Luis Ángel Martín Merino, buen amigo gracias a quien -me acabo de
enterar- soy "segundo culo" de James Stewart, uno de mis ídolos.
Ah, claro, y también a Emilio. Porque si escribo esta entrada y no se la
dedico sería para matarme.
Hoy he vuelto a discutir con mis amigos Manuel y Luis Ángel porque, como de costumbre, me han venido ponderando un edificio que les parecía muy hermoso y yo, como de costumbre, les he ladrado sin motivo.
Como ya no sé cómo contestarles ni qué argumentarles, hoy les he contado lo de Jack Lemmon, y, como de costumbre, tampoco ha servido de nada. Bueno, de algo sí ha servido: Nos hemos puesto a hablar de actores y Luis me ha dicho que un conocido suyo posee el Mercedes de James Stewart, y que él ha tenido el honor de pasearse en ese coche, lo que me ha dejado muy contento, porque recuerdo perfectamente que en una ocasión acabé sentándome en una silla que acababa de dejar libre, y eso me hace "segundo culo" de mi admiradísimo actor(*).
Lo que les he contado (y ya digo que no me ha valido; espero que con vosotros sí) es que Jack Lemmon era un actor de variedades y de vodevil, un todoterreno acostumbrado a contar chistes mientras la vedette se cambiaba de ropa para el próximo número, a hacer imitaciones, a cantar, a ser abucheado, a manifestar entusiasmo perpetuo y a hacer reír.
Hay que ser muy simpático y muy gracioso para tener entretenidos a unos hombres que lo único que quieren es que vuelva a salir la chica, y con menos ropa que antes. Y Jack siempre lo fue: Muy dispuesto, muy explosivo, muy histriónico, muy clown.
Era tan bueno que muy pronto actuó en Broadway. Y era tan bueno que George Cukor se fijó en él y lo contrató para la película It should happen to you (La rubia fenómeno).
En el teatro (y no digamos en las salas de fiestas, cabarets, etc) hay que exagerar mucho. El público está lejos, no te presta atención, hay bullicio... El actor cómico tiene que contar los chistes al estilo de los bares, a voces, con muchos gestos y entonando exageradamente como avisando de que "atención ahora, que viene lo bueno", y el actor trágico tiene que bramar, rasgarse las vestiduras, llevarse el antebrazo a la frente, indignarse mucho y acampanar la voz. Es el estilo propio del teatro, sobre todo del de mucho follón.
El contraste con el cine es tremendo, como dejó claramente expuesto Fernando Fernán Gómez en su película El viaje a ninguna parte.
Pues con Jack Lemmon fue exactamente así, pero George Cukor era bastante más paciente que el personaje de José María Caffarel.
La primera escena que le tocó rodar a Jack Lemmon era especialmente difícil, con mucha acción y muchos movimientos de cámara. Terminada la primera toma, Cukor le dijo(**):
-¡Fantástico! Ha estado usted muy bien, míster Lemmon. Pero vamos a repetirla. ¿Podría usted esta vez actuar un poco, solo un poco menos?
Lemmon asintió. Hicieron una segunda toma y de nuevo:
-¡Fantástico! ¡Realmente extraordinario! Pero permítame que se lo ruegue de nuevo: Un poquito menos. Actúe usted un poquito menos.
Hicieron la tercera toma y otra vez:
-Ha estado estupendo. De verdad. Tiene usted una gran carrera ante sí. Se lo digo en serio. Pero, por favor, si es posible actúe usted un poco menos.
Y así doce veces. Doce. Y Cukor seguía exquisito, alabando siempre a Lemmon. Cuando iban a empezar la toma decimotercera el novato le dijo al director:
-Okay, míster Cukor. Pero si seguimos así, pronto no actuaré en absoluto.
-¡Bravo! ¡Ya está usted cogiendo la idea!
Exacto. En el teatro el actor está lejos. Y no digamos si encima es una sala informal, llena de ruido y humo, mal iluminada y con el público no demasiado atento. Sin embargo en el cine la cámara entra hasta en las pupilas del protagonista, en su boca, en su cerebro. Se le oye susurrar, se le oye pensar. Un ligero movimiento de una ceja puede ser un gesto tremendo que exponga toda la desesperación del personaje.
