El pasado 20 de septiembre salió en el diario El País un artículo sobre el calamitoso estado de conservación e incluso de ruina inminente y demolición a la vista de la casa Vallet (en la calle de Belisana nº 5, de Madrid), obra del arquitecto José Antonio Coderch.
Hace cuatro años y medio mi compañero David García-Asenjo escribió este artículo en el que ya se temía lo peor para la malhadada casa.
Viendo la foto que acabo de poner, la verdad es que se le quitan a uno las ganas de todo, y ya solo desea que la tiren de una maldita vez y la dejen morir en paz.
La casa nunca tuvo suerte, y desde su terminación su autor renegó de ella porque se introdujeron demasiados cambios en obra. No obstante, a pesar de todo eso aún tenía muchas condiciones para ser apreciada y admirada, y para enseñarnos muchas cosas a los arquitectos y a los ciudadanos en general.
¿Qué queda de todo ello? Unos paños sencillos, demasiado sencillos en un barrio de casas ricas y lujosas, y que, con la desidia, la inopia y el odio habituales en este tipo de casos, han quedado como sencillamente cutres y cochambrosos.
Todo esto me hace pensar, con mi mayor desgana y mi entrega total al fatalismo, que no se puede hacer nada, que no merece la pena hacer nada, que nada tiene sentido. Pero ni en este edificio ni en ninguno.
Vemos cómo proliferan las obras mediocres, adocenadas y triviales y yo siento que la arquitectura de valor es un milagro.
Para que tengamos alguna (escasísima) arquitectura de valor se han de dar varios hechos más que insólitos, milagrosos: Que el proyecto se realice con acierto y talento, y, más que con el mero consentimiento y la aquiescencia de los propietarios, incluso con su participación activa y entusiasta. Que la obra se ejecute con cuidado, conocimiento, mimo y generosidad. Que no se den circunstancias ajenas adversas (problemas con el terreno, con los vecinos, con las condiciones de entorno, con la intervención de terceros...). Que una vez terminada la obra, el edificio se disfrute con alegría y confort. Que pasadas las décadas se siga cuidando, manteniendo, reparando y utilizando.
Es tan difícil que ocurra todo eso que cuando rarísimamente se da todos deberíamos celebrarlo, y hacer lo posible para que se mantuviera mucho tiempo más, todo el tiempo que seamos capaces.
Sin embargo, no sé por qué, parece como si la sociedad entera tuviera un radar que captara estos insólitos milagros y acometiera con saña contra ellos porque no fuera capaz de soportarlos.
Podríamos poner en una nutridísima columna una lista de todos los edificios y locales que nos rodean y constituyen nuestro entorno, anodinos cuando no zafios, y entre los que vivimos con plácida indiferencia, y en otra columna los rarísimos milagros, para los que tendríamos que tener una antena especialmente entrenada: Esas viviendas, aquella guardería, la marquesina de esa zapatería... No necesariamente obras maestras, no necesariamente monumentos ni edificios espectaculares. No. Solo milagros. Milagros insignificantes pero fantásticos e inexplicables, en los que nadie repara, pero entre los que podríamos vivir si fuéramos más generosos y más sensibles.
La buena arquitectura es un milagro que deberíamos cuidar, pero no lo hacemos. No le damos ninguna importancia ni ningún valor. La buena arquitectura es rarísima porque así lo queremos. Porque en el fondo no nos gusta. Porque cuando se da hacemos lo posible por destruirla. Si quisiéramos, si nos diera la gana, podríamos vivir en un entorno de armonía y paz. Pero se ve que no nos interesa.
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En estas estaba, con esta entrada a medio escribir, cuando el pasado sábado 1 de octubre por la mañana acudí a una cita organizada por el COAM dentro de los actos de la Semana de la Arquitectura. Se trataba (entre otras muchas de sus actividades y visitas) de un paseo arquitectónico por Madrid visitando cuatro de sus iglesias modernas (de los años 1960s y 1970s). El guía y maestro de ceremonias era el ya citado David García-Asenjo, que se desempeñó con su habitual elocuencia y claridad.
No hablaré del recorrido en sí (que lo merece), sino de quienes lo hicimos. Éramos algunos arquitectos, algunos estudiantes de arquitectura y unos cuantos vecinos que querían conocer más cosas de esas iglesias. (Una pareja se había casado en una de ellas cuando la inauguraron, y les gustaba mucho y querían conocerla mejor y verla desde el punto de vista del espacio arquitectónico. Quedaron muy contentos de todo lo que David les/nos contó).
Todos los miembros del grupo preguntaban, observaban con atención, hacían fotos... Descubrían cómo la buena arquitectura a veces es capaz de configurar un espacio, de dirigirlo, de iluminarlo, de darle sentido y carácter. Y bueno; aunque no fuera un grupo muy numeroso sí que fue capaz de quitarme la murria que llevaba.
Esas cuatro iglesias que vimos eran todas un milagro capaz de seguir en plena forma cincuenta y tantos años después, y de continuar siendo utilizadas como el primer día, queridas por sus fieles. Estaban bien conservadas y mantenidas, y mostraban lo buena que puede ser la arquitectura. En esas cuatro iglesias se había dado ese milagro secreto, y en quienes las disfrutaban también.
Me fui de allí con alguna esperanza. No todo está perdido. Al menos no del todo.
Es usted un viejo muy chocho ya. Dedíquese a echarle pan a las palomas.
ResponderEliminarOjalá. Y a practicar un poquito el saxo, antes de que me pongan dentadura postiza.
EliminarA ver, ese solar parece estar pidiendo una casa de 4 pisos igual que las del entorno. Yo, si hago números, haría lo mismo. La plusvalía también es un pequeño milagro. ¿Sirve, tiene ya sentido en un barrio transformado a lo largo de medio siglo? Era solo la casa de un hombre, y ese hombre ya se murió, no? es tan buena como para protegerla en un entorno que ya es otro? El girasol sigue molando mazo y supongo que sigue viniendo al caso donde esta, pero esa? No da una imagen al barrio un poco hosca? A lo mejor sirve como guarderia, o club gastronómico, o centro cívico, o consulado. Pregunta: lo que van a hacer en su lugar, que tal es? Hay edificios setenteros valorados que se hicieron donde había un palacete, un convento o lo que fuera, y tampoco se hace nadie de cruces. La arquitectura vulgar, a lo que se ve, aporta más value for money porque nadie toca las narices al dueño. Las Iglesias las usa una comunidad, quizás por eso se mantengan más tiempo, aunque a veces les pondrán revocados raros y cosas por el estilo si la comunidad tiene poco dinero y mal gusto
ResponderEliminarQue tristeza
ResponderEliminarQue tristeza, la respuesta del 11 de octubre
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