Agobiados por los calores insufribles de nuestra tierra toledana, aquello nos ha parecido el paraíso.
No os contaré lo que hemos visto, andado, comido, bebido... No acabaría.
Tan sólo os voy a relatar uno de los episodios más impresionantes que hemos vivido.
Teníamos muchísimas ganas de volver a ver Santa María del Naranco, uno de los edificios más encantadores que conozco. Estuvimos una vez, hace más de veinte años, y era octubre, y estaba cerrada. Así que sólo la vimos por fuera. Pero esta vez la íbamos a ver también por dentro, y yo estaba expectante y nervioso. (Ella no; ella es mucho más tranquila).
Dejamos el coche en el aparcamiento preparado al efecto (una vez comprobado que era imposible aparcar en plan "listos" al lado de Santa María, porque todo espacio en el que cupiera medio coche estaba ya ocupado por uno).
Por una vez, el ser dóciles y obedientes tuvo su premio, porque desde el aparcamiento salía un sendero delicioso que de otra manera nos habríamos perdido.
Hacía el típico tiempo asturiano veraniego: El cielo estaba cubierto, orvallaba, salía el sol, volvía a orvallar... El sendero olía fuertemente a pis y a caca de la vaca. (A algunos nos gusta mientras no dure mucho tiempo. Algunos somos muy tontos y lo llenamos todo de referencias literarias). Se nos acercó una vaca negra, tetona, curiosona, haciendo sonar el cencerro. Yo intenté fotografiarla, pero no se dejó.
Seguimos caminando y de repente se mostró Santa María.
Tan hermosa, tan serena, tan humilde y a la vez tan majestuosa.
Estuvimos un rato rodeándola, haciéndole decenas de fotos, diciendo obviedades... Lo normal. Lo propio de unos turistas.
Había un pase cada hora. Eran las seis menos cinco, y el próximo era a las seis. Estupendo. Un hombre delgado y prematuramente calvo, con un plumas negro, vendía las entradas. Hablaba con la monótona voz de quien todos los días tiene que explicar las mismas cosas con las mismas palabras.
Las entradas daban derecho a la visita combinada de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo (que está a unos doscientos metros). Se empezaba por ésta.
En seguida dio comienzo la visita. El guía empezó su retahíla memorística y, a mi juicio, superficial. (Cuántas escenas tiene cada capitel, cuántos capiteles hay, cuántas columnas, cuántos medallones, cuántos sogueados...) Parece mentira estar en ese espacio arquitectónico prodigioso (y tontísimo) y no tener nada mejor que hacer que ponerse a contar lóbulos.
En un comentario que hizo -respecto a ciertas restauraciones y rehabilitaciones recientes- mostró su aversión por los arquitectos. Yo ni me inmuté ni me di por aludido. Estaba de vacaciones, y yo de vacaciones soy aún más paquidérmico que habitualmente. Pero hay que reconocer que los arquitectos y los arqueólogos-historiadores vemos las cosas de muy distinta manera. Eso es así. Reconozco que (generalizando injustamente) los arquitectos no sabemos mucho de historia, ni nos preocupa especialmente, pero los arqueólogos (generalizando también injustamente) no viven el espacio arquitectónico ni saben mucho de construcción. Eso hace que unos y otros seamos seres incompletos y mutilados. Pero en vez de buscarnos para ayudarnos y completarnos nos rehuimos con prevenciones e incomprensiones mutuas.
Bueno. Volvamos al hilo.
El arqueólogo-guía esgrimía un disparador de rayito rojo, con el que señalaba lo que iba describiendo.
El salón (tal vez aula regia, o tal vez pabellón de caza) se abre a dos terrazas que dan a hermosas praderas y bosques. Uno se imagina al rey Ramiro I de comilona con su corte y casi le dan ganas de ser cortesano.
Salimos a las terrazas, volvimos a entrar en el salón y el guía nos hizo agruparnos a todos en el muro norte, mirando por una de las ventanas del muro sur.
Vimos esto:
Yo hice esa foto con las manos temblorosas. (Clicad en ella para verla más grande). La verdad es que en la foto no se nota tanto, pero os aseguro que allí, en el salón del rey Ramiro, la presencia de Satán se hizo palpable.
Los ojos se iban a un único elemento, a un único bulto, a una única forma, que concentraba una gran fuerza luciferina. No puedo reproducir el efecto, pero he recortado la foto anterior y la he contrastado un poco para dar una impresión algo más parecida a lo único que vimos todos:
El guía entonces alzó su lápiz láser, soltó los faldones que habían ido recogidos dentro de su chaquetón, que de este modo se transformó en una especie de hábito negro hasta el suelo, se puso la capucha e, idéntico al Emperador de El Imperio Contraataca, gritó:
¡ODAOL AES OGAITNAS AVARTALAC!