Me ha llamado un posible cliente porque le ha dado mi teléfono otro que tuve hace un par de años y a quien le hice una chorrada.
Me ha dicho que quería abrir una tienda en un pueblo que me queda lejitos, y que en el ayuntamiento le han dicho que tiene que presentar una memoria técnica.
Le he preguntado por la superficie aproximada del local (50 m2) y si tenía que hacer obra. No; no tiene que hacer nada. El local ya está acondicionado y hasta hace un año fue una frutería. Antes fue una papelería. La cosa consiste en instalarse según está (si acaso pintar) y abrir.
En vista de que me ha recomendado un cliente (razonablemente) satisfecho a quien le hice algo parecido (se está convirtiendo en mi especialidad), que seguramente le habrá dicho a su amigo lo que le cobré, y que es un trabajo sencillo, accedo a aventurar por teléfono un presupuesto aproximado (no lo hagáis nunca) que incluye ir hasta aquel pueblo más bien lejano, examinar el local, medirlo, hacer un planito de planta y una memoria descriptiva y justificativa.
Le advierto que esa cantidad que le estoy diciendo es estimada y previa, solo para que se vaya haciendo una idea, y que se la diré con exactitud cuando vea el local. (A veces esas cositas tan sencillitas son un laberinto con veinte ringorrangos y ocho niveles diferentes. Pero, por otra parte, si es verdaderamente sencilla puedo rebajar algo).
El pobre hombre resopla. Me dice que me ajuste todo lo que pueda; que me apriete.
Insiste en que el local ya ha estado funcionando tal cual, y que ha tenido todo tipo de licencias, permisos y bendiciones, y me pregunta indignado que a santo de qué le piden ahora este SACACUARRRTOS.
Solo por el desahogo que le ha producido pronunciar esa palabra, y pronunciarla así (SA - CA - CUARRR - TOS), y por lo a gusto que se ha quedado al decirla, ya le va a merecer la pena encargarme y pagarme la maldita memoria.
Lo entiendo perfectamente, y me quedo pensando: ¿En esto ha quedado mi vida? ¿En que me encarguen cosas a la fuerza, pataleando y rabiando? ¿En hacer cosas que no sirven para nada? ¿En hacerles cosas a la fuerza a mis clientes? ¿Para eso he quedado? ¿A eso me he consagrado?
Hacer papeles absurdos que no necesitan para nada, que solo me piden porque se los exige el ayuntamiento, que tampoco los necesita para nada más que para tener una firma archivada por si acaso.
En vista de que me ha recomendado un cliente (razonablemente) satisfecho a quien le hice algo parecido (se está convirtiendo en mi especialidad), que seguramente le habrá dicho a su amigo lo que le cobré, y que es un trabajo sencillo, accedo a aventurar por teléfono un presupuesto aproximado (no lo hagáis nunca) que incluye ir hasta aquel pueblo más bien lejano, examinar el local, medirlo, hacer un planito de planta y una memoria descriptiva y justificativa.
Le advierto que esa cantidad que le estoy diciendo es estimada y previa, solo para que se vaya haciendo una idea, y que se la diré con exactitud cuando vea el local. (A veces esas cositas tan sencillitas son un laberinto con veinte ringorrangos y ocho niveles diferentes. Pero, por otra parte, si es verdaderamente sencilla puedo rebajar algo).
El pobre hombre resopla. Me dice que me ajuste todo lo que pueda; que me apriete.
Insiste en que el local ya ha estado funcionando tal cual, y que ha tenido todo tipo de licencias, permisos y bendiciones, y me pregunta indignado que a santo de qué le piden ahora este SACACUARRRTOS.
Solo por el desahogo que le ha producido pronunciar esa palabra, y pronunciarla así (SA - CA - CUARRR - TOS), y por lo a gusto que se ha quedado al decirla, ya le va a merecer la pena encargarme y pagarme la maldita memoria.
Lo entiendo perfectamente, y me quedo pensando: ¿En esto ha quedado mi vida? ¿En que me encarguen cosas a la fuerza, pataleando y rabiando? ¿En hacer cosas que no sirven para nada? ¿En hacerles cosas a la fuerza a mis clientes? ¿Para eso he quedado? ¿A eso me he consagrado?
Saul Steinberg, Diploma, 1950(1)