martes, 24 de diciembre de 2019

Banana

Perdonadme que vuelva a sacar el tema del que ya he escrito en varias ocasiones, pero es que vuelve a estar ahí delante, y seguirá saliendo una otra vez, y volverá a haber los mismos comentarios y las mismas indignaciones. (Y yo volveré a decir lo mismo, poco más o menos).

Esta vez es que un artista ha pegado una banana a la pared con cinta americana.


Pues muy bien. Pues vale. Bueno. ¿Y qué? ¿Os ha molestado? ¿Os ha perjudicado en algo? ¿Os ha insultado? Ah, que ha insultado vuestra inteligencia, y eso sí que no vais a tolerarlo.

En mi opinión, el único problema que hay, y que es lo que da sentido tanto a la obra como a la noticia, es que LO HA VENDIDO POR 120.000 DÓLARES. Ahí está la gracia. Si no lo hubiera vendido no le habría parecido mal a nadie, pero tampoco habría llamado la atención. Todos hacemos tonterías parecidas o incluso peores, pero la diferencia es que nuestras idioteces no nos hacen ricos.

Por lo tanto, si me permitís un análisis, yo diría dos cosas: La primera es que lo que caracteriza a esa obra de arte es que la puede hacer cualquiera. Exacto. Ese es el quid: "Eso lo hago yo". Precisamente. Esa es su razón de ser y su justificación. A todos nos parece un mundo pintar Las Meninas o esculpir el David, y por eso respetamos y veneramos esas obras, y las admiramos con toda nuestra capacidad de admirar. Pero pegar una banana en la pared lo hace cualquiera. Eso es. Y el que lo haga cualquiera es, precisamente, su mejor cualidad. (En realidad es su única cualidad).

Y la segunda es que esa chorrada se pone a la venta por un precio astronómico ¡y se vende!

Pues creo que no hay más que hablar. El paradigma del arte ha cambiado, y en esta sociedad y en este momento lo único que cuenta es la venta. Fijaos en la noticia que han publicado todos los medios: La mera existencia de esta obra de arte va íntimamente asociada a su precio. Sin este, aquella no tiene sentido. En ninguna reseña se soslaya el precio. Es imposible hablar de la ocurrencia de la banana sin decirlo, porque la obra de arte consiste en la tasación. ¿Por qué ciento veinte mil dólares en vez de uno con veinte, o de un millón doscientos mil? El precio es más importante que la obra. El precio es lo único que cuenta. El precio justifica la obra. El precio ES la obra.

Cuando lo leí pensé inmediatamente que lo único sensato que podría hacer un coleccionista, un rico amante del arte, sería comprar la banana y comérsela. (Entre otras cosas porque ahí pegada no puede durar mucho sin pudrirse). Esa sería la completitud de la obra de arte: Un artista tiene una idea provocativa que consiste en fijar una banana a la pared con cinta adhesiva; esa idea se enriquece al ponerle a la chorrada un precio disparatado. Hasta ahí lo que puede hacer el autor y su galería; pero la action queda incompleta; tan solo está planteada.
Entonces llega la segunda parte (obra abierta, participación del receptor, etc), que consiste en que un coleccionista con una ingente cantidad de dinero disponible para gilipolleces (los hay) compra la obra, la saca de su contexto como objeto expuesto y venerable y se la come.

Se rompen así dos veces las estructuras semánticas. Se produce dos veces la ansiada fisión: En un primer camino, de ida, provocador, el artista saca la banana de su campo semántico de fruta alimenticia y la eleva al sagrado altar de la exposición artística. Así la descarga de su significado original y la carga de uno nuevo inesperado y dignísimo de "obra de arte". Pero después el comprador, en el camino de vuelta, la despega de la pared, la pela y se la come, restituyendo así su primer significado.
Me parece fantástico.
¿Qué ha ocurrido en todo el proceso de sacralización y desacralización? Nada. Solo han ocurrido ciento veinte mil dólares.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Bochorno

Desde que nuestras lloradas tarifas de honorarios fueran destruidas y abominadas, a todos nos ha pasado más de una vez que por muy bajos que ofertemos nuestro trabajo siempre damos con un miserable -mal rayo le parta- que se propone como más barato que nosotros y nos levanta el encargo.

