martes, 30 de agosto de 2016

No sólo arquitectura

A mi amigo Manuel, "Citrus", que vive enfrente
de este edificio y no le gusta nada.


Los arquitectos llevamos ya casi treinta años hablando de las viviendas "El Ruedo" que Sáenz de Oiza proyectó pegadas a la M-30 de Madrid en 1986. (La obra duró de 1986 a 1990).
(Nota.- El nombre popular políticamente correcto de esta obra es el mencionado "El Ruedo". El nombre popular real es "La Cárcel").
La polémica no cesa: Nuestros amigos no arquitectos se horrorizan de que a nosotros nos guste tal obra, y nosotros (a muchos de nosotros tampoco nos gusta demasiado) nos tenemos que esforzar en explicarles los indudables valores arquitectónicos que tiene. Porque los tiene. Y muchos.


Se produce de nuevo la conocida incomunicación entre los arquitectos y el resto de la humanidad. Nosotros opinando según nuestros principios y nuestras coordenadas, y los demás con los suyos y las suyas. Nunca coincidimos.
Si me permitís la boutade, os propongo las siguientes posturas ante el debate:
a).- El Ruedo de la M-30 es una obra maestra llena de aciertos arquitectónicos.
b).- El Ruedo de la M-30 es una bazofia, un muy mal lugar para vivir.
c).- Las dos afirmaciones anteriores son correctas.

Obviamente, yo me decanto por la c). Este edificio es una grandísima obra de arquitectura y una puñetera mierda. Las dos cosas. Y las dos a la vez.


¿Y eso cómo es posible? Pues porque ser muy brillante arquitectónicamente no quiere decir apenas nada. Porque la arquitectura no es el ombligo del mundo ni el papel tornasol de la verdad y de la felicidad. Porque la arquitectura, que a nosotros nos parece el eje del mundo, no deja de ser una anécdota irrelevante.

También Alien es un prodigio de la biología y de la evolución, pero al mismo tiempo es un ser terrible y repugnante. Un biólogo lo mirará con admiración, incluso con amor; pero alguien incapaz de disfrutar de ese prodigio bioquímico-mecánico saldrá corriendo y gritando con todas sus fuerzas.

En honor a la verdad hay que decir que el planteamiento de este monstruo le venía impuesto al arquitecto por el difícil emplazamiento, el cicatero programa, el aún más cicatero presupuesto y el planeamiento urbanístico. Con todas esas condiciones de partida Oiza hizo un trabajo irregular, con buenos aciertos y algunas deficiencias, pero más que interesante desde el punto de vista arquitectónico.
Otro condicionante endiablado era el perfil de usuario a quien iba dirigido: Población marginal que vivía en construcciones ilegales más o menos precarias y a quienes se realojó allí para destruir aquéllas. Eso produjo protestas de todo tipo: de ciudadanos hipotecados hasta las cejas que veían como un agravio comparativo que a esta gente se le ofrecieran esas casas a las que (según ellos) no tenían derecho, y de los propios adjudicatarios, que decían preferir las viviendas que se les habían quitado y derribado a estas que se les ofrecían.
La verdad es que el problema no había por donde cogerlo.

lunes, 22 de agosto de 2016

La puesta de la bandera

Una tradición que ya se estaba perdiendo cuando yo empecé a trabajar como arquitecto (en 1985) era la puesta de la bandera.
Consistía en colocar una bandera de España sobre el tejado de las casas en construcción cuando "se cubrían aguas"; es decir: cuando se terminaba la cubierta.
(Tengo entendido que en Cataluña se colocaba un árbol, pero no estoy seguro. Agradecería a mis lectores que me lo aclararan, y también que me dijeran qué otras costumbres hay en otros lugares).


