lunes, 29 de julio de 2013

Odaol aes Ogaitnas Avartalac

Mi mujer y yo hemos pasado unos deliciosos días en Asturias.
Agobiados por los calores insufribles de nuestra tierra toledana, aquello nos ha parecido el paraíso.
No os contaré lo que hemos visto, andado, comido, bebido... No acabaría.
Tan sólo os voy a relatar uno de los episodios más impresionantes que hemos vivido.
Teníamos muchísimas ganas de volver a ver Santa María del Naranco, uno de los edificios más encantadores que conozco. Estuvimos una vez, hace más de veinte años, y era octubre, y estaba cerrada. Así que sólo la vimos por fuera. Pero esta vez la íbamos a ver también por dentro, y yo estaba expectante y nervioso. (Ella no; ella es mucho más tranquila).
Dejamos el coche en el aparcamiento preparado al efecto (una vez comprobado que era imposible aparcar en plan "listos" al lado de Santa María, porque todo espacio en el que cupiera medio coche estaba ya ocupado por uno).
Por una vez, el ser dóciles y obedientes tuvo su premio, porque desde el aparcamiento salía un sendero delicioso que de otra manera nos habríamos perdido.


Hacía el típico tiempo asturiano veraniego: El cielo estaba cubierto, orvallaba, salía el sol, volvía a orvallar... El sendero olía fuertemente a pis y a caca de la vaca. (A algunos nos gusta mientras no dure mucho tiempo. Algunos somos muy tontos y lo llenamos todo de referencias literarias). Se nos acercó una vaca negra, tetona, curiosona, haciendo sonar el cencerro. Yo intenté fotografiarla, pero no se dejó.
Seguimos caminando y de repente se mostró Santa María.


Tan hermosa, tan serena, tan humilde y a la vez tan majestuosa.
Estuvimos un rato rodeándola, haciéndole decenas de fotos, diciendo obviedades... Lo normal. Lo propio de unos turistas.
Había un pase cada hora. Eran las seis menos cinco, y el próximo era a las seis. Estupendo. Un hombre delgado y prematuramente calvo, con un plumas negro, vendía las entradas. Hablaba con la monótona voz de quien todos los días tiene que explicar las mismas cosas con las mismas palabras.
Las entradas daban derecho a la visita combinada de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo (que está a unos doscientos metros). Se empezaba por ésta.

En seguida dio comienzo la visita. El guía empezó su retahíla memorística y, a mi juicio, superficial. (Cuántas escenas tiene cada capitel, cuántos capiteles hay, cuántas columnas, cuántos medallones, cuántos sogueados...) Parece mentira estar en ese espacio arquitectónico prodigioso (y tontísimo) y no tener nada mejor que hacer que ponerse a contar lóbulos.
En un comentario que hizo -respecto a ciertas restauraciones y rehabilitaciones recientes- mostró su aversión por los arquitectos. Yo ni me inmuté ni me di por aludido. Estaba de vacaciones, y yo de vacaciones soy aún más paquidérmico que habitualmente. Pero hay que reconocer que los arquitectos y los arqueólogos-historiadores vemos las cosas de muy distinta manera. Eso es así. Reconozco que (generalizando injustamente) los arquitectos no sabemos mucho de historia, ni nos preocupa especialmente, pero los arqueólogos (generalizando también injustamente) no viven el espacio arquitectónico ni saben mucho de construcción. Eso hace que unos y otros seamos seres incompletos y mutilados. Pero en vez de buscarnos para ayudarnos y completarnos nos rehuimos con prevenciones e incomprensiones mutuas.
Bueno. Volvamos al hilo.
El arqueólogo-guía esgrimía un disparador de rayito rojo, con el que señalaba lo que iba describiendo.
El salón (tal vez aula regia, o tal vez pabellón de caza) se abre a dos terrazas que dan a hermosas praderas y bosques. Uno se imagina al rey Ramiro I de comilona con su corte y casi le dan ganas de ser cortesano.
Salimos a las terrazas, volvimos a entrar en el salón y el guía nos hizo agruparnos a todos en el muro norte, mirando por una de las ventanas del muro sur.
Vimos esto:


Yo hice esa foto con las manos temblorosas. (Clicad en ella para verla más grande). La verdad es que en la foto no se nota tanto, pero os aseguro que allí, en el salón del rey Ramiro, la presencia de Satán se hizo palpable.
Los ojos se iban a un único elemento, a un único bulto, a una única forma, que concentraba una gran fuerza luciferina. No puedo reproducir el efecto, pero he recortado la foto anterior y la he contrastado un poco para dar una impresión algo más parecida a lo único que vimos todos:


El guía entonces alzó su lápiz láser, soltó los faldones que habían ido recogidos dentro de su chaquetón, que de este modo se transformó en una especie de hábito negro hasta el suelo, se puso la capucha e, idéntico al Emperador de El Imperio Contraataca, gritó:

¡ODAOL  AES  OGAITNAS  AVARTALAC!


sábado, 20 de julio de 2013

Elegancia y eficacia

Siempre me han gustado las cerchas. Recuerdo cuando nos enseñaron en la escuela el método de Cremona para calcularlas. No se puede decir que fuera la juerga padre, pero era entretenido, y, según uno lo iba haciendo, podía intuir (más o menos) la composición y descomposición de las fuerzas. Era como si las cargas se escaparan huyendo por las distintas barras, buscando su camino, y neutralizándose y equilibrándose.
Cuando yo estudiaba (años ochenta) las cerchas eran todavía la solución más económica y sensata para cubrir luces medianas y grandes. Era impensable que las naves industriales o agrícolas no las tuvieran.


Además, se podían hacer en diente de sierra para formar lucernarios, o darles diferentes formas que se adaptaran a la sección que se le quería dar a la nave.


Se consideraba que eran la mejor solución para salvar un vano utilizando la menor cantidad posible de material.
En muchos sitios se las llamaba "vigas de aire", y a mí esa expresión me gusta, porque lo que más trabaja en ellas es "el aire". O sea, lo que no es acero o madera, sino lo que es su distancia, su separación, su canto. Es decir, lo que no cuesta dinero: el aire.
Pero muy pronto empezaron a hacerse un hueco los pórticos de vigas de sección uniforme (reforzada, todo lo más, en los empotramientos). Y, cada vez más, fueron dejando de "hacerse un hueco" para "llenar todo el hueco" y quitárselo a las cerchas.


Una viga de sección uniforme debe dimensionarse para la zona más solicitada, y, por lo tanto, mantiene sin necesidad esa misma sección donde menos falta hace.
Gasta mucho más material que la cercha, pero ahora sale más barata, porque la mano de obra cuesta mucho más que el material, y la cercha utiliza menos material, sí, pero da mucho más trabajo. La cercha tiene menos kilos de acero que el pórtico, pero cada kilo cuesta mucho más dinero.
Es lógico, pero a mí me da un no sé qué que esas estructuras tan ingeniosas y alambicadas, pero al mismo tiempo tan intuitivas, estén de capa caída.
Si una viga de sección uniforme tiene que dimensionarse para su sección más solicitada, una de sección variable a base de refuerzos lleva un perfil base muy bajo, que se va suplementando.

La propia forma de la viga ya indica su diagrama de momentos. Pero es un engorro. Por una parte, los refuerzos de arriba estorban al colocar las correas o el material de cubrición, y, por otra, tanto reforzar acaba siendo una lata.
Es mucho más práctico poner una viga uniforme. Se emplea un poco más de acero que el estrictamente necesario, y a correr.
Es lógico y, sobre todo, cómodo, pero perdemos definitivamente ese concepto romántico y orgánico de la estructura, que ya no responde exactamente a las solicitaciones y pasa a resolverlas a lo bestia.
El cálculo de una estructura implica resolver los problemas con el menor material posible, pero ahora se ve que matar moscas a cañonazos es mucho más práctico.
Un buen ejemplo es cuando se calcula un forjado con un ordenador sin coartarle; dejándole a su aire. El ordenador busca solucionar el problema con el menor material posible, y vemos que emplea barras de ocho diámetros diferentes y que no hay dos viguetas que tengan los mismos refuerzos de negativos. Conclusión: Un verdadero lío de montaje y de control en obra para ahorrar diez (o cien) kilos de acero.
Tenemos que decirle al programa que use sólo tres diámetros, que iguale todas las viguetas de una zona a la peor, y que no nos maree por cinco centímetros de más en una barra del diez.
(Y no digamos si le dejamos que nos arme una losa. Le sale un batiburrillo complicadísimo -pero que representa fielmente los diagramas de esfuerzos-, hasta que le decimos que utilice un mallazo base y tire por la calle de en medio).

