Más que escribir de lo que entiendo, a veces me gusta hacerlo sobre lo que se me escapa, sobre lo que me produce perplejidad. A veces, el esfuerzo de plasmar mi desconcierto me ayuda a centrarme un poco. Por lo tanto, no esperéis explicaciones, certidumbres, aclaraciones. Tan solo os pido que os pasméis un momento como me pasmo yo. A veces hace falta pasmarse y no entender nada.
Hoy vamos a ver alguna cosa sobre un artista casi incomprensible y, tal vez por eso mismo, fascinante. Se trata del músico estadounidense John Cage.
John Cage admiraba sin reservas a Marcel Duchamp. Tanto que, por entrar en mayor intimidad con él, le pidió que le enseñara a jugar al ajedrez, cosa que no le interesaba en absoluto, pero a la que por entonces se dedicaba casi en exclusiva el maestro francés, ya completamente desinteresado del arte.
Se hicieron muy amigos, y hablaban de cosas intrascendentes y muy sencillas. Y a menudo ni eso: Se pasaban las tardes jugando al ajedrez sin hablar.
John Cage dijo simultáneamente de Duchamp dos cosas que parecerían contradictorias: Que era el mayor genio viviente y que era el hombre más aburrido del mundo. Pero para él no había contradicción en ello: Él aspiraba al aburrimiento. Aspiraba a revolucionar completamente el mundo occidental sin hacer nada. Era, seguramente, la única forma de aspirar a la revolución definitiva.
Después de hacer varios intentos de abrir la obra musical al espectador, de quitarle la armonía, la melodía, el "argumento", la tensión, etc, creando la música aleatoria y buscando el aburrimiento absoluto como potencialidad absoluta, John Cage vivió una experiencia fundamental.
Tuvo la oportunidad de visitar la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, con la pretensión de escuchar el silencio. Pero no pudo. Cuenta que escuchaba dos sonidos: uno alto, que al parecer era producido por su sistema nervioso, y otro bajo, que era su circulación sanguínea.
¿No os ha pasado que sumidos en un silencio absoluto oís un leve pitido en los oídos? A mí sí. Y si estoy en la cama oigo una especie de latido en la oreja apoyada en la almohada. (Estos no son los sonidos que dice Cage, pero yo os cuento los que oigo).
Bueno, pues eso fue determinante para que Cage compusiera su pieza más famosa: 4'33''. Se trata de una obra que dura cuatro minutos y treinta y tres segundos y transcurre en absoluto silencio.
(Lo que no entiendo es que tenga tres movimientos).
En la partitura se establece que la pieza puede ser tocada por cualquier conjunto de instrumentos. Menos mal. Ya puestos, yo habría definido cuántos violines, cuántos clarinetes, etc. Por hacerme el guay.
El director hace la señal de empezar, y, cronómetro en mano, deja transcurrir los 4'33''. Entonces señala el final.
¿Y el público aplaude? Yo creo que si es culto y muy cool sí. Si no, no se llegará al final. No creo que un público "normal" permita que la interpretación termine. Por lo menos en mi pueblo no me los imagino esperando durante cuatro minutos y medio a que pase algo. Y es que el quid de la cuestión es que no pasa nada. ¿O sí?
¿Habrá discos con esta obra? Seguro que sí. Me imagino las devoluciones en la caja del cortinglés:
-Señorita: Es que compré este CD y la pista tres está estropeada. No suena.
-¿A ver, caballero? [...] Pues tiene usted razón. ¿Quiere su dinero o prefiere que le dé otro disco?
-No, no. Deme otro. Tengo que escuchar este cuatro treintaytrés como sea, que me han dicho que es muy bueno.