Esto me ha hecho pensar más de una vez que qué triste es que otro que pide menos dinero que tú se lleve el gato al agua, pero que aún lo es más que seas tú quien triunfe, porque eso significa que eres el más arrastrado, el más ruin, el más infeliz.
Ahora cualquiera que se quiera hacer una casa (qué digo una casa: y un certificado) da un mínimo de cinco telefonazos a otros tantos estudios y organiza así un miniconcurso exprés de arquitectura en un pis pas: "¿Tú cuánto me cobras?" "¿Y tú?" "¿Y tú?... Y gana el que diga la cifra menor. Si eres el agraciado, inmediatamente te dices que has sido imbécil, que si nadie ha bajado tanto como tú por algo será, que has hecho el primo y que te has estrellado y vas a trabajar mucho por una ridiculez.

Es lo mismo (pero al revés) que pasa en las subastas: Uno puja por un cuadro, una joya, una moneda, pugna con otros interesados y al final se la lleva. ¡Bravo! Pero entonces, inmediatamente, piensa: "¿Por qué nadie ha querido llegar hasta esta cifra?" "¿Habré pujado de más?" Y de repente está seguro: "He pagado demasiado. Esto no vale lo que he ofrecido". Y se arrepiente en el acto.

 -¿Dos mil y pico por ese cromo?

Nuestra profesión se ha convertido en una subasta diaria a la baja, hasta que finalmente cuando conseguimos que nos encarguen algo nos damos cuenta de que hemos sido muy optimistas en nuestras estimaciones de tiempos y de gastos, y de que más nos habría valido perder ese trabajo.
Casi siempre gana algún ser vil y despreciable que se cruza por medio ofreciéndose por una mierda, con lo que nos daña, se daña a sí mismo y daña la profesión y su ya mermadísimo prestigio.

Bueno, pues os tengo que contar con mucha vergüenza que esta vez el ruin, el vil, el miserable he sido yo.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Mecenas

ADVERTENCIA ANTES DE EMPEZAR: Tenemos una casa muy agradable, muy bonita, muy funcional, muy de todo, pero tiene las paredes pintadas al gotelé y con diversos colores pastel. Gotelé; ¿vale? Pastel; ¿de acuerdo? Pues asumidlo. Tomad aire, relajaos; no pasa nada. Contad hasta diez y no os excitéis ni os indignéis cuando veáis las fotos que siguen. Tomaos vuestra medicación, serenaos todo lo que podáis y no me mandéis demasiado a la mierda. Muchas gracias. Dicho lo cual, empezamos:


Mi amigo Ekain Jiménez me ha llamado ya dos o tres veces "Mecenas" porque he participado mínimamente en hacer correr la voz de que estaba pintando arbolitos de Navidad para quien quisiera, y así, de algún modo bastante insignificante, le he ayudado a difundir su obra y a extender su fama. Supongo que también me lo llamará porque tengo más obra suya, como veréis a continuación.

Ojalá fuera yo de verdad su mecenas, o al menos su representante. Primero le pondría a sus obras los precios adecuados, y luego las pilas a él para que se lanzara al frenesí de la producción venal y del más vil mercantilismo. Otro gallo nos cantaría a los dos: Él gozaría del dinero, de la fama y del prestigio que su talento merece y yo de un veinte por ciento.

(Nota que viene a cuento: Ekain, además de magnífico dibujante y acuarelista, es un narrador curioso. Está liado ahora con su personaje "El hombre del sombrero", haciéndolo pasear por su mundo onírico y surrealista, y espero que pronto lo saque a la luz a este mundo nuestro, mucho más prosaico y tan necesitado).


Obviamente, le hice un pedido de arbolitos. Juro que pretendía utilizar las tarjetas (acuarelas originales) para felicitar a mis amigos, pero cuando mi mujer y yo las tuvimos en nuestras manos no fuimos capaces de deshacernos de ellas. (Tan solo regalamos una).

