Acabo de enterarme por casualidad (como pasan estas cosas) de que una piscina que hice en un pueblo toledano hace muchos años lleva ya tiempo convertida en un skate park. (En español podríamos llamarla "pista de patinaje acrobático" o algo así).
Primero he sentido un poco de pena y de nostalgia, pero en seguida un gran alivio, y esa sensación es la que voy a intentar contaros hoy.
Imagen de un skate park en Zaragoza. (No tiene nada
que ver con el que yo digo, del que no quiero dar pistas).
Me cuentan que mi obra llevaba años sin tener el tirón que tuvo. Cada vez había más piscinas particulares y la gente tenía menos ganas de ir a la pública. (Así nos va con todo: En vez de disfrutar con algo colectivo grande y bien dotado lo repetimos incansablemente en sucedáneos privados, pequeños y peores, pero de uso exclusivo). El coste de mantenimiento era muy alto para el poco partido que se le sacaba. El ayuntamiento ponía a concurso su explotación, con su bar-restaurante correspondiente, y nadie se presentaba. Un desastre. Al final ya ni la abrían. Así que han hecho esto del patinaje que parece que tiene más tirón.
Habría que hablar del alivio que le supone a un arquitecto que demuelan o alteren profundamente su obra, extinguiendo así su responsabilidad civil sobre cualquier cosa desagradable que pueda pasar de ahí en adelante, pero ese no fue, esta vez, mi caso. Hice la piscina hace muchísimos años y el período decenal estaba ya más que extinguido, e incluso doblado.
No; no era eso. Fue una especie de limpieza interior: Una obra menos, una resta, un aligeramiento de peso. Sentí el placer de ir tachando.
Sin embargo, en el inicio de la profesión, en el inicio de la vida, lo normal es que uno intente dejar huella, llamar la atención, hacer muchas cosas y muy espectaculares. Cuesta mucho ir desocupando esa vanidad, irla vaciando, y casi nunca es un acto libre y voluntario, sino la consecuencia de las decepciones y bofetadas que te va dando la vida. Y el cansancio. Y el hastío. Y la única ansia que al final te queda es la de que te dejen tranquilo, la de vivir en paz lo que te quede y no marear demasiado.
Hay tres vías para lograr la inmortalidad: La personal (vivir tras esta vida otra inacabable), la biológica (tener descendencia que prolongue nuestra carga genética) y la de la fama (que incluso después de muertos nos recuerden muchos). Es una ansia natural, una especie de desajuste e hipertrofia del instinto de conservación. Es lo que ha dado origen, por ejemplo, al expresionismo y a las religiones. Pero este charco me queda muy grande, y además es inapropiado para lo que quiero contar ahora, así que lo dejamos aparcado y solo tocaremos el aspecto de la fama.
Ya desde los primeros cursos de iniciación a proyectos en las escuelas de arquitectura vemos en los alumnos una ciega necesidad de notoriedad que nos llama la atención. Apenas sabrían dividir una planta cuadrada en dos ambientes y ya se lanzan a dibujar amebas, curvas y contracurvas, poli-poliedros muy irregulares, zahahadidades que no pueden controlar. No tienen la picardía o la mera prudencia de intentar aprobar la asignatura; no: Quieren estrellarse, darse el gran batacazo imaginando que controlan. Quieren ya el monográfico de El Croquis y que les den el Pritzker. Tienen prisa. Quieren fascinar, demostrar lo buenísimos que son. No saben aún abrir una puerta hacia donde menos estorbe, pero pretenden enseñar a la humanidad entera todo su talento.
El deseo de Borges de desaparecer es propio de una persona mayor y desencantada (y tal vez también sabia), pero los jóvenes quieren todo lo contrario. Buscan expresión, actividad, ruido. El mismo Borges decía que los jóvenes son barrocos, y la explicación que daba me encanta: Lo son por timidez.
El joven quiere vivir y no ve cómo hacerlo. No ve para dónde tirar. Está desorientado. Y busca que lo vean, que se fijen en él. Levanta tímidamente la mano. El viejo tal vez sepa que ser realmente notable es lo contrario: mantener una dignidad desnuda. No sé muy bien qué estoy diciendo; perdonadme(1).
Yo no es que pida que se destruyan todas mis obras (además hay gente que vive en ellas), pero sí tal vez que se destruya la memoria, la documentación, mi peso sobre ellas y el peso de ellas sobre mi espalda y sobre mi conciencia.
Me gustaría mucho, cada vez más, que nadie supiera que esa casa tan mala es mía, y que tampoco se conociera mi autoría ni mi participación en aquella otra que fue buena pero que ha sido adulterada y destrozada por sus usuarios; ni, todavía menos, que se me relacionara con un pésimo proyecto mío cuyos habitantes han dignificado, mejorado y embellecido. No. No quiero estar ahí, pegado a mis obras, encadenado a ellas. Quiero ser inocente como un niño pequeño, quiero ser virgen, quiero estar desnudo.