jueves, 11 de julio de 2013

El arquitecto estorba

Tengo esbozada una nueva entrada en el blog, y ya iba con ella cuando esta mañana se ha colado Fernando Sánchez Dragó (¡ay, este hombre!) y me ha conminado a escribir urgentemente esta otra.
Ha hablado en Radio Nacional, y ha glosado un libro que, por lo que ha dicho, parece muy interesante: La Historia de San Michele, de Axel Munthe. (Confieso que no lo conocía, pero ya me lo he agenciado).
Sánchez Dragó se gustaba (como de costumbre) hablando de este médico sueco que recaló en Capri en los años veinte, en la época romántica y lejana de entreguerras. Ha descrito la isla paradisíaca, y ha referido cómo, en la época de Munthe, los restos de la villa de Tiberio estaban esparcidos por doquier, ante el desinterés de todos.
Munthe recogió amorosamente columnas, estatuas, molduras, etc, que estaban literalmente "tiradas por ahí" y se construyó una casa idílica, a la que llamó San Michele.


Sánchez Dragó, absolutamente transido de emoción y de vehemencia, y en el colmo de lo que para él es esa casa celestial, esa joya, ha añadido (aunque ya se intuía) que en esa casa (naturalmente) no había intervenido ningún arquitecto.
Yo iba conduciendo, pero como lo estaba viendo venir no he dado ningún respingo ni he hecho ninguna maniobra peligrosa. A veces tengo una solidez mental y espiritual que ya la quisiera un Caballero Jedi.
Ha añadido (y eso sí me ha molestado) que la casa la hizo Munthe con sus propias manos, ayudado por los lugareños, que, aunque analfabetos, habían heredado de padres a hijos, desde los romanos, el oficio de trazar arcos.
Me ha molestado lo de "aunque analfabetos" porque a Sánchez Dragó le ha salido involuntariamente el señorito que lleva dentro. (¿Por qué "aunque analfabetos"? ¿Es que eso es impedimento para saber hacer un arco o un muro? Es como si hubiera dicho "aunque fumadores", "aunque de pelo rizado", "aunque bajitos", etc).
Yo aprendí mucho de lo que sé sobre construcción de un albañil de Seseña (Toledo) que no es exactamente un analfabeto, aunque no se distingue precisamente por pasar las noches en blanco leyendo a Schopenhauer. Hace poco tiempo me contó que en la primera obra que hicimos juntos (la segunda que hacía yo en mi vida) le confesé que yo iba allí a aprender, y eso le emocionó. No recuerdo haberle dicho aquello, pero no me sorprende, porque era lo que siempre he pensado.
Con los años le proyecté y dirigí dos casas para dos hijas suyas, y él me hizo la mía. O sea, que hemos confiado mucho el uno en el otro. Jamás se me ocurriría llamarle analfabeto, o decir que "aunque es analfabeto" sabe construir casas. No era un mero albañil (ya está jubilado), en el sentido de un mero operario. A su modo era arquitecto, como lo eran los albañiles de entonces, a quienes llamaba la gente del pueblo cuando se quería hacer una casa. Había diseñado muchas casas cuando no se exigía proyecto, y años después, trabajando conmigo, aportaba sugerencias siempre valiosas, en las que se veía que adivinaba consecuencias futuras y se anticipaba a futuros problemas. Pero de pronto, en medio del despliegue de su sabiduría práctica, me hacía con toda naturalidad una pregunta sobre cuestiones que se le escapaban, y en las que reconocía que yo sabía más que él, y cuando era capaz de resolverle la duda o de explicarle satisfactoriamente lo que me había preguntado me sentía orgullosísimo y feliz.
Pero retomo el hilo, que me pierdo.
Obviamente, una casa soñada, una casa experimento o una casa manifiesto poético, una casa amante o una casa mausoleo la hace quien la siente, quien la vive, quien la sueña, su protagonista, su destinatario, su amante, su muerto, y en ella un arquitecto puede hasta estorbar. (El arquitecto, de intervenir, debería ser una especie de medium que conecta estos sentimientos y ayuda a cuantificarlos y a "tecnificarlos" y "ajustarlos a norma". Y nada más).
Cuando yo era niño mi tío Carlos se hizo una casa magnífica y completamente ilógica. Tenía el salón en todo el centro, sin una sola ventana, y desde él se abrían todas las puertas a todas las dependencias de la casa. Ese salón era muy especial. Era como un escenario de teatro, en el que pasa toda la acción, y la verdad es que allí siempre pasaban cosas.
También recuerdo una casa lineal en la que todas las habitaciones eran de paso. Para llegar al dormitorio de los padres había que pasar por el de los hijos, pero lo peor era que al final del recorrido había una pequeñísima sala donde estaba la tele y donde pasaba las tardes la familia (y las visitas), y a la que se llegaba después de pasar por el cuarto de los hijos y el de los padres (ambos carecían de ventanas). Además, como el terreno era muy irregular, había que subir peldaños o mesetas de una habitación a otra, e incluso dentro de una de ellas.