¿Qué quiso hacer John Cage? ¿Era una burla, una broma? Al parecer no. Ya había hecho otras tentativas más tímidas con el silencio, pero esta fue definitiva.
viernes, 30 de marzo de 2012
lunes, 26 de marzo de 2012
Un finlandés en El Escorial (y II)
Alvar Aalto ya había estado en los toros. En Barcelona le habían llevado a la Monumental, y se lo había pasado muy bien. Por eso los madrileños pensaron que ya no tenía mucho sentido llevarle a Las Ventas. Ese objetivo ya estaba cubierto.
En realidad el finlandés no parecía estar dispuesto a que le llevaran a ningún sitio. Quería andorrear por Madrid a su aire y perderse él solo. Quería, como buen turista, hacer unas compras.
Fernando Chueca se ofreció amablemente a acompañarle y hacerle de intérprete, pero él mismo contó después que sentía que le había estorbado y que Alvar Aalto habría preferido estar solo y a sus anchas.
Al forastero no le interesaban ni los museos, ni los monumentos, ni los espacios urbanos de Madrid, sino solo los souvenirs y las chorradas que le gustarían a cualquier persona inculta y simplona; las españoladas más evidentes y descaradas. (¡Qué consternación! ¡Qué vergüenza!).
Entraron los dos arquitectos en la prestigiosa Casa de Linares. Alvar Aalto se volvió loco comprando peinetas y otros abalorios, y cuando descubrió las castañuelas se lanzó a por ellas: tocaba la madera, acariciaba su curvatura, por las caras cóncavas y las convexas, las chocaba para que sonaran y se las quedaba escuchando como si fueran diapasones. Finalmente se quedó con un par.
Fueron a la caja y el empelado se puso rojo. Avergonzado y tímido le dijo a Chueca que las castañuelas que había elegido el señor extranjero eran de profesional, las mejores que había, y costaban cuatrocientas cincuenta pesetas. Para llevarlas de recuerdo había muchas muy buenas, de entre quince y veinte pesetas.
Así se lo explicó Chueca a Aalto, para que este enmendara su involuntario y costosísimo error, pero el finlandés no solo no lo corrigió, sino que se puso muy contento. Eso demostraba que conocía la madera mejor que nadie. Amaba los materiales, y aunque no tenía ni idea de castañuelas había sabido elegir las mejores. Le entusiasmó ese halago a su ojo clínico, que había despreciado las castañuelas de veinte pesetas para turistas y había ido derecho a las de cuatrocientas cincuenta, a las de verdad.
La cuenta total ascendía a seiscientas pesetas, que el finlandés pagó encantado.
Tras este éxito de experto flamencólogo, fue a comprar unos pendientes para su hija y un corte de tela de gabardina para él.
Finalmente, Aalto y Chueca terminaron en el bar del Hotel Palace, tomando unas copas. Charlaron animadamente, y el madrileño sintió un vivo afecto por el finlandés (más vivo a cada nuevo whisky). No acabaron cantando el Asturiaspatriaquerida porque Alvar Aalto no se la sabía.
Se despidieron afectuosamente. Chueca echó a andar por la Carrera de San Jerónimo, y Aalto, ya solo, ya libre de anfitriones pesados, fue al mostrador de recepción.
-Per favó. Io Finlandia. Io tablao flamenco. -Sacó las castañuelas-. Io tacatacatatá ¡y olé!
-¡Cómo no, caballero! Aquí mismo, muy cerca...
El gran arquitecto finlandés fue por fin libre, en la noche de Madrid. Tacatacatatá ¡y olé!
Otro de los momentos memorables de la visita de Aalto a Madrid tuvo lugar en la casa de Luis Gutiérrez Soto.
Aalto y Moragas en la plaza de toros de Barcelona. 1951
Fotografía cortesía de Santiago de Molina, amable seguidor de este blog.
En realidad el finlandés no parecía estar dispuesto a que le llevaran a ningún sitio. Quería andorrear por Madrid a su aire y perderse él solo. Quería, como buen turista, hacer unas compras.