Me llaman la atención los niños: No sé si son puros, pero son inocentes. Son irresponsables. Tienen la conciencia limpia. Luego, con la vida, todos nos la vamos llenando de escombros y aspiramos de una forma u otra a dejar memoria. ¿Podríamos, llegados a un cierto punto, intentar irnos descargando de todo eso, poco a poco, de lo que sea posible, de cuanto más mejor?
¿Hay ahora algún ente que sea Cervantes y que esté orgulloso del lugar que ocupa en nuestra memoria(2)? ¿Hay en algún sitio algo que sea García Lorca y que esté orgulloso de haber ganado?
¿Dónde están? ¿Qué es de ellos en este momento? Como hemos dicho, una de las formas de inmortalidad es dejar memoria. Ansiamos dejar memoria. Pero tal vez un deseo más sutil y más inteligente sea no dejarla.
Cervantes estaba convencido de que su mejor obra era Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una cosa verdaderamente intragable, tanto ahora como ya en su época, y habría apostado por ella sin duda muy por encima del Quijote. Si pudiera saber que hoy es famosísimo en todo el mundo es muy probable que no le sorprendiera en absoluto, pero supondría que es por el Persiles. Y no es que el Quijote le saliera bien de chiripa. Nada de eso. Está escrito con una enorme inteligencia e intención, con mucho oficio y mucha sabiduría. Era que por el tema, por la trascendencia simbólica, por el modelo de novela bizantina, que se consideraba mucho más complejo y alambicado en su momento, y también más moderno y digno de admiración, creía que era lo que iba a perdurar para siempre.
¿Quién puede juzgar la trascendencia de sus obras, su trayectoria, su eficacia? Las hacemos como podemos, como nos salen, de la mejor manera posible, y nuestra primera satisfacción es que sean útiles, que sean hermosas, que den alegría, pero nuestro último consuelo, seguramente porque no hemos cumplido ninguna de esas primeras pretensiones, es que vayan desapareciendo ordenadamente, o al menos desligándose de nosotros, para que podamos sentirnos vacíos, que es, seguramente, en definitiva, la mayor de las ambiciones y soberbias.
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(1).- Ya: El inútil este que no ha hecho una obra medio decente en su puñetera vida pide ahora la dignidad del vaciamiento y del olvido. "Dignidad desnuda". Pero qué tipo más patético.
(2).- Y no se me ocurre nada más que decirlo ahora, con todo el follón del derribo y vandalismo de estatuas, incluidas las de Cervantes.
Habría que hablar del alivio que le supone a un arquitecto que demuelan o alteren profundamente su obra, extinguiendo así su responsabilidad civil sobre cualquier cosa desagradable que pueda pasar de ahí en adelante, pero ese no fue, esta vez, mi caso. Hice la piscina hace muchísimos años y el período decenal estaba ya más que extinguido, e incluso doblado.
No; no era eso. Fue una especie de limpieza interior: Una obra menos, una resta, un aligeramiento de peso. Sentí el placer de ir tachando.
Sin embargo, en el inicio de la profesión, en el inicio de la vida, lo normal es que uno intente dejar huella, llamar la atención, hacer muchas cosas y muy espectaculares. Cuesta mucho ir desocupando esa vanidad, irla vaciando, y casi nunca es un acto libre y voluntario, sino la consecuencia de las decepciones y bofetadas que te va dando la vida. Y el cansancio. Y el hastío. Y la única ansia que al final te queda es la de que te dejen tranquilo, la de vivir en paz lo que te quede y no marear demasiado.
Hay tres vías para lograr la inmortalidad: La personal (vivir tras esta vida otra inacabable), la biológica (tener descendencia que prolongue nuestra carga genética) y la de la fama (que incluso después de muertos nos recuerden muchos). Es una ansia natural, una especie de desajuste e hipertrofia del instinto de conservación. Es lo que ha dado origen, por ejemplo, al expresionismo y a las religiones. Pero este charco me queda muy grande, y además es inapropiado para lo que quiero contar ahora, así que lo dejamos aparcado y solo tocaremos el aspecto de la fama.
Ya desde los primeros cursos de iniciación a proyectos en las escuelas de arquitectura vemos en los alumnos una ciega necesidad de notoriedad que nos llama la atención. Apenas sabrían dividir una planta cuadrada en dos ambientes y ya se lanzan a dibujar amebas, curvas y contracurvas, poli-poliedros muy irregulares, zahahadidades que no pueden controlar. No tienen la picardía o la mera prudencia de intentar aprobar la asignatura; no: Quieren estrellarse, darse el gran batacazo imaginando que controlan. Quieren ya el monográfico de El Croquis y que les den el Pritzker. Tienen prisa. Quieren fascinar, demostrar lo buenísimos que son. No saben aún abrir una puerta hacia donde menos estorbe, pero pretenden enseñar a la humanidad entera todo su talento.
