El cenicero deslizándose peligrosamente sobre el tablero inclinado. El pelo calentándose en el flexo.
y) Quedarme sin tabaco a las dos de la madrugada. Fumarme las colillas. Quedarme sin colillas. Salir a la calle a las cuatro. No encontrar otra cosa que una sala de fiestas / puticlub. Comprar una cajetilla de ducados. Saber que todo era un error.
z) Sufrir intensamente y disfrutar aún más intensamente. (Y eso que, no sé por qué extraña chiripa, jamás me tocó hacer una maqueta).

Se me acabó el alfabeto. Vale. Me han ido saliendo de corrido, sin orden ni concierto, y si hubiera más letras seguiría contando batallitas. Pero, en definitiva, ¿qué le decimos a nuestros hijos? (O a nuestros hermanos: Este blog tiene lectores de una insultante juventud).

viernes, 14 de junio de 2013

Mi (por ahora) última colaboración con veredes

A finales del año pasado, el alma de la prestigiosa página web de arquitectura veredes me pidió una colaboración, que consistiría es seis artículos, a publicar desde enero hasta junio de este año.
Pues bien, estamos en junio y éste es el sexto y último de mis artículos. Se titula "Bendito anonimato" y lo podéis leer aquí.


Hago público una vez más mi agradecimiento a veredes, a su trabajo duro y eficaz por la difusión de la arquitectura, y a su generosidad por invitarme a colaborar en tan magna labor.
Para mí ha sido muy agradable, pero me he encontrado en una situación rara, porque paralelamente he seguido publicando mis cosas en este blog. De una forma inconsciente he separado en mi mente los temas que consideré más apropiados para veredes y los que pensé más aptos para mi blog, y esa escisión cuasi esquizoide se me ha transmitido a mi personalidad. Creo que se aprecian diversos estilos, enfoques y tonos allí y aquí. (No sé, es una sensación que tengo).

En esta última entrega hablo del necesario anonimato en la arquitectura. Nosotros, los arquitectos, veneramos a los autores de los edificios; pero el resto de los ciudadanos no los conocen, y no sólo eso no importa, sino que es bueno. Los edificios se integran de forma natural en la ciudad, y se descargan de personalismos y divismos. Muy a menudo, demasiado a menudo, cuando todo el mundo conoce el nombre del autor de cierto edificio nos hayamos ante un edificio inadecuado o fallido.

Ahí os lo dejo. A ver qué os parece y qué opináis al respecto.

Nos vemos en veredes.

martes, 11 de junio de 2013

¿Técnicas aditivas o mera verborrea?

Lo que sigue lo escribo a bote pronto y sin pensarlo mucho. (Todo porque acabo de escuchar, otra vez, la palabra visionar).
Me llama la atención una técnica muy habitual, que consiste en ir siempre añadiendo, hasta el infinito y más allá. (En el lenguaje esto es muy notorio).
Por ejemplo: La acción y el efecto de ver es la visión. Por lo tanto, el verbo que realiza esa visión es ver. Es decir: Si quiero ejercer la visión tengo que ver.
Pero resulta que no. Que después de construir visión a partir de ver, cuando queremos obtener otra vez el verbo a partir del sustantivo visión no retrocedemos hasta ver, sino que seguimos avanzando, poniendo más material, hasta visionar.
Naturalmente, la acción y el efecto de visionar debería ser la visionación (si es que queremos construir bien a partir de ese verbo mostrenco), y con visionación, siempre adelante y sin pararnos jamás ni para tomar aliento, llegaríamos a visionacionar, para desde allí ir a visionacionación, y después visionacionacionar y visionacionacionación. Etcétera.
Procedemos por acumulación. Creemos que con eso nuestras palabras son mejores.

