(Continuación de "No te mueras" y "sin ir")
Por fin marchamos hacia Ronchamp. El día seguía lluvioso, como los anteriores, pero de vez en cuando amainaba. Además, una vez pasada la frontera en Basilea parecía que definitivamente nos íbamos a salvar. De vez en cuando tenía que dar los limpiaparabrisas del coche, pero a poca velocidad y poco tiempo.
El viaje no tuvo nada digno de mención (excepto mi ininterrumpida sensación de que llevaba a mi familia a lo que iba a ser una epifanía para mí y un día incluso fastidioso para ella. Pero la suerte ya estaba echada y a lo hecho pecho).
Los últimos kilómetros los había hecho virtualmente unas cuantas veces con el Google Maps, y cuando los rótulos de carretera anunciaron el pueblo de Ronchamp iba anticipando a mis acompañantes algunas de las cosas que íbamos a ver.
-Un poco más adelante, a nuestra derecha, hay un arco y de ahí nace la carreterita que sube a la capilla, que queda bastante cerca del pueblo, a pocos kilómetros. ¡Mirad! ¡Ese es el arco!
Por supuesto que la ruta a la capilla estaba bien señalizada y no había pérdida. No sé si irá mucha gente a Ronchamp a ver otra cosa. Desde ese arco comenzamos la suave subida y yo iba ya en un estado de nervios, agitación, expectación y entusiasmo que preocuparían a cualquier cardiólogo. "A Ronchamp", "a Ronchamp", "a Ronchamp".
Finalmente llegamos a la explanada del parking, que también había visto muchas veces en el ordenador. No había apenas coches, y ningún autocar. Bien. Poca gente. Desde allí lo que se veía en primer plano, con un protagonismo incontestable, era el centro de visitantes de Renzo Piano. Era obligatorio pasar por él porque ahí se sacaba la entrada, y ya desde ese lugar se iba a la capilla, que apenas asomaba pudorosa (o más bien lo escondía) un pequeño pico de su cubierta.
En ese momento la obra de Piano no me interesó en absoluto. Donde hay patrón no manda marinero, y a quien habíamos venido a ver (a quien yo había venido a ver) era a Le Corbusier. Así que sacamos las entradas
-Mais oui: Elles le sont toutes les deux. Et moi, je suis professeur universitaire d'architecture.
-D'accord. Deux étudiants.
(Nada. Esta vez no hubo manera. Lo mío no valía).
y salimos del pabellón para iniciar los últimos metros: la epifanía de la peregrinación.
¿A partir de aquí qué puedo decir? Verdaderamente no lo sé. Fui muy feliz, y mi mujer también, y mis hijos también, y sus novias también. Todos hicimos fotos (ellos muchas a mí, porque les hacía gracia verme tan pletórico). No pondré apenas; ¿para qué? Todos conocemos la iglesia por fotos; estamos hartos (¿?) de verla. Pero estar allí, y en una ocasión tan feliz, fue algo único.
Por fuera estaba bastante mejor de lo que me había temido: sólo había andamios en la fachada norte, y aunque no era lo ideal no me importó nada. Anduvimos por la pradera, nos sentamos en la pirámide, vimos el campanario de Jean Prouvé, estuvimos en el altar exterior. Todo ello como atrasando con delectación el sagrado momento de la entrada.
Y al fin la puerta fantástica, el felpudo de tramex, el hueco oscuro, el ingreso al espacio.
La entrada la hice por la derecha, como es de rigor, tras
limpiarme las suelas de las zapatillas respetuosa
y ceremoniosamente en el felpudo metálico.
Con estos momentos, deseados, acariciados y paladeados por anticipado durante muchos años, ocurre una cosa interesante: que por una parte todo es exactamente igual a lo que uno esperaba que fuera, y por otra la sensación es fantástica, mágica, y el viaje ha merecido la pena. ¿Esto qué es? ¿Sentimiento kitsch-turístico? ¿Autocomplacencia blandita? ¿Autoengaño? No lo sé, pero tampoco tengo ganas ahora de investigarlo. Que sea lo que sea. Viva el deseo, viva la expectativa, viva la consecución.
Estuve plenamente imbuido en ese párrafo de Quetglas (sin tenerlo presente ni recordarlo siquiera), con ese sentimiento de peregrino, con esa unción y esa fe en la arquitectura, en el espacio, en el diseño, en el aire fresco y tonificante. En las enormes fuerzas y la gran energía que sentí allí.
Estuve mucho rato curioseando por todas partes y también mucho rato tranquilo, respirando y mirando. Y también un rato haciendo ese dibujo, de pie. Aunque no dibuje bien me gusta mucho hacerlo porque me obliga a mirar. Una foto se toma al descuido, pero un dibujo exige fijarse. (Por ejemplo, hay ocho filas de bancos, pero en mi dibujo solo me salieron siete y quise guarrearlo un poco. Aunque solo fuera por eso, ya me sirvió para fijarme en cómo estaban dispuestos, y en que el suelo en el que están crea un recinto acotado, elevado con un bordillo o escalón perimetral. Esas cosas).
Al salir de la capilla vimos el albergue de los peregrinos, una obrita muy menor pero con dos o tres cosas muy buenas. La casita del capellán no se puede visitar, así que solo la vimos por fuera. Remoloneamos un poco más y finalmente nos dispusimos a comer. Era tardísimo, pero a mí, la verdad, no me importaba. Soy muy buen comedor, pero en ese momento no tenía ni hambre.
Volvimos al pabellón de la entrada, en el que yo estaba seguro de que había cafetería (en el folleto que teníamos había una zona marcada con el símbolo de una taza). No esperaba un restaurante con cocina, pero sí al menos la posibilidad de tomar unos sándwiches. Pues nada. Nada de nada. Tenía una tienda con muchísimos recuerdos y cacharritos (me regalaron unos cuantos), pero de comer había una estantería con botellitas de agua, zumo o similar y unas bolsitas de patatas, frutos secos y cosas así. Imposible comer.
Así que decidimos bajar al pueblo y comer allí. Al volver a pasar por el arco que he dicho antes intentamos entrar en La Pomme d'Or: Bar-Hotel-Restaurant (sale en la primera foto de esta entrada), pero estaba ya cerrada. Era muy tarde para esa gente.
Dimos una vuelta por Ronchamp y no hubo manera de encontrar ningún bar o cafetería donde poder comer.
Vimos un Carrefour abierto y entramos a comprar unas bebidas y unos bocadillos del refrigerador, alguna tableta de chocolate y algún pastelillo. Pasamos por caja y fuimos al coche a comérnoslo, porque había vuelto a llover y no podíamos estar en la plaza o en el jardín, como nos habría gustado.
Comimos con buen humor y yo estaba feliz. No manchamos el coche y recogimos bien las miguitas.
Colofón:
Como teníamos la base en Zúrich, días después vimos el Pabellón Le Corbusier (o Casa del Hombre, o Casa Heidi Weber). Pero ese episodio se sale ya de esta trilogía, que ha terminado aquí.
Maravilloso relato, qué emoción!
ResponderEliminarMuchas gracias. Sí, fue emocionante.
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