Ahora que acaba de terminar el curso y que han salido nuevas hornadas de arquitectos en todas las escuelas de arquitectura me parece pertinente comentar el habitual mantra que salmodiamos los arquitectos mayores acerca de que cuando nosotros estudiábamos todo era más difícil y más exigente, que nuestros profesores nos hacían estudiar y trabajar mucho más y que salíamos mucho mejor preparados que los jóvenes de ahora.
Supongo que esto mismo lo dirán los médicos, los abogados, los geógrafos y los historiadores viejos de sus colegas recién titulados, pero yo lo oigo donde lo oigo y solo puedo referir mi experiencia. Y, precisamente hablando de mi experiencia, os cuento:
Cuando yo comencé a estudiar Arquitectura en Madrid la ETSAM estaba aún sin construir. La tuvimos que hacer nosotros, curso a curso, al estilo de los discípulos-esclavos de la alegre hermandad de Taliesin.
Ese año solo se daba primer curso. Nos dieron un pico y una pala y nos pusieron a hacer las zanjas de cimentación. Mientras sudábamos y teníamos la espalda y los brazos doloridos, un maestro nos recitaba en voz alta los fundamentos del álgebra y de las proporciones armónicas, que teníamos que retener en la memoria sin pizarra y sin tomar apuntes (teníamos las manos ocupadas con las herramientas de trabajo), y de los que éramos preguntados inesperadamente en cualquier momento.
¡Ay de ti como no supieras la respuesta correcta! Te llevaban a la picota y allí te daban diez azotes que no te eximían de hacer después los metros de zanja que tuvieras asignados para ese día. Te tocaba quedarte a cavar una vez terminada la jornada.
Para Navidad las zanjas ya estaban hechas. En el segundo trimestre tocó echar y compactar zahorra en el fondo de las zanjas y después verter una suerte de hormigón bastardo de piedra y cal. Ahora los profesores nos gritaban geometría descriptiva (dificilísima de entender solo por retentiva, sin un solo dibujo) y nos leían una y mil veces los libros de Vitruvio, Vignola y Serlio. Teníamos que recitarlos de memoria y de corrido, y si te saltabas una sola palabra te castigaban en el potro de tortura. Si aun después de eso seguías sin sabértelos a la perfección te expulsaban de la carrera con deshonor, y solo tenías dos opciones: vagar por el mundo como un animal o alistarte en los Tercios de Flandes, única institución que te admitía.
Así estábamos hasta Semana Santa, en la que solo nos daban vacaciones de jueves a domingo, y el lunes empezaba el último y peor trimestre del curso: Las trazas de los muros, el conocimiento de los aparejos y la ejecución exacta y esmeradísima de las primeras hiladas de ladrillo. Vale decir que con nuestro desconocimiento del oficio poníamos de vez en cuando alguna pieza torcida, o la poníamos bien, pero con la blandura de la argamasa fresca se acababa torciendo. ¡Dios de nuestra vida! ¡Maldición y oprobio! ¡Más nos habría valido lanzarnos a las zanjas de cimentación cuando el hormigón aún estaba fresco y en condiciones de alojar nuestros cuerpos!
Y mientras éramos alarifes forzados también teníamos que ser oyentes atentísimos de Historia de la Arquitectura, Salubridad, Ornato y Arcos y Bóvedas, cuyos conceptos nos eran preguntados en cualquier momento inesperado.
Recuerdo que estaba colocando un ladrillo macizo con el mayor esmero y el mayor mimo del que era capaz, sobre el lecho del mortero, midiendo exactamente su ubicación y alineándolo con golpecitos de paleta cuando pegada a mi oreja derecha una boca bramó:
-Eh... Uhmmm... El arco carpanel es un arco que tiene... vamos, que es rebajado y tiene... otro arco en cada extremo...
-¡ES EL ARCO REBAJADO SIMÉTRICO A CUYOS EXTREMOS SE AÑADEN SENDOS ARCOS PEQUEÑOS CON CENTRO EN LA LÍNEA DE IMPOSTA Y CUYO ENCUENTRO ES TANGENCIAL!
-Eso. Sendos.
-¡AL CEPO!
Mal que bien, y con casi todos los compañeros ya en Flandes, algunos conseguimos pasar.
El curso siguiente terminamos las fábricas de la planta baja, y las enseñanzas teóricas abarcaron materiales y carpintería de armar. Pero no sigo porque fue todo en la misma línea de lo que ya he dicho hasta que años después conseguí acabar la carrera.
Ciertamente la enseñanza era mucho más exigente que la de ahora, los alumnos éramos mucho más respetuosos y el aprendizaje mucho más intenso, de modo que los que terminábamos vivos y sin mutilaciones importantes podíamos dedicarnos a la profesión con garantía y solvencia técnica, y ser útiles a la sociedad, a nuestras familias y a nosotros mismos.
Amén.
Addenda 1
Arquitectos mayores contando cómo fue su juventud en la escuela de arquitectura:
Addenda 2
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Notas:
Señalas el mito del decadentismo pero para caer de lleno en su reverso que es el del progresismo.
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