Fernando Chueca se ofreció amablemente a acompañarle y hacerle de intérprete, pero él mismo contó después que sentía que le había estorbado y que Alvar Aalto habría preferido estar solo y a sus anchas.
Al forastero no le interesaban ni los museos, ni los monumentos, ni los espacios urbanos de Madrid, sino solo los souvenirs y las chorradas que le gustarían a cualquier persona inculta y simplona; las españoladas más evidentes y descaradas. (¡Qué consternación! ¡Qué vergüenza!).
Entraron los dos arquitectos en la prestigiosa Casa de Linares. Alvar Aalto se volvió loco comprando peinetas y otros abalorios, y cuando descubrió las castañuelas se lanzó a por ellas: tocaba la madera, acariciaba su curvatura, por las caras cóncavas y las convexas, las chocaba para que sonaran y se las quedaba escuchando como si fueran diapasones. Finalmente se quedó con un par.
Fueron a la caja y el empelado se puso rojo. Avergonzado y tímido le dijo a Chueca que las castañuelas que había elegido el señor extranjero eran de profesional, las mejores que había, y costaban cuatrocientas cincuenta pesetas. Para llevarlas de recuerdo había muchas muy buenas, de entre quince y veinte pesetas.
Así se lo explicó Chueca a Aalto, para que este enmendara su involuntario y costosísimo error, pero el finlandés no solo no lo corrigió, sino que se puso muy contento. Eso demostraba que conocía la madera mejor que nadie. Amaba los materiales, y aunque no tenía ni idea de castañuelas había sabido elegir las mejores. Le entusiasmó ese halago a su ojo clínico, que había despreciado las castañuelas de veinte pesetas para turistas y había ido derecho a las de cuatrocientas cincuenta, a las de verdad.
La cuenta total ascendía a seiscientas pesetas, que el finlandés pagó encantado.
Tras este éxito de experto flamencólogo, fue a comprar unos pendientes para su hija y un corte de tela de gabardina para él.
Finalmente, Aalto y Chueca terminaron en el bar del Hotel Palace, tomando unas copas. Charlaron animadamente, y el madrileño sintió un vivo afecto por el finlandés (más vivo a cada nuevo whisky). No acabaron cantando el Asturiaspatriaquerida porque Alvar Aalto no se la sabía.
Se despidieron afectuosamente. Chueca echó a andar por la Carrera de San Jerónimo, y Aalto, ya solo, ya libre de anfitriones pesados, fue al mostrador de recepción.
-Per favó. Io Finlandia. Io tablao flamenco. -Sacó las castañuelas-. Io tacatacatatá ¡y olé!
-¡Cómo no, caballero! Aquí mismo, muy cerca...
El gran arquitecto finlandés fue por fin libre, en la noche de Madrid. Tacatacatatá ¡y olé!
Este cartel es una invención-chorrada mía.
En 1951 aún no existía eso de que pusieran tu nombre en un cartel,
pero de haber existido, seguramente Aalto se lo habría puesto.
Otro de los momentos memorables de la visita de Aalto a Madrid tuvo lugar en la casa de Luis Gutiérrez Soto.
sábado, 17 de marzo de 2012
Un finlandés en El Escorial (I)
He conocido la disparatada historia de un viaje de Alvar Aalto a Madrid, gracias a Eduardo Delgado Orusco y (una vez más) a Juan Daniel Fullaondo. La interpretaré muy libremente, a mi manera. No esperéis una gran fidelidad histórica. O sí. Tal vez esta delirante narración sea absolutamente cierta. Tal vez haya restituido lo que la exquisita educación de los narradores había corregido y omitido.
En el invierno de 1951 el Colegio de Arquitectos de Cataluña invitó a Alvar Aalto a dar dos conferencias en Barcelona y, como la rivalidad entre Barça y Madrid no es de ahora, Carlos de Miguel -director de la Revista Nacional de Arquitectura, del Colegio de Arquitectos de Madrid, (y coautor de la magnífica tribuna del Estadio de San Mamés)- corrió a invitarle también.
