Por aquí cuando un niño pequeño está hostigoso y protestón, incómodo, aburrido (y encima con este calor) y se le ve que quiere liarla, se dice que tiene ganitas de tema. Eso me parece que tengo en estos momentos (será el calor), porque he hecho un comentario rápido y un poco provocativo en Twitter, he recibido rápidamente unas cuantas respuestas que no me dan la razón en absoluto y, en vez de dejarlo y olvidarme del asunto, o de reorientarlo drásticamente, insisto trayéndolo aquí para desarrollarlo más extensamente, ponerme aún más claramente en ridículo, e invitaros a que me manifestéis también vuestro desacuerdo y me bajéis aún dos o tres peldaños más en vuestra escala de apreciación.
Que conste que ni porfío por tener razón ni pretendo convenceros de nada, pero este blog es muy bueno para mi equilibrio mental y mi paz interior, y mi psicólogo me dice que lo cuente todo y me desahogue, así que allá voy. Tomadlo como una opinión, que intentaré explicar, pero que ni mucho menos pretende ser la verdad ni haceros verla.
Otro opinador, seguramente tan infundado como yo, pero con infinito mayor talento e infinita mayor intuición, Le Corbusier, estuvo por primera vez en Barcelona en 1928, apenas dos años después de la muerte de Gaudí, y quedó impresionado con la potencia espacial, estructural y plástica del arquitecto catalán ("una fuerza, una fe y una capacidad técnica extraordinarias"), pero indignado por la ridícula decoración de sus obras. De la Sagrada Familia dijo: "¡Hay que descubrirse ante esta maravilla constructiva! Es de lamentar, sin embargo, que el sentido decorativo ahogue el razonamiento matemático. Hay un contrasentido extraño en la obra de este genio".
Pero a los pies del templo encontró por fin la obra para él perfecta de Gaudí: las humildes escuelas. Porque no tenían decoración y porque con un gesto amplio y lúcido resolvían la forma, la función, el espacio y la estructura.