He visto en Twitter una foto de una etiqueta de una prenda infantil hecha en China que, esta vez en correcto español, advierte de que hay que sacar al niño de dentro de la ropa para poder proceder a su lavado (creo que al de la ropa, pero obviamente también al del niño).
Vemos esto y pensamos con una sonrisa: "Ay, estos chinos". Pero no. Estoy seguro de que esta advertencia no es exigible en China, ni siquiera se considerará recomendable allí. No: Eso es cosa nuestra. Lo vemos cada vez más por aquí, y conocemos bastantes casos.
Acordaos de aquella mujer que puso a secar a su perrito en el horno microondas y se le murió. Y demandó a la empresa porque en ningún sitio del manual de funcionamiento advertía del peligro de meter animales de compañía en el cacharro. Mirad la guía de uso de vuestro coche: Es muy probable que en algún rincón diga que no debéis beberos el ácido de la batería, y es posible que lo diga porque alguien se lo bebió y sus deudos les demandaron y ganaron.
Tampoco debéis meter la cabeza en una bolsa de plástico, introducir un destornillador en ninguno de los orificios de una base de enchufe, intentar destaponaros un oído con la blacandéquer o apoyar la mano en la vitrocerámica encendida. Y no es por sentido común; es porque lo pone en los respectivos manuales. Así estamos.
Hace un montón de años vino a verme un cliente a quien le había hecho su casa. Venía muy enfadado y me conminó a acompañarlo para que viera el desastre y se lo solucionara. Me decía que chorreaba agua por las paredes de su dormitorio, y que eso era condensación producida porque la casa estaba muy mal aislada térmicamente.
Llegué con él y vi algo que no había visto jamás. La casa estaba fría, pero al abrir la puerta de su dormitorio nos recibió una bofeteda de calor desmedido. En efecto, por las paredes chorreaba agua.
En el dormitorio estaba su mujer y su hijo recién nacido. Llevaban unas semanas (las de vida del niño) sin salir de allí. Padres primerizos y asustados de que el frío invernal dañara a su hijo tenían la calefacción a toda la potencia que daba, pero -a la vez ahorrativos- habían cerrado todos los demás radiadores de la casa, ya que solo usaban ese cuarto, así que todo el equipo estaba trabajando al máximo solo para calentar esa habitación.
No habían abierto las ventanas ni una sola vez en esas semanas, porque tenían mucho miedo de que entrara frío, y tampoco sacaban al niño para nada de esa incubadora tan "acogedora".
¿Os creeríais que, además de todo eso, habían puesto un humidificador en el dormitorio porque así se lo habían aconsejado? Era la tormenta perfecta, la suma de todas las circunstancias imaginables para que estuviera a punto de empezar a llover dentro de la habitación.
Pasé de acusado a acusador y les eché una buena bronca. Les exigí que ventilaran inmediatamente, y que lo repitieran todos los días. Se negaron, por supuesto, y les dije que fueran al pediatra y se lo contaran, y que, desde luego, no volvieran a molestarme.
No volvieron a hacerlo, pero estoy seguro de que si hubieran insistido y hubieran contratado a un abogado inquieto me habrían emplumado. En ninguna parte de mi proyecto ponía cómo debía criarse un niño en aquella casa; una negligencia imperdonable.
En seguida se aprobó el Código Técnico de la Edificación, que vino a suplir muchas de las carencias históricas de la normativa y a hacernos responsables a los arquitectos, además de las tradicionales grietas y humedades, de los diversos daños causados por el uso: caídas, resbalones, tropezones, cortes con el vidrio de las ventanas, etc.
A partir de ahí los textos de nuestros proyectos de viviendas unifamiliares pasaron de tener cuarenta o cincuenta páginas a alcanzar las cuatrocientas o quinientas, y a incluir consejos, disposiciones, opiniones, que jamás iba a leer nadie a no ser que hubiera cualquier problema. En ese caso las leería todo el mundo, especialmente el abogado de la parte contraria y los peritos.
Desde entonces nuestros proyectos consisten en patéticos intentos de tirar balones fuera por el estúpido y disparatado procedimiento de metérnoslos todos dentro, en propia puerta, y de acumular y acumular pruebas contra nosotros mismos. (De todo esto tengo que hablar otro día).
En esta época de relojes inteligentes, de teléfonos inteligentes, de televisores inteligentes, de hornos inteligentes y hasta de colchones inteligentes el único que ha dejado de serlo es el usuario, que ya no sabe ni atarse los cordones de los zapatos ni sonarse los mocos, y todos estos adminículos inteligentísimos tienen que hacerlo por él mientras se sumerge en la más profunda idiocia.