Alvar Aalto llegó a Madrid y se encontró a unos cuantos arquitectos calvos y con bigotito. (Carlos de Miguel, Alejandro de la Sota, Luis Gutiérrez Soto, Miguel Fisac, etc), que le estrecharon la mano, le metieron en un coche y le llevaron a El Escorial.
En Madrid era costumbre: A cada arquitecto extranjero que venía (Le Corbusier, Van Doesburg...) se le llevaba a El Escorial, para que aprendiera lo que valía un peine. El Escorial era la esencia de España y la cumbre de la arquitectura.
Fueron en varios automóviles, en una loca carrera por las carreteras adoquinadas de la España de los cincuenta. A veces llegaban a los ochenta kilómetros por hora, un disparate, y los ocupantes saltaban en los asientos y perdían sus sombreros.
Alvar Aalto estaba fascinado, disfrutando de cada curva de la carretera, que trepaba trabajosamente por la sierra. Celebraba las formaciones graníticas como un niño. Daba suspiros o jadeos de admiración. Al pasar cerca de Galapagar pidió por favor que pararan. El conductor, naturalmente, obedeció, y los demás coches hicieron lo mismo. El finlandés se apeó, sacó un cuaderno y se puso a dibujar una casucha con gran pasión.
Los allí presentes eran todos arquitectos, y todos dibujaban muy bien (algunos extraordinariamente bien). Se sintieron un poco violentos ante el entusiasmo gráfico de ese arquitecto de fama mundial. El boceto era corrientucho, de una casa corrientucha. Vaya decepción.
El forastero, completamente ajeno al sentir de sus anfitriones, terminó el croquis esbozando una higuera que asomaba al fondo, a la izquierda. Pero no se contentó con esto para guardar el cuaderno y ordenar que siguiera la excursión, sino que, por el contrario, invadió la propiedad para llegar hasta aquella higuera. Y toda la comitiva le siguió.
-Vaya compromiso en el que nos está metiendo este señor.
-Verás como salgan los dueños.
-No te preocupes. Les explicamos el caso y les damos un duro por las molestias.
Alvar Aalto, a lo suyo, se puso a emborronar la higuera.
Y, ya puestos, se enfrascó en el detalle de unos higos que brotaban de una rama.
Y hasta firmó el dibujo. Seguramente esperaba que alguno de los arquitectos españoles se lo pidiera. Él ya estaba dispuesto a regalarlo. Pero nadie dijo nada.
Así que, finalmente, Don Alvar guardó el cuaderno.
-¡Hala, a los coches!
-¡Venga, que ya estamos al lado!
En el invierno de 1951 el Colegio de Arquitectos de Cataluña invitó a Alvar Aalto a dar dos conferencias en Barcelona y, como la rivalidad entre Barça y Madrid no es de ahora, Carlos de Miguel -director de la Revista Nacional de Arquitectura, del Colegio de Arquitectos de Madrid, (y coautor de la magnífica tribuna del Estadio de San Mamés)- corrió a invitarle también.
Alvar Aalto llegó a Madrid y se encontró a unos cuantos arquitectos calvos y con bigotito. (Carlos de Miguel, Alejandro de la Sota, Luis Gutiérrez Soto, Miguel Fisac, etc), que le estrecharon la mano, le metieron en un coche y le llevaron a El Escorial.
En Madrid era costumbre: A cada arquitecto extranjero que venía (Le Corbusier, Van Doesburg...) se le llevaba a El Escorial, para que aprendiera lo que valía un peine. El Escorial era la esencia de España y la cumbre de la arquitectura.
Fueron en varios automóviles, en una loca carrera por las carreteras adoquinadas de la España de los cincuenta. A veces llegaban a los ochenta kilómetros por hora, un disparate, y los ocupantes saltaban en los asientos y perdían sus sombreros.
