El otro día vi que lo que tenía escrito ya alcanzaba la extensión que me parece adecuada para una píldora, y sentía que me quedaban cosas por decir. Por eso prometí seguir con ello. Pero visto ahora más fríamente, creo que no doy más de mí.
Iba a hablar de la peineta de encaje de acero (cortén, of course), de la escalera de esquinas blandas, de los techos de neones y de los de chapas… pero no. Lo resumo todo diciendo que cada ambiente, cada detalle, cada truco, tiene el material “adecuado”. O sea: demasiados trucos, demasiados detalles y demasiados materiales, pero eso es propio de nuestro tiempo, que no busca la unidad ni la coherencia en las obras, sino la diversidad, la capacidad de responder a cada pregunta en un idioma distinto.
Prefiero dejarlo ahí, repitiendo una vez más que Herzog y de Meuron siempre saben escoger los materiales, las respuestas y los idiomas. Plas, plas, aplausos y yatá.
Me voy a la Central Eléctrica de Mediodía, en Madrid, edificio que, efectivamente, estaba protegido. Es una correcta nave doble, de ladrillo, con estructura de… yanotá (fundición de hierro, a base de piezas roblonadas). Una nave de las de entonces, sin nada especial, con el esmerado trabajo de albañilería que se hacía en su tiempo, y que hoy nos produce cierta ternura.
La nave no tiene más valor que el tipológico, curiosa clasificación dentro de los bienes a proteger, y que quiere decir más o menos que no es una obra valiosa en sí misma, pero que remite a una época, a una sociedad y a unas circunstancias que merecen tener ese botón de muestra como testigo histórico. Según eso, habrá que proteger las chabolas y también los barrios marginales, pues tienen un alto valor tipológico, sociológico e histórico, y seguramente a algún historiador de dentro de unos siglos le gustaría ver todo eso.
Si es así, esta nave de ladrillo ya no podrá verla ningún historiador. ¿Dónde están sus demenciales generadores eléctricos, dónde su cubierta, dónde sus cimientos? ¿Dónde está el sabor de la época a la que remite?
He leído por ahí (Arquitectura Viva, nº 116, p. 86) que se cargaron el zócalo porque no tenía valor. Verdaderamente, las excusas que se escriben a veces son increíbles. Al final va a resultar que dejaron la nave levitando a la fuerza. Ellos no querían.
En cuanto a la interpretación, unilateral e interesada, de qué tiene valor y qué no, repito que me parece un gol por toda la escuadra a los aburridos garantes de la conservación del patrimonio. No creo que esa nave fuera merecedora de protección, pero si la consiguió no se la supieron proporcionar. La dejaron indefensa.
Al final, esa nave protegida habría languidecido sin un uso adecuado, se habría ido deteriorando y degenerando, y habría quedado sola, sucia, olvidada, muerta. Déjense por tanto de justificaciones tontas. La arquitectura es (quizá por encima de todo) emoción espacial, y pasar bajo un mamotreto de ladrillo suspendido en el aire, que casi te peina el quiquiriqui de la coronilla, es una emoción espacial. Y el Caixa Forum de Madrid te da esa emoción, y vale mil veces más que lo que valía la nave. Pero que no nos mareen con la conservación.
Y, repito, en este caso sí me parece pertinente la arquitectura espectáculo. Que se lo pregunten a los de La Caixa.
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