En aquellos tiempos en los pueblos las casas se seguían haciendo con muros de carga, de manera que al terminar el tejado y poner la bandera las fachadas ya estaban hechas y la casa estaba ya casi terminada. Las instalaciones eran muy elementales y quedaba muy poco por hacer después del tejado. (Hoy, con los sistemas de construcción actuales, la terminación de la cubierta no supone ni siquiera haber llegado a la mitad de la obra).
La puesta de la bandera iba asociada a una fiesta. Se hacía una chuletada en la propia obra. Invitaba el dueño, naturalmente, y acudían todos los que habían intervenido en la construcción.
Se preparaba una barbacoa y se hacía panceta, chuletas, chorizos, morcillas, salchichas... Y, naturalmente, había abundante vino y cerveza.


Se solía comer de pie, haciendo corros sucesivos con los distintos compañeros, charlando, riendo, gastando bromas...
Yo he trabajado casi exclusivamente en pueblos de la provincia de Toledo, y sobre todo en el mío. Cuando empecé ya era habitual que los arquitectos proyectaran las casas, aunque todavía había muchos ayuntamientos cuyos alcaldes se apiadaban de sus convecinos y no les exigían ese gasto inútil y tan oneroso, puesto que toda la vida las casas se habían hecho sin arquitecto, y a ver por qué ahora tenía que haber tanta tontería. Además, los vecinos solían ser vengativos y no volvían a votar a los alcaldes caprichosos y desalmados que les exigían un dispendio tan absurdo.
Qué tiempos. El caso es que en un plazo relativamente corto los alcaldes se fueron mentalizando y los vecinos se fueron acostumbrando a pagar ese nuevo "impuesto revolucionario" que suponía no sólo contratar a un arquitecto, sino también a un aparejador. ¡Qué barbaridad!
Creo que la irrupción de estos dos intrusos en las obras debió de coincidir -más o menos- con la pérdida de la tradición de la bandera. El caso es que he construido mucho y he sido invitado a muy pocas banderas.

Sí recuerdo una de las primeras a las que fui, y no sólo por lo opíparo del banquete, sino por haber sido golpeado por un contradictorio cruce de sensaciones y emociones.

martes, 16 de agosto de 2016

Maldita arquitectura

En 1957 una central lechera le encargó al arquitecto Alejandro de la Sota un complejo industrial destinado al tratamiento y embotellado de leche de vaca y a la elaboración de productos lácteos derivados. Se ubicaba en una gran parcela a las afueras de Madrid, al norte de la ciudad. Parecía un buen encargo, una cosa razonable, pero el maldito arquitecto, el muy cabrito, les hizo una obra maestra.


En 1965 una empresa farmacéutica le encargó al arquitecto Miguel Fisac un edificio en las afueras de Madrid, en la carretera de Barcelona, para alojar allí su producción, su almacenamiento, y sus dependencias administrativas. Pero el maldito arquitecto, el muy cabrito, les hizo una obra maestra.


Maldita arquitectura: Con los años (las décadas) esas parcelas que estaban alejadas del cogollo de la metrópoli fueron absorbidas por él (y se revalorizaron una barbaridad). Además, las empresas cambiaron -e incluso quebraron-, y aquellas obras maestras de la arquitectura española cambiaron de dueño y se quedaron sin uso efectivo. Para colmo de males, la normativa urbanística daba ahora mucho más aprovechamiento del que aquellos solares tenían entonces, y una "operación inmobiliaria" era una tentación irresistible.

De esta manera, teníamos ahí, tirados y maltrechos, unos complejos arquitectónicos fascinantes, pero ya obsoletos, en desuso, y cuyos dueños sólo aspiraban a derribar para poder aprovechar -legítimamente- las expectativas de lucro que les daba la normativa urbanística y las nuevas condiciones del mercado inmobiliario.
Ah, pero eso era una barbaridad. Todos los arquitectos de España y todos los no-arquitectos amantes de la arquitectura moderna (estos últimos se dice que pasaban de diez personas) se levantaron como un solo hombre y gritaron: "La Pagoda se queda", "La CLESA se queda".

Qué emocionante. Aún hoy, recordándolo, se me ponen los pelos como destornilladores.