Ilustración de Saul Steinberg

Lo mismo ocurre con escribir, cuyo acto y efecto es la escritura, pero de la que no se vuelve al verbo inicial escribir, sino que se sigue avanzando hasta escriturar, y de ahí al acto de la escrituración, que debería ser el de escrituracionar, que a su vez pondría en nuestras manos un documento superferolítico: La escrituracionatura. (Y a ver quien te hipoteca eso).
La RAE, tan sorprendente en los últimos años, aprobó el verbo posicionar, horrible mostrenco construido a partir de posición, que es la acción y el efecto de poner. Una vez más, del sustantivo, en vez de volver al verbo original, se creó un verbo "ostentóreo" que no aporta nada, sino que sólo ensucia de farfolla y de falsas condecoraciones de relumbrón a quien lo usa.

Ilustración tomada de internet como de Saul Steinberg
Me gusta, pero no me parece que sea suya

La RAE lo acepta porque posicionar no tiene siempre el mismo significado que poner. Pero cuando no significa poner, significa ponerse. No era necesario crear ese embeleco para ocupar un sitio que ya estaba ocupado. (Y donde también existen colocar, colocarse, situar y situarse, por ejemplo). ¿Para qué esa inflación de palabras?
Para mayor pasmo por mi parte, el DRAE dice que posicionar es "tomar posición". Y a su vez dice que posición es la "acción de poner". O sea, que hacer la acción de poner no es poner, sino posicionar: justo lo que yo decía más arriba, cuando he dicho lo de visionacionacionar.
Hay más ejemplos, pero no sigo porque se supone que este es un blog principalmente de arquitectura, y los de ebuzzing me castigan bajándome veinte puestos cada mes. (Por cierto: Hacedme la caridad de clicar en el simbolito "g+1" que aparece al pie de esta entrada -y de todas-. A ver si así hago méritos. Muchas gracias).
Me centro para decir una obviedad: A veces hay que pararse, reflexionar y dar un paso atrás, medio paso atrás, o al menos no seguir avanzando, creciendo, sumando. La famosa frase "menos es más" no sólo significa que cuanto menos ornamento se utilice más dirá la obra, sino también que cuanto menos se haga más significado tendrá lo que se haga. (Esto también es un poco Lao Tsé).
Lo de "menos es más" no debería ser sólo una cuestión de diseño o de estilo, sino de concepto arquitectónico. Mies, con tanto "menos es más", hacía cuartitos de estar de trescientos metros cuadrados. Y otros, con sus espacios servidos y espacios sirvientes, necesitan trescientas dependencias ramificadas, estratificadas y jerarquizadas para hacer una casa.
Estoy escribiendo de corrido una reflexión apresurada que tan sólo quiere poner sobre la palestra que a veces la mejor huida no es hacia delante, y que no todos los errores se solucionan echando más leña al fuego, ni todas las ideas pobres se enriquecen poniendo más cosas, más florituras inanes; sino que, por el contrario, a veces hay que retroceder, aunque sólo sea para tomar perspectiva. A veces, sólo a veces, conviene dar algún paso atrás para recomponer un poco los desastres. Me viene a la mente aquella cínica y cruel frase: "El que tenga algo que decir, que dé un paso atrás y se calle".


Añado postdata el día 14 de junio de 2013.

Acabo de ver esta prenda:
Decía que de "ver" se forma el sustantivo "visión", y de ahí, otra vez marcha adelante, el verbo "visionar".
Pues de "ver", de "visión", y de todo su grupo semántico, también se forma el adjetivo "visual". Y de "visual" no se regresa al verbo padre del grupo, sino que se sigue echando basura al montón y se crea "visualizar".
Yo, personalmente, "veo" los vídeos. Ni los "visiono" ni los "visualizo". ¿Y vosotros? ¿Por qué en un escrito más o menos oficial hay que ponerse tan rimbombante? Es francamente ridículo.