Alvar Aalto estaba fascinado, disfrutando de cada curva de la carretera, que trepaba trabajosamente por la sierra. Celebraba las formaciones graníticas como un niño. Daba suspiros o jadeos de admiración. Al pasar cerca de Galapagar pidió por favor que pararan. El conductor, naturalmente, obedeció, y los demás coches hicieron lo mismo. El finlandés se apeó, sacó un cuaderno y se puso a dibujar una casucha con gran pasión.
Los allí presentes eran todos arquitectos, y todos dibujaban muy bien (algunos extraordinariamente bien). Se sintieron un poco violentos ante el entusiasmo gráfico de ese arquitecto de fama mundial. El boceto era corrientucho, de una casa corrientucha. Vaya decepción.
El forastero, completamente ajeno al sentir de sus anfitriones, terminó el croquis esbozando una higuera que asomaba al fondo, a la izquierda. Pero no se contentó con esto para guardar el cuaderno y ordenar que siguiera la excursión, sino que, por el contrario, invadió la propiedad para llegar hasta aquella higuera. Y toda la comitiva le siguió.
-Vaya compromiso en el que nos está metiendo este señor.
-Verás como salgan los dueños.
-No te preocupes. Les explicamos el caso y les damos un duro por las molestias.
Alvar Aalto, a lo suyo, se puso a emborronar la higuera.
Y, ya puestos, se enfrascó en el detalle de unos higos que brotaban de una rama.
Y hasta firmó el dibujo. Seguramente esperaba que alguno de los arquitectos españoles se lo pidiera. Él ya estaba dispuesto a regalarlo. Pero nadie dijo nada.
Así que, finalmente, Don Alvar guardó el cuaderno.
-¡Hala, a los coches!
-¡Venga, que ya estamos al lado!
lunes, 12 de marzo de 2012
Cochino dinero
El locutor de radio y comentarista político conservador Rush Limbaugh (a quien solo conozco porque salió en un episodio de Padre de Familia) llamó prostituta a una estudiante universitaria por haber pedido un seguro de salud que incluyera métodos anticonceptivos.
Montó un pollo considerable; tanto que el mismo Obama le pidió que se retractase. Limbaugh no solo no pidió disculpas, sino que se reafirmó con un chascarrillo tan elegante como cabría esperar: "Si todos los contribuyentes vamos a pagar con nuestro dinero para que esa chica folle gratis, tendremos que pedirle algo a cambio: Por ejemplo que lo grabe en vídeo y lo cuelgue en la red". (Echo de menos a Torrente).
El hacedor de opinión se quedó tan ancho. Se sentía perfecto, inamovible y triunfador. Veía que el desplante al presidente le iba a hacer ascender aún más puestos en el ranking de los teapartianos y le daría un marchamo de aquíestoyyo, de amíconesas y de bóquépasssa. Obama le había puesto el lucimiento a huevo.
Pero entonces, contra todo pronóstico, los anunciantes y patrocinadores de su programa se retiraron muy enfadados, y Limbaugh se quedó con el culo al aire. Su altivez se diluyó súbitamente, y pidió disculpas.
Me parece muy interesante que lo que no consigue una llamada al orden, a la reflexión, a la piedad, etc, lo consiga la pérdida de ingresos. Me parece tan digno de interés como de asco que nada se pueda con razones, con inteligencia, con diálogo, y que todo se pueda con la pasta. Cochino dinero.
No comparto la ideología de Limbaugh, pero si él cree honradamente (aparte de chistecitos impresentables) que los contribuyentes no deben sufragar anticonceptivos, que lo defienda con argumentos. Sin embargo, ante la perspectiva de perder pasta la única salida que encuentra es bajarse los pantalones y pedir perdón.
No hay ideología, no hay razones, no hay opiniones. Solo hay dinero.