Hemos enmarcado los arbolitos navideños y los hemos colgado en la pared. Los he mirado con satisfacción y entonces he visto que tenemos unos cuantos dibujos y cuadros de amigos, de gente muy buena y muy entrañable, y sí que me he sentido en cierto modo no un mecenas, pero sí un hombre rico, un coleccionista de arte, un connaisseur. Tanto que voy a presumir mostrándoos parte de mis tesoros.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Baroja, Valle Inclán y la Almudena

A David, a Agustín y a Alberto.
Es siempre un placer hablar con
ellos y escucharlos.


Hace unas semanas formé parte, con David García-Asenjo LlanaAgustín Ferrer Casas y Alberto Ruiz Colmenar, todos ellos muy buenos amigos y personas de muy fundamentado criterio, de una mesa de debate sobre "Comunicación de arquitectura en medios no especializados" dentro del Máster en Arquitectura de la Universidad Rey Juan Carlos.


No voy a haceros aquí un resumen de lo que hablamos, pero sí que lo voy a usar como base para lo que hoy quiero contar.

En la introducción, Alberto Ruiz puso un pasmoso ejemplo de la jerga que usan ciertos arquitectos (muchos, por desgracia demasiados) para hablar de sus cosas. Consistía en unas páginas de una revista de arquitectura en las que aparecía un muy buen edificio: limpio, elegante, inteligente, bien resuelto... pero con unos textos infumables, incomprensibles, estúpidos y muy groseros de los mismos arquitectos, que con esa faramalla de absurdeces pretendían explicarlo.

Hay arquitectos muy buenos, que en sus proyectos hacen alarde de tacto, potencia, talento y claridad, pero que cuando los explican lo llenan todo de farfolla, chorradas y frontoncitos. No comprendo por qué no escriben como proyectan. No entiendo que tengan dos personalidades tan diferentes. ¿En sus edificios ponen canecillos falsos, pilastras de mentira, arcos de cartón-piedra? No. ¿Entonces por qué todo su discurso está lleno de ridiculeces similares?

Siempre he creído que cuando se escribe así es porque no se tienen las ideas claras. También dijimos en aquella mesa de debate (y todos estuvimos de acuerdo) que hay una idea preestablecida de que es necesario escribir así para hacerse respetar o admitir en el círculo selecto.

En definitiva, todos los presentes propugnamos la sencillez y la claridad en la comunicación. (De hecho a mí me invitaron por cómo escribo en este blog, siempre intentando que se me entienda, en vez de querer epatar con palabrerío aparentemente culto, pero lamentable. Y sí: volvió a salir mi tabla, y no la saqué yo. En cuanto a mis ilustres compañeros, estaban allí porque siempre han dado muestras de que se explican divinamente y son grandes comunicadores y divulgadores de la arquitectura, y porque el rigor no solo no está reñido con el aburrimiento, sino que es todo lo contrario)(1).

Lo que sigue, aunque se inspira en lo que hablamos allí, son opiniones mías, y, aunque seguramente mis compañeros compartan más de una, no quiero embarcarlos ni hacerlos solidarios.

Para empezar, yo diría que cuando uno no es un brillante artista del lenguaje más le vale ser sencillo y escribir como Baroja. Pero hay algunos elegidos que tienen unas fantásticas cualidades y son exuberantes, y deben serlo, como Valle Inclán.