martes, 4 de junio de 2013

Los caballos del húngaro

Hoy me salgo de lo habitual y os cuento una batallita mía.
Hace unos años estaba yo escribiendo una novela en la que se entremezclaban historias de mi familia en mi pueblo durante la Guerra Civil, y me salió un capítulo casi de un tirón. Recuerdo que, andando por Alonso Martínez  hacia Hortaleza, en Madrid, se me vino súbitamente a la mente una historia que me había contado muchas veces mi tío Carlos. La repasé y degusté en mi imaginación, acomodándola a mi conveniencia, y un par de horas más tarde la escribí de un golpe en una libreta durante el viaje de vuelta a casa en el tren de cercanías. (La Historia de la Literatura me agradecerá que esa tarde me tocara asiento).
El capítulo tenía independencia y funcionaba bien como cuento. Tanto que, quitando apenas un par de referencias y enlaces al resto de la novela, lo mandé como tal al Concurso de Cuentos La Felguera, uno de los más prestigiosos de España. Y quedé segundo.
(Con una particularidad: En La Felguera no hay segundo premio. Lo de que fui segundo lo sé porque a todos los concursantes nos mandaban el acta del jurado, y allí estaban todas las deliberaciones y las sucesivas eliminaciones, en las que seguí la trayectoria de mi cuento hasta que quedamos sólo dos: El gran escritor y maestro Juan Jacinto Muñoz Rengel y yo. Y ganó él).
Pero el cuento era peleón, quería seguir luchando, y al final ganó, aunque ya metido en la novela.
Hoy me apetece ponerlo aquí. Espero que os guste.



LOS CABALLOS DEL HÚNGARO
A mi tío Carlos, in memoriam.
Cuántas historias.


Si alguien se pusiera a echar cuentas vería que el húngaro vino a Añeses muy poco, ocho o nueve veces todo lo más, y muy espaciadas; y sin embargo su recuerdo permanece imborrable entre los muchachos de entonces, viejos ahora, como si hubiera poblado toda su infancia. Nadie supo nunca cómo se llamaba, ni siquiera si era húngaro de verdad, pero le llamaban así: el húngaro, que igual quería decir el extranjero o el raro.

El húngaro traía en su carromato un prodigio nunca visto: el cine.

La primera vez que apareció en la plaza del ayuntamiento la gente salió a verle pensando que sería otro gitano con otra chiva equilibrista, pero pronto se dieron cuenta de que eso era otra cosa. Llegó por el camino de la vega a media tarde, sonriendo para sí mismo, como si supiera algo que nadie más sabía (y así era), como si estuviera seguro de su misión en el mundo (y así era). Miró la plaza con satisfacción, como sopesando el pueblo (su atraso, sus posibilidades de sorpresa, su incultura, su generosidad) y se detuvo como si hubiera encontrado el paraíso; ya ves tú: Añeses.

Se apeó con parsimonia, estiró las piernas (primero la derecha, luego la izquierda, luego otra vez la derecha y otra vez la izquierda) y flexionó la cintura (torso arriba, torso abajo, arriba, abajo) con precisión gimnástica, arqueó el cuerpo anquilosado por el viaje (a–uuhh, a–uuhh), cruzó las manos tras el cuello, presionando una vértebra dolorida mientras volteaba la cabeza (ah, qué gusto) y empezó a trabajar.

Sacó un ingenio demoníaco que colocó en el lado del pilón sobre un trípode aparatoso. Luego tendió unos cables y después montó un castillete de madera en el lado opuesto de la plaza, donde el paredón de la iglesia. Entonces sacó del carromato unas sábanas cosidas entre sí y cuidadosamente dobladas. Las desplegó, las extendió y las tensó sobre el castillete, fijándolas con cuerdas.

Hizo otras muchas operaciones misteriosas, conectando cables, calzando el trípode y armando tablas, yendo de acá para allá muy activo y poniéndolo todo a punto. Nadie entendía nada. El húngaro concentraba sus cachivaches en los dos extremos de la plaza, dejando vacío el centro. Iba de un lado al otro, miraba, corregía, volvía a mirar con satisfacción...

