Hace treinta años en mi pueblo no había ninguna peluquería, así que empecé a ir a la de un municipio vecino, al que por entonces iba a casi todo porque aquí no había casi de nada.
Mi pueblo creció, creció mucho, y ya tiene varios peluqueros, pero yo sigo yendo al mío de siempre. Me acostumbré a él, me gusta y no he encontrado ningún motivo para cambiar.
Sin embargo, ahora, a causa del cierre perimetral por el COVID, no puedo ir a mi peluquería porque ese municipio, si bien lindante con el mío, está en otra comunidad autónoma. Así que me armo de valor y decido ir al peluquero al que va mi hijo menor, a cincuenta metros de casa.
Voy algo asustado, porque mi hijo, y sobre todo sus amigos, gustan de esa moda de no tener pelo al sur del ecuador de la cabeza, y de tenerlo abundante, fosco y saltarín al norte de dicha línea, y yo, la verdad, no me veo así.
Acudo a la peluquería ensayando todo tipo de argumentos, pensando negociaciones, estudiando incluso amenazas al desaforado criminal que va a subirme el centro de gravedad de mi cabeza al menos un par de centímetros. (También, por qué no confesarlo, voy con la resignación y el buen conformar de que un nefasto corte de pelo no es para siempre, y de que ya crecerá y algún día podré volver a mi peluquero a que deshaga el entuerto mientras yo derramaré lágrimas de gratitud porque la vida vuelva a su cauce).
Pero cuando entro veo que el peluquero es un señor de unos cuarenta años con un aspecto serio y decente y un corte irreprochable. (A lo mejor no tenía que haber venido aquí, sino a la peluquería donde se lo cortan a este hombre; pero en todo caso él es consentidor de este tipo de corte y lo asume para sí).
Entonces tengo un irrefrenable optimismo y una ciega esperanza en que a lo mejor no le tengo que explicar demasiado y me entiende a la primera. Así es: Apenas me salen las palabras. No nos conocemos y le tengo que aclarar toda mi vida, mis gustos, mis anhelos, mis convicciones. No sé muy bien qué decirle y lo resumo con:
-Así, como lo tengo, pero cortito.
Él me dirige a una bacía, me lava el pelo sin hablar, me pone el delantal, me protege el cuello con papeles engomados y corta.
Yo no digo una palabra. Que sea lo que Dios quiera.
Me levanto contento, le doy las gracias y le pago. Detrás de mí está esperando un chaval que tiene un rayo en zigzag excavado en el parietal izquierdo.
Salgo de la peluquería satisfecho, pensando en ese peluquero camaleónico y poniendo en su boca la famosa frase de Groucho Marx: "Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros". Cinismo puro. Cinismo y lucidez. Eso nos lo planteamos mucho los arquitectos, pero los peluqueros ni se lo piensan. ¿Por qué? Porque son profesionales. Ahora mismo le estará metiendo mano al rayo de Zeus del chico que iba detrás de mí. Lo estará perfilando, sin pensar por qué el cliente quiere un rayo en vez de una raya. Lo que sea. Es su cabeza.
Sin embargo todo profesional tiene sus límites. El "eso yo no se lo hago" es el santo reducto de dignidad que tenemos todos. Y la mayoría lo aplican muy bien. Un fontanero llega a casa, analiza el problema y decide cómo afrontarlo. Si no nos gusta lo que pretende hacer y le sugerimos (y no digamos si le exigimos) otra solución nos puede contestar: "Así no se va a arreglar. Eso es perder el tiempo para nada. Yo eso no se lo hago". Y lo dice con una dignidad que nos apabulla.
En el otro extremo están algunos desalmados incomprensiblemente llamados (autollamados) "cirujanos plásticos" o "estéticos" que atienden y despluman a perturbados que pretenden parecerse a algún famoso y empalman una operación tras otra tomando un aspecto cada vez más disparatado, patético y penoso. Y nos preguntamos si quienes los operan tienen escrúpulos, y si son profesionales.
Porque entendemos que incrustada en el mero concepto de "profesional" hay una clase especial de "dignidad".
Este peluquero, ejemplo supremo de profesional digno, ha sido capaz de adaptarse a mis gustos (ni apenas insinuados verbalmente, pero sí evidentes a la vista) sin renunciar a su dignidad, a su competencia ni a su "manera" (entendida esta como forma de hacer y forma de resolver).