domingo, 1 de diciembre de 2019

El belén y el alacrán

Ayer hice un hilo improvisado en Twitter. Tan improvisado que cuando se me acababa un tuit con una frase a medias la seguía en el siguiente. No corregí nada, no releí nada. Lo escribí de un tirón.
Hoy me está vibrando y pitando el teléfono sin parar, y soy incapaz ya de dar las gracias, puntualizar algún comentario, rebatir o siquiera mirar las notificaciones. Estoy desbordado.
Las reacciones son extremas: Unos me llaman genio y otros idiota. No soy ni una cosa ni otra, pero estoy bastante más cerca de lo segundo; y no lo digo por falsa modestia, sino porque la idiotez es muchísimo más fácil y más frecuente que la genialidad, y sé positivamente que jamás llegaré ni siquiera a asomarme a nada genial, mientras que una o dos idioteces sí que hago o digo cada día.
Soy idiota, por ejemplo, porque estoy a punto de lanzar esta entrada -que pasa a limpio aquel hilo tuitero- al proceloso mundo de internet, y sé que estaría mucho más tranquilo y cómodo si no lo hiciera, pero creo que debemos decir algo ante el panorama que nos rodea, y necesito decirlo.
Soy como el alacrán del conocido cuento, que supongo que conoceréis casi todos, pero que resumo para quien no lo sepa:
Un alacrán tenía la imperiosa necesidad de cruzar un río, pero no podía hacerlo porque le era imposible nadar. Le pidió a una rana que iba a cruzar que lo montara a su lomo y lo llevara de pasajero. La rana dijo que no, que le daba miedo porque la picaría y la mataría con su veneno. Él la convenció: ¿Cómo te voy a picar? ¿No comprendes que si lo hago y mueres yo me ahogo? Al anfibio ese razonamiento le pareció irreprochable y consintió en montarlo a su espalda.
Cuando estaban en medio del río el alacrán le pegó un aguijonazo a la rana. Esta, sintiéndose morir, le preguntó asombrada por qué lo había hecho, y el alacrán, ahogándose y a punto también de expirar, le contestó: "No pude evitarlo: Es mi carácter".
Pues eso: Se ve que yo también soy un alacrán y no puedo evitarlo. La tentación es más fuerte que mi instinto de conservación. Que sea lo que Dios quiera.
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Me pregunto si me gusta este belén que acaba de montar el ayuntamiento de Barcelona en la plaza de Sant Jaume:

Imagen tomada de La Vanguardia

Me lo pregunto y en seguida me respondo que qué más da si me gusta o no. Que me guste o no me guste es completamente irrelevante; solo tiene interés para mí. En mis gustos soy soberano y, por eso mismo, nadie es quién para decirme qué me tiene que gustar y qué no. Pero, también por eso, yo tampoco soy nadie para proclamar mi gusto con afán de proselitismo ni de provocación.

Por lo tanto, como digo, que me guste no tiene ninguna importancia para nadie. Que me pregunte si me gusta creo que sí la tiene. Quiero decir: que nos estemos planteando ahora todos si nos gusta o no nos gusta tiene una importancia capital, independientemente de lo que cada uno responda. (En esto, como digo, cada uno es dueño y señor de sí mismo). Y por eso precisamente sí que me gusta, sí.

El debate, la cuestión de que esto esté coleando por ahí y haya llegado hasta mi blog es porque el ayuntamiento de Madrid ha inaugurado el otro día su belén "tradicional" en su sede de Cibeles, y los políticos de los diversos partidos se han felicitado por lo bonito que ha quedado. Pero uno de ellos, patoso por demás, ha declarado que le gusta mucho porque es "tradicional", como tiene que ser, y no como ese tan horroroso de Barcelona, que es tan feo como su alcaldesa.

Eso de que uno solo sea capaz de alabar una cosa poniendo a parir otra (y de paso el aspecto físico de alguien porque sí) dice mucho de su catadura moral y de su profundidad intelectual.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Nuestros antepasados

(A Merxe Navarro)

Mi amiga virtual en las redes Merxe Navarro me ha pasado indignada un artículo donde, de nuevo (y ya es una costumbre) se denigra la arquitectura. (Clicad aquí).

La cosa consiste en que el ayuntamiento de Jávea (Xàbia en valenciano) acaba de aprobar una ordenanza que prohíbe las cubiertas planas, las grandes cristaleras y todos los excesos demoníacos de la arquitectura contemporánea, esa siniestra disciplina. (No sé si, ya puestos, y en plena carrerilla purificadora y salvífica, han prohibido también los versos que no riman, la pintura abstracta, la música dodecafónica y el fútbol femenino).