La gente acudía a la plaza, curioseaba durante un rato sin comprender y se iba, pero no se iban del todo. Querían saber en qué paraba aquello. Al final todo el pueblo estaba paseando en torno a la plaza, echando un ojo haciéndose los distraídos, y volviéndose a marchar aparentando estar muy por encima de tal dislate, como si no fuera con ellos, para volver a asomarse unos minutos después y volver a marcharse muy dignos.

Entre ellos estaba Lorenzo, el alguacil, que, investido de su cargo, dio satisfacción a su curiosidad. Todos le vieron hablar con el forastero, aunque ninguno entendió lo que se decían. Lorenzo debió de darse por satisfecho, porque le dejó seguir. Pero el muy ladino no le dijo nada a nadie. Tampoco nadie le preguntó.

Al final, cuando comenzaba a anochecer, el húngaro pregonó su mercancía:

–¡Sinioras y siniores! Téngüil honor di mostrarli la maravila dei siclo. Le chinematograf. ¡Vení, vení! Vei las jistoria má mañifí y las cosa má sorprindente. ¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Lo nunca visto! Siniora y siniore. E cosa de maguia. ¡A pera gorda! Mejol traí su silla. Vení con las silla listo a disfrutá.

Todos pasaban a escucharle, y él repetía una y otra vez su predicación para que nadie se la perdiera.

–¡Vení, vení! ¡A pera gorda! ¡Le chinematograf! ¡Le tiatro di maguia!

Se pasó así gritando más de una hora, y la gente llegaba con sus sillas. El húngaro les indicaba que las pusieran mirando hacia las sábanas, y les prometía que en ellas iban a aparecer muy pronto cosa mañifí.

Cuando la noche ya era cerrada y la plaza estaba llena, el húngaro hizo una especie de pintoresca reverencia y arrancó el grupo electrógeno, que gruñó dentro del carromato como un monstruo amenazador que estuviera agazapado. Entonces, ¡oh, prodigio!, encendió el arco voltaico, que chisporroteó su luz insoportable. El público, creyendo que el espectáculo consistía en eso, se dividió entre quienes huían y quienes aplaudían.

Pero la cosa no había empezado aún.

El forastero trabajó con el proyector y, de repente, aparecieron letras de luz en las sábanas, y luego gente, fantasmas vivos que se movían, y casas, y campos, y bosques. Era una película sonora del oeste, pero el húngaro no tenía equipo de sonido. Daba igual.

Tras los primeros minutos de pasmo y de terror, los añesenses intuyeron vagamente la explicación del fenómeno, y empezaron a disfrutar de verdad. De alguna forma era esa luz la que formaba las figuras, que no eran más que sombras, teatro de magia. Águedo, el más resuelto, interrumpió con su mano abierta el haz que salía del proyector, y la silueta de sus dedos apareció gigantesca sobre las sábanas blancas, como él había sospechado. Pero, a pesar de cumplirse sus previsiones, apartó la mano en el acto, como si la luz le hubiera quemado.

Ahora Jimena, en su vejez, se acuerda otra vez del húngaro y de la escena de los caballos, aunque no podría asegurar que ocurriera esa primera noche. Más bien, por la soltura de la gente, debió de ser después.

La escena era, tal como la recuerda, así: Los exploradores del ejército llegaban a escondidas al campamento indio (esto lo ha reconstruido entre el turbión de su memoria y muchas películas vistas después; entonces eran sólo, incomprensiblemente, hombres bien vestidos con chaqueta, pantalones, pañuelos al cuello y sombreros, y hombres semidesnudos con plumas en la cabeza), abrían la cerca de los caballos y entraban a espantarlos. Los golpeaban en la grupa y disparaban unos tiros. Los caballos salían en tropel, galopando frenéticamente.

Primero los chicos, y después todo el mundo, gritaban entusiasmados, jaleando la loca carrera de los animales. Pero, al cabo de medio minuto, la escena se cortaba de pronto y pasaba a una muda conversación entre oficiales que fumaban.

El público, desencantado y airado por tener que soportar unas caras sosas que exhalaban humo y movían la boca sin decir nada, después de la orgía de unos segundos antes, se puso a aullar.