Uno de los primeros proyectos que hice ya con este nuevo paradigma (por ejemplo, la parte de ahorro energético del recién creado CTE te obligaba a que las ventanas fueran herméticas mientras que la parte de salubridad exigía que fueran permeables) fue el de una piscina en una vivienda unifamiliar existente.
Pues bien: En el CTE DB SU (entonces aún sin la A al final) había una norma específica de "Seguridad frente al riesgo de ahogamiento". Eso me puso muy nervioso. El arquitecto ya no era solo responsable de roturas del vaso de hormigón de la piscina, de asentamientos, y, en general, de problemas constructivos de los que lo había sido siempre, sino que ahora también le había caído encima la responsabilidad (¿solo civil?, ¿también penal?) de la integridad física de quienes usaran la instalación. Bien es verdad que leyendo atentamente la nueva norma no parecía de aplicación a mi proyecto, pero conociendo los despropósitos y disparates que se pueden formar en un juzgado no las tenía todas conmigo. (Por lo poco que he visto en esos ambientes, para mí El proceso es una novela realista).
Así que hice una estupidez que, aunque inútil, me tranquilizó un poco. Ya que toda la memoria del proyecto de las narices estaba llena de minas ocultas, listas para estallarme en cualquier momento y para más dolor puestas y cebadas por mí mismo, repartí también discretamente algunas disposiciones absurdas, pero que me consolaron.
Primero quise escribir que quedaba rigurosamente prohibido llenar la piscina, pero hasta yo me di cuenta de que eso reconocía que no había hecho el trabajo que se me había pedido: una piscina para bañarse, y que por lo tanto había respondido fraudulentamente al encargo. Así que descarté eso y escribí normas de uso y mantenimiento, para las que no solo soy competente, sino cuya redacción me es exigida como arquitecto.
Después de imponer que los menores de edad, los célibes y los hipertensos no podían bañarse solos y necesitaban supervisión, exigí que los supervisores fueran nadadores olímpicos en ese momento o lo hubieran sido al menos hasta dos años antes de producirse el baño. Me apiadé y añadí que en su defecto se podía admitir que tuvieran una formación mínima de seis años en natación, socorrismo y primeros auxilios y una marca personal en 100 metros en cada uno de los cuatro estilos canónicos (libre o crawl, braza, espalda y mariposa) no superior en cinco segundos a las de los respectivos records nacionales. (Fui un caballero: No dije mundiales).
Mi idea era, naturalmente, que nadie leería tantísima paja del proyecto y que, en caso de desgracia, y ante la acusación de homicidio imprudente (e incluso negligente y doloso) contra mí yo me pudiera defender aduciendo que no se había hecho lo que decía mi manual.
Hasta ahora no he tenido noticia de ahogamiento alguno, y han pasado ya muchos años. Pero, ahora que lo pienso, no sé si esa maldición dura los mismos diez años que la de daño estructural o si será eterna. (Uf; eso no lo había pensado. Para qué me habré puesto a escribir esto).
Así que comprenderéis perfectamente que jamás me tome a broma leer advertencias perentorias de seguridad: En una bolsa de pistachos que hay que quitarles la cáscara; en un botellín de agua que no juegue a introducírmelo hasta la tráquea; en una grapadora que no pruebe a graparme un dedo; en un acelerador de partículas que lo monte con ayuda de un profesional; en una ventana corredera que no intente cerrarla mientras estoy asomado al exterior y en una etiqueta de una prenda de vestir que saque a su habitante antes de echarla a la lavadora.
Esto que dices es muy cierto. Hoy mismo, me ha llamado un cliente para decirme que no le gustaba nada la pendiente que tenía el terreno delante de su nueva casa en construcción. Saliendo de mi asombro (y eso que uno ya casi no se asombra de nada) le contesté, muy amablemente, que la pendiente de su terreno era exactamente la misma que tenía antes de hacer la casa, entre otras cosas, porque en mi ciudad los movimientos de tierra en las parcelas están muy pero que muy limitados por la ordenanza, y el me respondió que "podía matarse" al caminar por su parcela. Ya no tan amable, le respondí que si no le gustaban las parcelas inclinadas ¿porqué se había comprado esa?. Quedó malamente convencido y refunfuñando, pero seguro que ni se le ocurre pensar que la culpa es suya...
ResponderEliminarEsta es hoy nuestra profesión amigos.
Muy bueno….verdad verdadera!
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