Montó un pollo considerable; tanto que el mismo Obama le pidió que se retractase. Limbaugh no solo no pidió disculpas, sino que se reafirmó con un chascarrillo tan elegante como cabría esperar: "Si todos los contribuyentes vamos a pagar con nuestro dinero para que esa chica folle gratis, tendremos que pedirle algo a cambio: Por ejemplo que lo grabe en vídeo y lo cuelgue en la red". (Echo de menos a Torrente).
El hacedor de opinión se quedó tan ancho. Se sentía perfecto, inamovible y triunfador. Veía que el desplante al presidente le iba a hacer ascender aún más puestos en el ranking de los teapartianos y le daría un marchamo de aquíestoyyo, de amíconesas y de bóquépasssa. Obama le había puesto el lucimiento a huevo.
Pero entonces, contra todo pronóstico, los anunciantes y patrocinadores de su programa se retiraron muy enfadados, y Limbaugh se quedó con el culo al aire. Su altivez se diluyó súbitamente, y pidió disculpas.
Me parece muy interesante que lo que no consigue una llamada al orden, a la reflexión, a la piedad, etc, lo consiga la pérdida de ingresos. Me parece tan digno de interés como de asco que nada se pueda con razones, con inteligencia, con diálogo, y que todo se pueda con la pasta. Cochino dinero.
No comparto la ideología de Limbaugh, pero si él cree honradamente (aparte de chistecitos impresentables) que los contribuyentes no deben sufragar anticonceptivos, que lo defienda con argumentos. Sin embargo, ante la perspectiva de perder pasta la única salida que encuentra es bajarse los pantalones y pedir perdón.
No hay ideología, no hay razones, no hay opiniones. Solo hay dinero.
Por la misma razón, ahora todo el mundo se ha caído del guindo con la arquitectura. Ahora, como no hay pasta, todos saben de arquitectura para odiarla, para echarle la culpa de todo. Es la causante de que estemos como estamos, de que no haya dinero para fines sociales, ni trabajo, ni expectativas, ni nada. Pues vaya. Menuda responsabilidad la de los arquitectos, que han dejado sin sillas de ruedas los hospitales, sin tizas los colegios y ya, si me apuráis, casi sin leche los senos maternos.
Ayer El Follonero dedicó su programa Salvados a criticar los dispendios de la arquitectura disparatada de nuestra pasada época de esplendor, hoy ya prácticamente olvidada en el lodazal de esta miserable roña que nos come. Ese reportaje se une al de hace unos meses de La 2, Se acabó la fiesta.
Ahora ya sí. Ahora ya todo el mundo puede poner a parir a Calatrava, a Moneo, a Norman Foster, a Isozaki, a Niemeyer, a Eisenman, a Nouvel... Pues ahora a mí no me da la gana.
Hay mucha gente que corre siempre, incansable, en socorro del vencedor. Es la misma que pisotea y escupe al perdedor, y que asegura haberle odiado "de toda la vida". Me dan bastante repugnancia. Es mucho más sano nadar contra corriente. Mucho mejor para la ventilación mental.
No insistiré en mis críticas a esos arquitectos estrella. Y, además, no las quiero hacer ahora que es tan fácil.
Esos arquitectos tienen mucha culpa de que los presupuestos de sus obras se tripliquen, sí, pero no tienen ninguna de que los encargos hayan sido tan disparatados.
Ahora es muy fácil ir a cualquiera de esos edificios y preguntar cuánto ha costado cada grifo, cada baldosa y cada picaporte, y después irse a la heroica biblioteca de una aldea y constatar que no hay calefacción, y que tampoco hay ningún libro editado después de 2009.
No quiero renegar de la gran arquitectura porque no puedo renegar de las catedrales góticas, de Santa María del Fiore, de la Ópera de Sydney, del desafío valiente al entendimiento humano y a la ley de la gravedad. Me fascinan, me llenan de admiración, me elevan. Ahí está, la gran arquitectura, viendo pasar el tiempo.
La mala arquitectura lo es por otros motivos (y gran parte de esta que tanto se critica es muy mala). Deberíamos ser capaces de intentar afrontar una crítica arquitectónica, que es otra cosa muy diferente a echar la culpa a estos bodrios de que en las bibliotecas de los pueblos ya no se puedan comprar más libros. Deberíamos saber criticar en términos arquitectónicos.
Porque, si seguimos por este camino, toda arquitectura es mala. ¿Cómo defender un teatro si faltan vacunas? ¿Cómo aplaudir un museo si queda tanto por hacer en atención a los ancianos? Una sociedad tendría que ser capaz de dar todos esos servicios, claro que sí, pero también de poner cien millones de euros a disposición de un arquitecto para que haga un edificio útil, optimista, feliz, sin pedirle otra cosa más que que sea un buen edificio y que la obra acabe costando ciento siete millones a lo sumo, pero no trescientos. (Que también es parte de lo que se denuncia en estos vídeos, y ahí estoy de acuerdo, aunque habría mucho que hablar sobre la corrompida forma en que se establecen los presupuestos previos).
En definitiva, la crítica a la arquitectura es como la crítica a la honorabilidad de la estudiante del principio: Se la llama prostituta por dinero, y por dinero se la llama hermosa, dignísima y santa. Y seguimos tan anchos.
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