El deseo de Borges de desaparecer es propio de una persona mayor y desencantada (y tal vez también sabia), pero los jóvenes quieren todo lo contrario. Buscan expresión, actividad, ruido. El mismo Borges decía que los jóvenes son barrocos, y la explicación que daba me encanta: Lo son por timidez.
El joven quiere vivir y no ve cómo hacerlo. No ve para dónde tirar. Está desorientado. Y busca que lo vean, que se fijen en él. Levanta tímidamente la mano. El viejo tal vez sepa que ser realmente notable es lo contrario: mantener una dignidad desnuda. No sé muy bien qué estoy diciendo; perdonadme(1).
Yo no es que pida que se destruyan todas mis obras (además hay gente que vive en ellas), pero sí tal vez que se destruya la memoria, la documentación, mi peso sobre ellas y el peso de ellas sobre mi espalda y sobre mi conciencia.
Me gustaría mucho, cada vez más, que nadie supiera que esa casa tan mala es mía, y que tampoco se conociera mi autoría ni mi participación en aquella otra que fue buena pero que ha sido adulterada y destrozada por sus usuarios; ni, todavía menos, que se me relacionara con un pésimo proyecto mío cuyos habitantes han dignificado, mejorado y embellecido. No. No quiero estar ahí, pegado a mis obras, encadenado a ellas. Quiero ser inocente como un niño pequeño, quiero ser virgen, quiero estar desnudo.
Me llaman la atención los niños: No sé si son puros, pero son inocentes. Son irresponsables. Tienen la conciencia limpia. Luego, con la vida, todos nos la vamos llenando de escombros y aspiramos de una forma u otra a dejar memoria. ¿Podríamos, llegados a un cierto punto, intentar irnos descargando de todo eso, poco a poco, de lo que sea posible, de cuanto más mejor?
¿Hay ahora algún ente que sea Cervantes y que esté orgulloso del lugar que ocupa en nuestra memoria(2)? ¿Hay en algún sitio algo que sea García Lorca y que esté orgulloso de haber ganado?
Cervantes estaba convencido de que su mejor obra era Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una cosa verdaderamente intragable, tanto ahora como ya en su época, y habría apostado por ella sin duda muy por encima del Quijote. Si pudiera saber que hoy es famosísimo en todo el mundo es muy probable que no le sorprendiera en absoluto, pero supondría que es por el Persiles. Y no es que el Quijote le saliera bien de chiripa. Nada de eso. Está escrito con una enorme inteligencia e intención, con mucho oficio y mucha sabiduría. Era que por el tema, por la trascendencia simbólica, por el modelo de novela bizantina, que se consideraba mucho más complejo y alambicado en su momento, y también más moderno y digno de admiración, creía que era lo que iba a perdurar para siempre.
¿Quién puede juzgar la trascendencia de sus obras, su trayectoria, su eficacia? Las hacemos como podemos, como nos salen, de la mejor manera posible, y nuestra primera satisfacción es que sean útiles, que sean hermosas, que den alegría, pero nuestro último consuelo, seguramente porque no hemos cumplido ninguna de esas primeras pretensiones, es que vayan desapareciendo ordenadamente, o al menos desligándose de nosotros, para que podamos sentirnos vacíos, que es, seguramente, en definitiva, la mayor de las ambiciones y soberbias.
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(1).- Ya: El inútil este que no ha hecho una obra medio decente en su puñetera vida pide ahora la dignidad del vaciamiento y del olvido. "Dignidad desnuda". Pero qué tipo más patético.
(2).- Y no se me ocurre nada más que decirlo ahora, con todo el follón del derribo y vandalismo de estatuas, incluidas las de Cervantes.
Buen tema sobre el que escribes, la trascendencia y la inmortalidad. Pero ¿no has pensado que si no la deseas por tus obras, por tus trayectorias intelectual o laboral, quizás la consigas a través de este blog? La memoria de Google es mucho más fiable que la de tus descendientes o ladrillos (los de verdad, no estos estupendos textos de este estupendo blog)
ResponderEliminarMuchas gracias. Pero todos sabemos que alguna vez petarán los servidores de tanto almacenar tonterías y todo se irá a la porra.
EliminarO cerrará Blogger, o habrá una reconfiguración o actualización que arrasará con la morralla viejuna. O algo.
(Pero sí: Me contradigo muchísimo. Escribir es para mí una forma de desahogo y limpieza, pero también hay vanidad y afán de ser reconocido).
Encomiable encontrarse con alguien que piense y relacione conceptos.
ResponderEliminarLa estructura mental de mi persona ya es tan viejuna que piensa como Borges, básicamente porque lo que ya más me agrada en esta vida es dormir. Y digo yo que por algo será!