Al final la pagoda no pudo ser salvada, y ante la consternación de todo el mundo fue derribada casi con chulería y provocación. No así el otro complejo industrial, que por ahora parece que se va a salvar. (Ya veremos).

¿Pero os imagináis qué habría pasado si las dos empresas hubieran encargado sus respectivos complejos industriales y administrativos a un arquitecto mediocre, a un José Ramón Hernández cualquiera? Pues que se habrían construido los anodinos edificios, se habrían utilizado mientras hubieran sido útiles, se habrían reformado, ampliado o modificado a voluntad cuando hubiera sido preciso y, llegado el caso, al finalizar su vida útil, se habrían derribado sin darle dos cuartos al pregonero. Y aquí paz y después gloria.
Ah, pero eran puñeteras obras maestras de la arquitectura.

martes, 9 de agosto de 2016

Piso en venta

Que yo sepa, en el mundo hay (al menos) dos porteros infranqueables, imbatibles. No hablo de fútbol. Me refiero al del Chrysler Building, en Nueva York, y al de Torres Blancas, en Madrid. El primero es un hombre de raza negra, de unos dos metros de estatura y unos ciento cincuenta kilos de peso, probablemente un antiguo jugador de la NBA ya algo bajo de forma y un poco pasado de años, pero que mantiene una presencia física temible y una autoridad incuestionable. Te deja mirar el vestíbulo, pero en cuanto te acercas a un ascensor o a una escalera enarca una ceja y te sientes morir.
-Aiam sorri. Aiam an espanis árquitec -te atreves a decir con una sonrisa conejil y con la esperanza de conservar tu integridad física. Pero él te sigue mirando con la ceja enarcada y tú reculas, incluso de rodillas, hasta obtener la calle y huir cobarde y miserablemente de allí.
El segundo es bajito, regordete. Pero que no os engañe su aspecto físico. Es tan temible como el neoyorquino. Has rodeado la torre, la has fotografiado en contrapicado desde todos los ángulos posibles. Has hecho fotos (que tú crees muy originales y elocuentes) de la hierba entre los discos. Y te dispones a entrar. Ves el famoso vestíbulo que dicen que diseñó Sáenz de Oiza cegado por un dolor de muelas, y que por eso sugiere encías hinchadas y muelas doloridas. Haces amago de sacar el móvil o la cámara y entonces salta el portero, desde su mesita del fondo.
Si el del Chrysler era minimalista en su expresión, conceptual, casi miesiano ("menos es más"), este es lópezvazquista, rococó, expresionista.
-¿Dóndevausté? ¡Nosepuedenhacerfotos! ¡Otroarquitecto! ¡Vayaplagadearqui-tectos! ¡Váyase! ¡Alacalle, alacalle! ¡Vaustéalacalle!
Y sales corriendo, de otra forma que en el Chrysler, pero corriendo. Y con el mismo susto en el cuerpo.

El otro día unos amigos hemos estado comentando en twitter la dureza y el pundonor torero de este conserje de Torres Blancas. Hay que reconocer que el probo empleado cumple su trabajo escrupulosamente, y cierra cualquier vía de acceso a las decenas y decenas de mirones que nos acercamos todos los días hasta allí para turbar la paz de los habitantes del inmueble. Sí; hay que reconocer que somos muy molestos y que el portero hace lo que debe y lo hace estupendamente bien.

Comentando las dificultades que este concienzudo señor pone a cualquier intento de visita, uno de los amigos nos enlazó un anuncio en idealista.com de venta de uno de los pisos: Podíamos acercarnos a preguntar por esa vivienda, y así nos la enseñaría y de paso veríamos todo lo demás.
Buena idea. Pero, naturalmente, la conversación y el interés derivaron desde esa posible visita al anuncio en sí.
A nosotros, estúpidos viciosos de la arquitectura, la venta de un piso en Torres Blancas se nos antoja más o menos como la venta del Santo Grial. Pero no pensamos que para cualquier otra persona no deja de ser la venta de un piso. Sin más.
Aprovechando la coyuntura nos asomamos a la intimidad de una familia que ha vivido durante bastantes años (se supone) en lo que para nosotros es un templo. Y nos sorprende que para ellos haya sido su hogar. Nada más. Y nada menos.
El vendedor muestra fotos de su piso. Y nos sorprenden. Pero mucho:


¿Ese estampado de los sillones? ¿Esos cuadros? ¿Esa lámpara? ¿Esa mesita de mármol con las patas de madera arqueadas y terminadas en garras? ¿Ese terciopelo del sofá?

lunes, 1 de agosto de 2016

Un encuentro y un duelo

El otro día mi amigo Emilio vino a visitarme al hospital. Hablamos del blog (siempre me alegra con sus amables comentarios y apreciaciones) y me dijo que hacía tiempo que no ponía nada sobre jazz.
Es cierto. Lo voy a hacer ahora. Pero como estoy un poco vago (más mimoso que debilucho) y además medio de vacaciones, permitidme que copie sin más un viejo cuento.
Este cuento, del que aún me siento muy satisfecho, quedó finalista en el muy prestigioso concurso "Hucha de Oro". Fue en la edición XXVIII, del año 1994.
Espero que os guste.


UN ENCUENTRO Y UN DUELO
         A esa hora de la tarde el club no tenía nada de la magia, ni de la sensualidad –ni tampoco de la sordidez– que le eran propias por la noche. Ahora era sólo un salón inofensivo y apaletado. Las sillas, colocadas sobre las mesas con las patas para arriba, eran los únicos estrafalarios ocupantes del local. La pista de baile, fregada por la mañana, aguardaba a ser hollada de nuevo por la noche. Hasta entonces aquello estaba muerto.
        El muchacho había esperado en la acera, con su saxofón al hombro, a que un susceptible empleado abriera el local, y le había mentido diciéndole que tenía una cita con el bandleader. El portero ni le creyó ni le dejó de creer.
         –Viene a las ocho y media –le dijo–. Por la entrada de artistas –le indicó con un movimiento de barbilla el callejón lateral y desapareció en el vestíbulo, sin dirigirle una mirada más.
         Al cabo de dos horas llegó el músico. El muchacho lo reconoció por las fotos de los discos, y le salió al paso ansiosamente.
         –Maestro, toco el saxo tenor.
        –¿Eh? Sí; bien. Debe de haber un error. No he convocado ninguna audición. Lo siento; tengo la banda al completo.
         –Sí. Ya lo sé. No vengo por un puesto. Sólo quiero que me oiga.
         –Mira, chico; no es el momento. No...
     –Por favor. Falta aún una hora y media para su actuación. Mientras van llegando sus músicos óigame. Ni siquiera me preste atención si no quiere. Yo tocaré mientras usted hace lo que tenga que hacer.
        Lo que tenía que hacer el director de la banda era descansar y concentrarse, fumar y quizá beber algo pensando en su soledad itinerante. El ansia del muchacho le hizo rememorar tiempos pasados; le enterneció y le decidió a apartar de su pensamiento la fundada sospecha de incompetencia y petulancia. Acaso no tocara muy mal del todo un jovencito que tenía tal desfachatez.
       –De acuerdo. Veamos qué sabes hacer.
      El muchacho tomó su saxo y atacó Body and Soul según la mítica versión de Coleman Bean Hawkins. La siguió respetuosamente durante unos pocos compases y en seguida la alteró a su aire, divagando con fraseos largos que se enredaban en arabescos poderosos. El maestro apreciaba las limitaciones técnicas del muchacho, pero estaba muy gratamente sorprendido por su fuerza y su decisión. En pasajes particularmente difíciles, en los que el joven se metía sin necesidad y de los que no podía salir airoso con su imperfecta técnica, sucumbía decididamente, sin pretender disimular. Se hundía hasta el final, soplando dolorosamente, gimiendo con la garganta e incluso babeando la embocadura. El resultado era impresionante. Ahí había pasión, había vida, lucha, coraje y fracaso. Esa forma de tocar contaba una historia, una gran historia llena de humanidad.