Por la misma razón, ahora todo el mundo se ha caído del guindo con la arquitectura. Ahora, como no hay pasta, todos saben de arquitectura para odiarla, para echarle la culpa de todo. Es la causante de que estemos como estamos, de que no haya dinero para fines sociales, ni trabajo, ni expectativas, ni nada. Pues vaya. Menuda responsabilidad la de los arquitectos, que han dejado sin sillas de ruedas los hospitales, sin tizas los colegios y ya, si me apuráis, casi sin leche los senos maternos.
Ayer El Follonero dedicó su programa Salvados a criticar los dispendios de la arquitectura disparatada de nuestra pasada época de esplendor, hoy ya prácticamente olvidada en el lodazal de esta miserable roña que nos come. Ese reportaje se une al de hace unos meses de La 2, Se acabó la fiesta.
Ahora ya sí. Ahora ya todo el mundo puede poner a parir a Calatrava, a Moneo, a Norman Foster, a Isozaki, a Niemeyer, a Eisenman, a Nouvel... Pues ahora a mí no me da la gana.
Montó un pollo considerable; tanto que el mismo Obama le pidió que se retractase. Limbaugh no solo no pidió disculpas, sino que se reafirmó con un chascarrillo tan elegante como cabría esperar: "Si todos los contribuyentes vamos a pagar con nuestro dinero para que esa chica folle gratis, tendremos que pedirle algo a cambio: Por ejemplo que lo grabe en vídeo y lo cuelgue en la red". (Echo de menos a Torrente).
El hacedor de opinión se quedó tan ancho. Se sentía perfecto, inamovible y triunfador. Veía que el desplante al presidente le iba a hacer ascender aún más puestos en el ranking de los teapartianos y le daría un marchamo de aquíestoyyo, de amíconesas y de bóquépasssa. Obama le había puesto el lucimiento a huevo.
Pero entonces, contra todo pronóstico, los anunciantes y patrocinadores de su programa se retiraron muy enfadados, y Limbaugh se quedó con el culo al aire. Su altivez se diluyó súbitamente, y pidió disculpas.
Me parece muy interesante que lo que no consigue una llamada al orden, a la reflexión, a la piedad, etc, lo consiga la pérdida de ingresos. Me parece tan digno de interés como de asco que nada se pueda con razones, con inteligencia, con diálogo, y que todo se pueda con la pasta. Cochino dinero.
No comparto la ideología de Limbaugh, pero si él cree honradamente (aparte de chistecitos impresentables) que los contribuyentes no deben sufragar anticonceptivos, que lo defienda con argumentos. Sin embargo, ante la perspectiva de perder pasta la única salida que encuentra es bajarse los pantalones y pedir perdón.
No hay ideología, no hay razones, no hay opiniones. Solo hay dinero.
Por la misma razón, ahora todo el mundo se ha caído del guindo con la arquitectura. Ahora, como no hay pasta, todos saben de arquitectura para odiarla, para echarle la culpa de todo. Es la causante de que estemos como estamos, de que no haya dinero para fines sociales, ni trabajo, ni expectativas, ni nada. Pues vaya. Menuda responsabilidad la de los arquitectos, que han dejado sin sillas de ruedas los hospitales, sin tizas los colegios y ya, si me apuráis, casi sin leche los senos maternos.
Ayer El Follonero dedicó su programa Salvados a criticar los dispendios de la arquitectura disparatada de nuestra pasada época de esplendor, hoy ya prácticamente olvidada en el lodazal de esta miserable roña que nos come. Ese reportaje se une al de hace unos meses de La 2, Se acabó la fiesta.
Ahora ya sí. Ahora ya todo el mundo puede poner a parir a Calatrava, a Moneo, a Norman Foster, a Isozaki, a Niemeyer, a Eisenman, a Nouvel... Pues ahora a mí no me da la gana.
jueves, 8 de marzo de 2012
Construir
Estoy construyendo una casa. Esta, y una pequeñísima nave, es lo único que me queda ahora, tras años de frenesí.