Fijaos cuánto aprendió Jack Lemmon y cómo dominó con incontestable maestría el arte del cine. En El Apartamento -siete años después de aquella primera escena-, cuando le está enseñando el bombín, tan orgulloso, tan triunfador, a Fran Kubelik, y esta saca el espejito para que se vea, se le hunde el mundo. En la grieta del vidrio se da cuenta de que la mujer que ama es inalcanzable. Apenas frunce los ojos y la boca (en un gesto partido por la raja del reflejo) y eso es más que un grito terrible, que un alarido. Es un efecto fortísimo, elocuentísimo(***).
Por todas partes veo un montón de arquitectura que -de la misma manera que el primer Lemmon- gesticula demasiado, y hay un montón de gente (incluso un montón de gente culta) que la prefiere. Es gente poco atenta con estas cosas, gente distraída como los hombres del cabaret que no atienden al humorista, gente a la que no hay manera de seducir con un muro limpio, con un hueco bien proporcionado, sino que hay que llamar a gritos.
Es lo mismo que si ante el temor de que un plato quede insípido le echo una buena cantidad de sal, y de pimienta, y de clavo, y de vinagre, y de ajo, y de comino, y de alcaparras, y de guindilla, y de... Exacto: Si cada cosa que le pongo es de por sí buena, cuanto más le ponga de cada una será mejor. Es un gusto acumulativo, como si todas las cualidades fueran dinero. Cuanto más tenga, mejor.
Hay gente que no se da cuenta de que hay que mirar un edificio como si fuera cine, no como si fuera el pianista de un burdel. Hay que verlo como vemos la cara de Jack Lemmon reflejada en el espejo roto. Hay que escuchar los latidos de su corazón en el preciso instante en que se rompe. Hay que acercarse hasta sus pestañas, hasta su aliento. Hay que estudiar sus partes, sus formas, sus texturas, y de pronto, en una proporción o en un detalle, ver la expresión que nos emocione.
(*) Para una "teoría de los culos" que estoy improvisando ahora mismo por el motivo que acabo de exponer, léase mi entrada del otro día en la que explico mi "teoría de las manos". Pues lo mismo, pero con culos.
(**) Esto se lo cuenta Billy Wilder a Hellmuth Karasek en el libro Billy Wilder. Eine Nahaufnahme, Hoffmann und Campe, Hamburgo, 1992. Traducido al castellano por Ana Tortajada, Billy Wilder. Nadie es perfecto, Grijalbo, Barcelona, 1993, página 340. (No la he copiado al pie de la letra, pero casi).
(***) Hay que decir que la eficacia de esta escena, su fuerza y su maestría, son de guión y de dirección. La destreza narrativa es pasmosa. Cómo y dónde aparece el espejo, cómo Lemmon se lo da a su jefe, cómo la grieta identifica a Kubelik como la amante del jefe. Ahí el actor solamente tiene que estar correcto para que la escena funcione por sí sola. Pero Lemmon está más que correcto. Está perfecto.
Era tan bueno que muy pronto actuó en Broadway. Y era tan bueno que George Cukor se fijó en él y lo contrató para la película It should happen to you (La rubia fenómeno).
En el teatro (y no digamos en las salas de fiestas, cabarets, etc) hay que exagerar mucho. El público está lejos, no te presta atención, hay bullicio... El actor cómico tiene que contar los chistes al estilo de los bares, a voces, con muchos gestos y entonando exageradamente como avisando de que "atención ahora, que viene lo bueno", y el actor trágico tiene que bramar, rasgarse las vestiduras, llevarse el antebrazo a la frente, indignarse mucho y acampanar la voz. Es el estilo propio del teatro, sobre todo del de mucho follón.
El contraste con el cine es tremendo, como dejó claramente expuesto Fernando Fernán Gómez en su película El viaje a ninguna parte.
Pues con Jack Lemmon fue exactamente así, pero George Cukor era bastante más paciente que el personaje de José María Caffarel.
La primera escena que le tocó rodar a Jack Lemmon era especialmente difícil, con mucha acción y muchos movimientos de cámara. Terminada la primera toma, Cukor le dijo(**):
-¡Fantástico! Ha estado usted muy bien, míster Lemmon. Pero vamos a repetirla. ¿Podría usted esta vez actuar un poco, solo un poco menos?
Lemmon asintió. Hicieron una segunda toma y de nuevo:
-¡Fantástico! ¡Realmente extraordinario! Pero permítame que se lo ruegue de nuevo: Un poquito menos. Actúe usted un poquito menos.