–¡Más caballos!

–¡Más caballos!

La película seguía su marcha sin que aparecieran más caballos.

–¡Más caballos! ¡Queremos más caballos!

–¡Más caballos!

–¡Húngaro! ¡Pon caballos!

Todos gritaban. Todos querían más caballos.

La película no tenía ninguna otra escena con tanto caballo hasta el ataque final de los soldados. El húngaro se la sabía de memoria, a ver, y dudó si seguir soportando el motín hasta ese último momento apoteósico. Pero eso sería una locura: Tendría que hacerlos rabiar durante más de media hora. Así que, asumiendo que su negocio era dar gusto a la clientela, lo único que pudo hacer fue dar marcha atrás a toda velocidad para volver al principio de la escena de los exploradores.

El público vio entonces a los militares moverse más animadamente, de una forma rara, tragar un humo que les aparecía delante como por ensalmo para llevarse luego el cigarro a la boca, y gesticular anormalmente. Todos se callaron, sin comprender lo que estaban viendo. Aquello era bastante sorprendente. Pero lo increíble, lo pasmoso, lo nunca visto (¡a pera gorda!) fue cuando, de repente, aparecieron los caballos ¡galopando hacia atrás!

Todos estallaron: aplaudían, gritaban, blasfemaban de pánico y de gozo, lanzaban las gorras al aire, pateaban, mugían. ¡Cientos de caballos desbocados de culo! ¡Oh, maravilla!

Cuando el húngaro puso al fin la película donde quería, la volvió a dar marcha adelante a su velocidad normal. Los exploradores volvieron a soltar los caballos, y éstos a desbocarse, y el público a gozar. Y volvieron a deliberar los militares. Y la película siguió su curso atravesando otra vez la parte aburrida de parloteo.

Pero la gente ya no podía conformarse. Sabedores ahora del prodigio posible, no consintieron que la historia avanzara.

–¡Otra vez!

–¡Otra vez; otra vez!

–¡Húngaro!

–¡Más caballos!

–¡Pon otra vez los caballos!

–¡Saca los caballos, húngaro!

–¡Húngaro! ¡Los caballos!

Y volvió a repetirse lo mismo: caballos para atrás y caballos para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante, y otra vez para atrás y otra vez para adelante. Sabe Dios cuántos pases le dio el húngaro a la escena. Y la gente, ebria de maravillas, no se cansaba de ver caballos.

–¡Más caballos! ¡Más caballos!

–¡Caballos!

–Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós! Ca–ba–¡llós!

Así lo hizo el húngaro, Jimena no sabía cuántas veces, hasta que, con tanto trajín, la película saltó.

El húngaro, desolado, paró la proyección, hurgó en el proyector, desenrolló un poco de cinta, la intentó componer. Los minutos pasaban y él, aun recurriendo a toda su pericia en el oficio, no era capaz de arreglar el desaguisado. Aún así, seguía trajinando, seguro ya de que era imposible salir airoso, pero sin resignarse.

El hombre había disfrutado mucho del éxito, no ya de la película en sí, sino de su forma de proyectarla. Le había cogido gusto, y ahora estaba muy afligido, tanto por el final abrupto del espectáculo como por la posible destrucción de su medio de vida. (Se consoló pensando que no sería para tanto, que a solas y con calma sabría componer la cinta, al menos parchearla; pero desde luego ahora, cada vez más nervioso y con todo el mundo chillando, era imposible). Al fin tuvo que rendirse a la evidencia.

Cuando se dio por vencido, se dirigió muy serio, muy triste y circunspecto a su público. Estaba de verdad conmovido, muy apenado: Los había visto tan felices sólo unos minutos antes... Lo estaba pasando tan bien con ellos...

Los miró con ternura, con gratitud. Nunca había tenido un público tan entregado. Muy emocionado, ensayó a decirles unas palabras, pero sólo le salió:

–Sinioras y siniores. Sei godieron los cabalos.