Construir una casa: En aquella penúltima etapa de mi vida hacía tantas que casi se me había olvidado lo que significaba.
Es magia. Independientemente de la mayor o menor calidad arquitectónica, es un milagro. Se toman los planteamientos funcionales, los gustos, las necesidades, los caprichos, etc, del cliente y se cruzan con la forma del solar, la ordenanza, la normativa técnica, e, inevitablemente, también con los gustos, las necesidades, los caprichos, etc, del arquitecto. (El arquitecto se dice a sí mismo que no debe meter sus gustos en este cóctel, pero no puede evitarlo).
De ese revuelto salen cosas a medias: Lo que se ha pensado como solución de un problema agrava otro diferente. Hay momentos en que no se ve ninguna solución. Hay días en que todo sale mal.
Sin embargo, siempre, siempre, se acaba resolviendo (mejor o peor) el proyecto. Las cosas encajan más o menos como se quería y todo cuadra (más o menos, ya digo).
Y, con todo ello, el proyecto no es la arquitectura. El proyecto es una declaración de intenciones, que intenta prever los problemas y las soluciones, pero que no está preparado para todo lo que viene.
Y lo que viene es lo bueno. La arquitectura en papel no es arquitectura. La arquitectura hay que construirla. En papel se pueden dibujar muchas cosas, pero hay que hacerlas realidad, mojarse, pringarse. Ahí empieza la arquitectura. Ahí está la arquitectura.
Comienza la obra y al arquitecto, para empezar, le dan un juguetito que vale mucho dinero. Excavadoras, camiones, encofrados, y, sobre todo, muchas personas, están pendientes de lo que sugieras, de lo que aportes, de lo que indiques. (Menos mal que la mayoría de las veces son gente muy profesional y son ellos los que te sugieren, te aportan, te indican).
Sale una cueva inesperada, un imprevisto del tipo que sea o un aspecto que no se pensó en el proyecto, y hay que tomar una decisión. Y allí, en la obra, tienes que aparentar una seguridad que estás lejos de tener. Con todo, das una solución. No sabes si es la mejor, pero es una solución. Y con ella tiran para alante.
Y en casa (sobre todo de noche, sobre todo de madrugada) tienes la certeza absoluta de que esa solución "A" que has dado es mala, y que habría que haber hecho la "B".
(Una cosa es segura: Si hubieras decidido la "B", esa madrugada te habrías despertado igualmente con la certeza absoluta de que la decisión había sido mala y que tendrías que haber tomado la "A". Eso es así siempre, y no tiene remedio).
Y te vas por la mañana temprano a la obra, a ver si llegas a tiempo de contradecirte, pero ya han hormigonado.
De todas formas, la obra sigue progresando, y se termina, y queda ahí, y casi siempre bien. Y uno no se explica cómo ha sido posible.
El afán de construir, la fuerza de construir, el orgullo de construir. Qué placer.
Decía Mies van der Rohe que la arquitectura empezaba cuando se colocaba un ladrillo con esmero, y decía un amigo mío que nunca había experimentado mayor placer (con los pantalones puestos) que cuando un muro o un tabique (o lo que fuera) iban por donde él había pensado cuando los dibujaba. Ver a un albañil hacer lo que uno previó, o a un cerrajero soldar las piezas que uno imaginó, es una sensación indescriptible.
En la época excesiva, llevaba en la guantera del coche una esponja limpiazapatos, para quitarles el polvo y darles algún brillo cuando volvía de las obras. Ayer, viniendo de mi obra, miraba orgulloso mis zapatos sucios. Pero ya me quedo sin obras. Qué mono presiento, qué nostalgia anticipada. Cuando tenga los zapatos inevitablemente limpios llevaré en la guantera del coche una bolsita de polvo, para echarme un poco, por lo menos en las punteras, y sentirme a gusto.