Hicieron la tercera toma y otra vez:
-Ha estado estupendo. De verdad. Tiene usted una gran carrera ante sí. Se lo digo en serio. Pero, por favor, si es posible actúe usted un poco menos.
Y así doce veces. Doce. Y Cukor seguía exquisito, alabando siempre a Lemmon. Cuando iban a empezar la toma decimotercera el novato le dijo al director:
-Okay, míster Cukor. Pero si seguimos así, pronto no actuaré en absoluto.
-¡Bravo! ¡Ya está usted cogiendo la idea!
Exacto. En el teatro el actor está lejos. Y no digamos si encima es una sala informal, llena de ruido y humo, mal iluminada y con el público no demasiado atento. Sin embargo en el cine la cámara entra hasta en las pupilas del protagonista, en su boca, en su cerebro. Se le oye susurrar, se le oye pensar. Un ligero movimiento de una ceja puede ser un gesto tremendo que exponga toda la desesperación del personaje.
Fijaos cuánto aprendió Jack Lemmon y cómo dominó con incontestable maestría el arte del cine. En El Apartamento -siete años después de aquella primera escena-, cuando le está enseñando el bombín, tan orgulloso, tan triunfador, a Fran Kubelik, y esta saca el espejito para que se vea, se le hunde el mundo. En la grieta del vidrio se da cuenta de que la mujer que ama es inalcanzable. Apenas frunce los ojos y la boca (en un gesto partido por la raja del reflejo) y eso es más que un grito terrible, que un alarido. Es un efecto fortísimo, elocuentísimo(***).
(No he conseguido la escena a la que me refiero. Aparece en este tráiler en el minuto 2:49)
Por todas partes veo un montón de arquitectura que -de la misma manera que el primer Lemmon- gesticula demasiado, y hay un montón de gente (incluso un montón de gente culta) que la prefiere. Es gente poco atenta con estas cosas, gente distraída como los hombres del cabaret que no atienden al humorista, gente a la que no hay manera de seducir con un muro limpio, con un hueco bien proporcionado, sino que hay que llamar a gritos.
Es lo mismo que si ante el temor de que un plato quede insípido le echo una buena cantidad de sal, y de pimienta, y de clavo, y de vinagre, y de ajo, y de comino, y de alcaparras, y de guindilla, y de... Exacto: Si cada cosa que le pongo es de por sí buena, cuanto más le ponga de cada una será mejor. Es un gusto acumulativo, como si todas las cualidades fueran dinero. Cuanto más tenga, mejor.
Hay gente que no se da cuenta de que hay que mirar un edificio como si fuera cine, no como si fuera el pianista de un burdel. Hay que verlo como vemos la cara de Jack Lemmon reflejada en el espejo roto. Hay que escuchar los latidos de su corazón en el preciso instante en que se rompe. Hay que acercarse hasta sus pestañas, hasta su aliento. Hay que estudiar sus partes, sus formas, sus texturas, y de pronto, en una proporción o en un detalle, ver la expresión que nos emocione.
José Luis Fernández del Amo. Poblado de Colonización de Vegaviana (Cáceres)
Foto Kindel
Foto Kindel
(*) Para una "teoría de los culos" que estoy improvisando ahora mismo por el motivo que acabo de exponer, léase mi entrada del otro día en la que explico mi "teoría de las manos". Pues lo mismo, pero con culos.
(**) Esto se lo cuenta Billy Wilder a Hellmuth Karasek en el libro Billy Wilder. Eine Nahaufnahme, Hoffmann und Campe, Hamburgo, 1992. Traducido al castellano por Ana Tortajada, Billy Wilder. Nadie es perfecto, Grijalbo, Barcelona, 1993, página 340. (No la he copiado al pie de la letra, pero casi).
(***) Hay que decir que la eficacia de esta escena, su fuerza y su maestría, son de guión y de dirección. La destreza narrativa es pasmosa. Cómo y dónde aparece el espejo, cómo Lemmon se lo da a su jefe, cómo la grieta identifica a Kubelik como la amante del jefe. Ahí el actor solamente tiene que estar correcto para que la escena funcione por sí sola. Pero Lemmon está más que correcto. Está perfecto.
Vale para todo en la vida..
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el artículo.