Después de unos cuantos días soleados y coloridos, hoy hace una tarde gris, húmeda, tristona. Una tarde de perros, muy fea. Y yo también me siento raro, gris, tristón. Astenia primaveral y, como de costumbre, tristeza profesional. Hay veces en que uno se cansa ya de levantar la cabeza, de pelear contra molinos de viento o, peor, contra molinos inmateriales, imaginarios, delicuescentes.
Me intento analizar. Me pregunto qué me pasa y no sé responderme. Nada. Una tarde tonta, una tarde gris. "Una mala tarde la tiene cualquiera". Ganas de hacerme un ovillo, de desaparecer por un sumidero.
Mi madre siempre me ha contado (y yo lo recuerdo muy vagamente) que cuando yo tenía uno o dos años (venga, vale, tres o cuatro) y me daba una tristura, me abrazaba a una almohada o a un cojín, me metía un pulgar en la boca, que chupaba con fruición, y el otro pulgar lo metía en una esquina de la almohada o del cojín, que hundía y hundía.
Me intento analizar. Me pregunto qué me pasa y no sé responderme. Nada. Una tarde tonta, una tarde gris. "Una mala tarde la tiene cualquiera". Ganas de hacerme un ovillo, de desaparecer por un sumidero.
Mi madre siempre me ha contado (y yo lo recuerdo muy vagamente) que cuando yo tenía uno o dos años (venga, vale, tres o cuatro) y me daba una tristura, me abrazaba a una almohada o a un cojín, me metía un pulgar en la boca, que chupaba con fruición, y el otro pulgar lo metía en una esquina de la almohada o del cojín, que hundía y hundía.
Eso, al parecer, me producía un consuelo muy agradable. Y si sollozaba o hipaba en silencio, mejor. Me debía de quedar muy a gusto. Como digo, creo recordar esa sensación. No es el cabreo iracundo, la rabieta feroz. Es la pena suave, la nostalgia, la tristeza tonta en la que de algún modo uno se compadece de sí mismo con gusto morboso y se quiere mucho dentro de su pena.
No sé si me entendéis. Cada uno es como es, y no puedo pretender que seáis tan bobos y tan poco expeditivos como yo. Espero que no hayáis tenido nunca esa sensación que no conduce a nada ni sirve para nada.
El caso es que, si le quitamos el llanto y cierto grado de la sensación de desamparo, y dejamos ese sentimiento de tristeza en un grado muy menor, os confieso que a veces me sigue dando ese venazo. Pero ya no me agarro a un cojín, ni me chupo el dedo gordo: Me pongo a hojear libros.
Especialmente libros de arquitectura. (¡Qué frikis somos los arquitectos!). Amo la arquitectura, y eso me lleva a amar las películas en las que sale arquitectura, los sellos con arquitectura, las monedas, las canciones... todo. Y, naturalmente, sobre todo los libros.
Vistas parciales de las estanterías de mi estudio
Echo una ojeada a mis estanterías y me siento acompañado. Por supuesto que no me lanzo a por los ensayos, sino a por los libros que tienen buenas fotos. El consuelo ha de ser gráfico. Busco libros pornoarquitectónicos.
Mis libros de arquitectura no me hablan tanto de cómo trabajaba tal arquitecto o de cómo se desarrolló tal movimiento arquitectónico, como de cuándo los compré, qué me pasaba entonces, qué esperaba, etc. Mis libros de arquitectura me hablan de mí.
Algunos, entrañables, me recuerdan el poco dinero que yo tenía entonces. Cómo buscaba los más baratos, cómo esperaba meses hasta reunir el poco dinero que costaban y cómo los compraba finalmente, con esfuerzo, e inmediatamente con el arrepentimiento de haberme decidido por tal libro en vez de por tal otro. (Una sensación inacabable de haber elegido mal). Libros baratos (pero que entonces me parecían tan caros), que estudiaba y copiaba hasta exprimirlos.
De vez en cuando, un lujo especial, un verdadero desmadre y despiporre con el que destrozaba todos mis ahorros condensados y destilados de la paga paterna, lo que después se traducía en pasar varios fines de semana paseando con mi novia para arriba y para abajo, o (ay, Señor) dejándome invitar por ella, que tenía aún menos paga que yo.
Los libros de arquitectura son caros. Tienen muchas ilustraciones (aunque todas las de los que llevo dichos hasta ahora son en blanco y negro) y las tiradas no son precisamente las de una novela best seller. Recuerdo preguntar precios de ciertos libros en Publicaciones de la ETSAM o en el puesto de Cristina y llevarme las manos a la cabeza preguntándome si habría alguien en el mundo capaz de comprarlos. (Los futbolistas entonces no ganaban tanto como ahora, y los grandes financieros no salían en la tele presumiendo de sus beneficios y restregándoselos a la plebe).
Mis libros de arquitectura no me hablan tanto de cómo trabajaba tal arquitecto o de cómo se desarrolló tal movimiento arquitectónico, como de cuándo los compré, qué me pasaba entonces, qué esperaba, etc. Mis libros de arquitectura me hablan de mí.
Algunos, entrañables, me recuerdan el poco dinero que yo tenía entonces. Cómo buscaba los más baratos, cómo esperaba meses hasta reunir el poco dinero que costaban y cómo los compraba finalmente, con esfuerzo, e inmediatamente con el arrepentimiento de haberme decidido por tal libro en vez de por tal otro. (Una sensación inacabable de haber elegido mal). Libros baratos (pero que entonces me parecían tan caros), que estudiaba y copiaba hasta exprimirlos.
Mis libros de la colección Paperback, de Gustavo Gili.
Primeros años 80. El primero de todos fue el de Mies.
(Lo tengo acribillado. Y el de Corbu también).
De vez en cuando, un lujo especial, un verdadero desmadre y despiporre con el que destrozaba todos mis ahorros condensados y destilados de la paga paterna, lo que después se traducía en pasar varios fines de semana paseando con mi novia para arriba y para abajo, o (ay, Señor) dejándome invitar por ella, que tenía aún menos paga que yo.
Dos libros de lujo (del lujo que me podía permitir yo entonces).
Los libros de arquitectura son caros. Tienen muchas ilustraciones (aunque todas las de los que llevo dichos hasta ahora son en blanco y negro) y las tiradas no son precisamente las de una novela best seller. Recuerdo preguntar precios de ciertos libros en Publicaciones de la ETSAM o en el puesto de Cristina y llevarme las manos a la cabeza preguntándome si habría alguien en el mundo capaz de comprarlos. (Los futbolistas entonces no ganaban tanto como ahora, y los grandes financieros no salían en la tele presumiendo de sus beneficios y restregándoselos a la plebe).