Construir una casa: En aquella penúltima etapa de mi vida hacía tantas que casi se me había olvidado lo que significaba.
Es magia. Independientemente de la mayor o menor calidad arquitectónica, es un milagro. Se toman los planteamientos funcionales, los gustos, las necesidades, los caprichos, etc, del cliente y se cruzan con la forma del solar, la ordenanza, la normativa técnica, e, inevitablemente, también con los gustos, las necesidades, los caprichos, etc, del arquitecto. (El arquitecto se dice a sí mismo que no debe meter sus gustos en este cóctel, pero no puede evitarlo).
De ese revuelto salen cosas a medias: Lo que se ha pensado como solución de un problema agrava otro diferente. Hay momentos en que no se ve ninguna solución. Hay días en que todo sale mal.
Sin embargo, siempre, siempre, se acaba resolviendo (mejor o peor) el proyecto. Las cosas encajan más o menos como se quería y todo cuadra (más o menos, ya digo).
Y, con todo ello, el proyecto no es la arquitectura. El proyecto es una declaración de intenciones, que intenta prever los problemas y las soluciones, pero que no está preparado para todo lo que viene.
Y lo que viene es lo bueno. La arquitectura en papel no es arquitectura. La arquitectura hay que construirla. En papel se pueden dibujar muchas cosas, pero hay que hacerlas realidad, mojarse, pringarse. Ahí empieza la arquitectura. Ahí está la arquitectura.
Comienza la obra y al arquitecto, para empezar, le dan un juguetito que vale mucho dinero. Excavadoras, camiones, encofrados, y, sobre todo, muchas personas, están pendientes de lo que sugieras, de lo que aportes, de lo que indiques. (Menos mal que la mayoría de las veces son gente muy profesional y son ellos los que te sugieren, te aportan, te indican).
Sale una cueva inesperada, un imprevisto del tipo que sea o un aspecto que no se pensó en el proyecto, y hay que tomar una decisión. Y allí, en la obra, tienes que aparentar una seguridad que estás lejos de tener. Con todo, das una solución. No sabes si es la mejor, pero es una solución. Y con ella tiran para alante.
Y en casa (sobre todo de noche, sobre todo de madrugada) tienes la certeza absoluta de que esa solución "A" que has dado es mala, y que habría que haber hecho la "B".
(Una cosa es segura: Si hubieras decidido la "B", esa madrugada te habrías despertado igualmente con la certeza absoluta de que la decisión había sido mala y que tendrías que haber tomado la "A". Eso es así siempre, y no tiene remedio).
Y te vas por la mañana temprano a la obra, a ver si llegas a tiempo de contradecirte, pero ya han hormigonado.
De todas formas, la obra sigue progresando, y se termina, y queda ahí, y casi siempre bien. Y uno no se explica cómo ha sido posible.
El afán de construir, la fuerza de construir, el orgullo de construir. Qué placer.
Decía Mies van der Rohe que la arquitectura empezaba cuando se colocaba un ladrillo con esmero, y decía un amigo mío que nunca había experimentado mayor placer (con los pantalones puestos) que cuando un muro o un tabique (o lo que fuera) iban por donde él había pensado cuando los dibujaba. Ver a un albañil hacer lo que uno previó, o a un cerrajero soldar las piezas que uno imaginó, es una sensación indescriptible.
En la época excesiva, llevaba en la guantera del coche una esponja limpiazapatos, para quitarles el polvo y darles algún brillo cuando volvía de las obras. Ayer, viniendo de mi obra, miraba orgulloso mis zapatos sucios. Pero ya me quedo sin obras. Qué mono presiento, qué nostalgia anticipada. Cuando tenga los zapatos inevitablemente limpios llevaré en la guantera del coche una bolsita de polvo, para echarme un poco, por lo menos en las punteras, y sentirme a gusto.
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