Tengo un mal recuerdo agazapado en mi interior desde hace cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Es un recuerdo de una situación ridícula y vergonzosa que viví, y que -qué puñetera es la memoria- no se me olvida. Se pasa meses o incluso algún año escondido, pero respira ahí dentro, y con cualquier asociación de ideas o de sentimientos sale de repente para volver a atormentarme.
Para colmo, después de todas estas décadas de paréntesis más o menos larvado, el protagonista de este episodio, mi acusador silencioso y tal vez involuntario, se ha vuelto a cruzar en mi camino y su presencia me llena de vergüenza.
Supongo que él se olvidaría de esto unos minutos (o tal vez unas horas) después de que ocurriera, allá por el año 1980, pero yo me imagino que no, que lo sigue guardando en su interior, que atesora un desprecio e incluso un odio (más que justificado) hacia mí y que muy pronto se vengará.
No quisiera dar muchas pistas, aunque por lo que digo tal vez alguien sea capaz de averiguar de quién voy a hablar. No tiene mayor importancia, porque soy yo y no él quien queda mal parado, pero aun así prefiero evitar mencionarlo por si le incomodara aún más.
En la escuela de arquitectura de Madrid teníamos en los primeros cursos unas asignaturas de dibujo de las que ya he hablado aquí alguna vez (dibujar el alma de las gallinas, pintar el miedo, pero también estatuas, ambiente y modelo desnudo; en definitiva dibujar y pintar bien, con expresividad y control).
Ya conté que esas asignaturas se me dieron mal y me costó aprobarlas. Por esa razón lo que para muchos era una ocupación divertida y muy agradable (y más si se la comparaba con el álgebra o con el cálculo diferencial) a mí se me hacía un calvario. Me gustaba mucho y me sigue gustando dibujar, pero ante los resultados y los comentarios de los profesores me sentía muy frustrado y muy decepcionado. (Sin embargo en álgebra y cálculo era muy competente).
Las aulas de dibujo eran muy grandes y estaban llenas de caballetes. Allí le dábamos sobre todo al carboncillo, a la sanguina, al pastel y a las témperas. Nos poníamos perdidos, como no podía ser de otra manera. Adjuntos a las aulas había unos grandes aseos-lavaderos con cabinas de inodoros y (más que lavabos) pilas llenas de chafarrinones de pintura donde nos lavábamos las manos y todos nuestros equipos.