Así tenemos muchas casas encantadoras e incluso fascinantes.
Obviamente, en el universo onírico de estas casas "bachelardianas" el arquitecto estorba. Claro que sí.
Hablamos de casas (o catedrales) disparatadas, sentidas, soñadas, pero personales e intransferibles.


Hay gente que echa de menos con nostalgia una época en la que no había normativas, en la que cada uno se buscaba la vida y hacía lo que podía o lo que le salía, improvisando y sin planificar, y nadie le decía cuánto tenía que medir como mínimo la ventana de un dormitorio, ni cuánto el espacio sobre el que se asomaba, ni cuánto aire tenía que pasar por ella. Una época épica en la que si te salía el suelo desnivelado te acababas acostumbrando, si te salía una grieta te resignabas, y si se te caía un trozo de techo encima te resignabas más.
Así se pueden hacer casas muy originales, absurdas, antifuncionales y llenas de significado. Pero eso no justifica que se desprecie tan rotundamente a los profesionales.
En esta época, que regula incluso cuál tiene que ser el grado de resbaladicidad de un suelo, cuánto tiene que medir la tabica de un peldaño o cuántos sumideros tiene que tener una cubierta plana, hacen falta profesionales. Y cada vez más profesionalizados. (Y cada vez tienen que responder de más pijoterías). Pero por eso mismo se añora el tiempo en que no hacía falta nada, cuando para echarse al monte sólo hacía falta decisión y audacia. (Ahora para ser bandolero hay que sacarse la licencia de actividad y el epígrafe fiscal, y eso molesta).
Se pueden (y se deben) cantar con pasmo y admiración las alabanzas de una buena casa (y San Michele desde luego lo parece) que no ha sido diseñada por ningún arquitecto, pero igual que uno admira y aplaude una brillante traqueotomía de urgencia hecha en un avión con la cubertería de plástico y un boli BIC por un fontanero que iba de vacaciones.
Son hechos dignos de alabanza. Pero muy otra cosa es frotarse las manos y decir con fruición: "¡Chincha, rabiña, que esta casa no la ha hecho ningún arquitecto!", y pensar que ojalá los arquitectos nos dedicáramos a castrar cerdos y dejáramos de marear de una vez por todas con nuestras giliflauteces.

(Por favor: Si te ha gustado clica en el botón g+1 que está ahí abajo. Gracias).