Otra cosa distinta habría sido si este hombre hubiera sido un "artista". Entonces habría tenido que plegarse a su propia forma, a su "estilo". Por otra parte, de tener uno reconocible, los clientes vendrían atraídos por él y no se daría el caso de que nadie le exigiera otro.
¿Y qué nos creemos los arquitectos? ¿Qué narices nos hemos creído? "Ay, es que no respetan mi estilo". Pero qué penosos somos. El mero hecho de que yo esté escribiendo sobre esto demuestra lo penoso que soy. ¿Por qué me planteo estos problemas, estas disyuntivas? Ahora está todo tan tirado y tan destruido que el mero hecho de que podamos comer de nuestra profesión es una utopía, pero os aseguro que hace años (de algo me tiene que servir la edad) era muy habitual: Había trabajo y se cobraba bien. Entonces el problema era este: "Tengo muchos proyectos, pero hago mierdas". "No hago lo que a mí me gusta". "No proyecto aquello en lo que creo, sino cosas absurdas que me encargan los clientes". En fin: los problemas. (Quién los pillara, me diréis. Y a lo mejor si me tuvierais a mano me daríais un zapatillazo en la boca).
La verdad es que tener "talento" es algo rarísimo, excepcional. Creo que todo sería más sano y más honrado si ni siquiera nos planteáramos esa cuestión que nos hace profundamente infelices e idiotas, y que no sirve más que para causarnos dolor, causárselo a nuestros familiares y amigos y, sobre todo, causárselo a nuestros clientes. Es un daño mutuo. Ya está bien de hacernos daño todos. Mucho mejor sería erradicar esa palabra estúpida del "talento" y ser "profesionales" de verdad. La edificación que nos rodea es una gran mierda (salvo honrosas y escasísimas excepciones) porque nunca nos la hemos planteado como profesionales.
Si un arquitecto me hubiera hecho o ampliado mi casa como ese peluquero me ha cortado el pelo me habría hecho feliz. Si un arquitecto afrontara un proyecto como un dentista afronta una endodoncia o un fontanero una fuga sería estupendo. No pedimos peluqueros artistas, ni dentistas ni fontaneros artistas, sino profesionales. Un profesional sabe lo que se hace y lo va a hacer bien para su cliente. Eso es. Y, en todo caso, se reserva el sacrosanto derecho de decir, cuando las pretensiones de su contratador le parezcan estúpidas, descaminadas o contraproducentes: "Mire, eso no va a quedar bien. Eso yo no se lo hago".
SENCILLAMENTE : GENIAL
ResponderEliminarBuenísimo, que para ser artistas ya tenemos nuestras aficiones.
ResponderEliminarSiempre un gusto leerte JR.
¡Besos!
Estimado José Ramón, te olvidas de un principio que viene del Renacimiento y es que la arquitectura es un Arte Mayor, una Bella Arte, algunos la clasifican como la primera, te recuerdo que es cine es el séptimo arte. Que aburrido seria una película "profesional" eso si las luces muy bien colocadas. Quien quiera (y pueda) que compre un cuadro de Antonio López, muy profesional y todo bien colocado, o un cuadro recuerdo de marinas de cualquier tienda de souvenir playero, pero quien quiera una obra de arte que adquiera un Picasso, Miro, o Barceló. Creo que la diferencia entre profesional y artista es quien aporta algo al espíritu. Calatrava es un Arquitecto Artista aunque últimamente tenga el utilitas y el firmitas un poco abandonado, quizá por eso sea poco profesional.
ResponderEliminarLa Arquitectura es un Arte, y que algunos profesionales de la construcción no lleguemos a realizar obras de arte no hay que descender a la arquitectura a una profesión.
Que la Arquitectura es un arte, no cabe la menor duda. Lo que debemos tener claro es lo que quiere el cliente que entra por la puerta: una obra de arte o un proyecto de edificación. Lo curioso es que en ambos caso es de aplicación la LOE, por lo que en el primero habrá que invertir mucho más tiempo, además del necesario para justificar el cumplimiento de los requisitos básicos, el necesario para justificar cualquier decisión sobre el diseño.
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