El periodista nos lo cuenta con verdadero entusiasmo. Se ve que es muy partidario: Nos dice que bueno, que sí, que ha habido alguna casa moderna muy premiada, pero que eso ha degenerado ya en verdadero vicio y desparrame, a lo que el alcalde, justamente indignado, ha puesto fin. Ya era hora.

El ayuntamiento, harto de esto:


ha exigido esto otro:

Estas dos fotografías están sacadas de la galería de imágenes
del artículo citado. O sea, que no son exageraciones mías.

Mucho mejor. Dónde va a parar.

Pero el motivo por el que vuelvo a hablar de este aburrido y manido tema es porque me ha hecho gracia. Me ha divertido mucho que el asco que siente esta gente por un cierto lenguaje arquitectónico sea vergonzante; vamos, que no se atrevan a reconocerlo, sino que lo justifiquen con una excusa "razonable" e incluso "racional".

Y la excusa elegida esta vez es... ¡tachánnnn!... ¡LA EFICIENCIA ENERGÉTICA! ¡BRAVO! ¡BIENNNNN! ¡YUJUUUUU!

(Fuente de la imagen aquí)

La eficiencia energética, la sensatez económica, la sostenibilidad. Joé, si es que le saben emocionar a uno.

(Fuente aquí)

lunes, 18 de noviembre de 2019

Otro fracaso

Hace unos años me encargaron un proyecto modestísimo que consistía en una marquesina o porche junto a la puerta de un cementerio para que los dolientes de los entierros pudieran recibir el pésame de los vecinos.

Hasta ese momento se ponían de pie delante de la tapia, al sol o a la lluvia, y allí aguantaban estoicamente el desfile del pueblo, con sus besos, abrazos, o apretones de manos.

Lo único que tenía que hacer yo era pensar un techo bajo el que el rito continuara como siempre, solo que con algo menos de dureza.

Se trataba de resguardar de las inclemencias del tiempo, y de paso de dar una cierta connotación de acogida o protección.

Había un presupuesto ridículo, por suerte. Así no había tentaciones de "hacerlo bonito", que son las que siempre echan a perder estas cosas.

Naturalmente, fue pensar en una marquesina e irme de cabeza a la del patio de la Embajada de Suecia en Madrid.


Es una de las obras mínimas más atractivas que conozco, y solo la he entrevisto (mil veces: a diario durante años) desde la calle. Nunca la he contemplado entera ni a placer, sino escondida tras la tapia y los árboles (y eso que supongo que no habría tenido ningún problema en que los de la embajada me la enseñaran). Quizá, por eso mismo, por no haberla visto nunca bien del todo, de alguna forma la tengo idealizada.

Soñé -pero solo fue un momento- en hacer una estructura metálica desnuda. No: Ya sabía desde el primer instante que eso no podía ser. Fue -no había otra opción- un tejado de teja cerámica a un agua adosado a la tapia por un lado y con dos pilares de ladrillo por el otro. Bueno. Ni tan mal. Una cosita muy evidente.

sábado, 16 de noviembre de 2019

Su blog favorito

Ayer, viernes 15 de noviembre, un amigo en twitter me señaló un artículo en la sección La Otra Crónica (LOC) del periódico EL MUNDO(1), que glosaba la exitosa y reciente entrada de este blog sobre la casa de la modelo y el jugador de baloncesto arquitectos.

Me puse a leerlo con interés y con expectación. Por una parte me sigue llamando la atención la cada vez más extendida costumbre de los periodistas de armar un artículo glosando el de otro, a quien no le envían ni la delicada lata de caviar iraní ni el contundente jamón ibérico(2). Pero por otra, me hace mucha ilusión que me citen, y más que me citen elogiosa y cariñosamente. En ese sentido, este artículo no podía empezar mejor: "Leo en mi blog de arquitectura favorito..."


"¡Anda, qué bien!", me dije, y seguí leyendo.
Pero en todo el texto ni mencionaba mi nombre ni, lo que sería más pertinente, el de este blog. Hay uno, su favorito, en el que se habla de ese asunto. Pues bueno.

Os aseguro que por unos momentos pensé que a lo mejor otro blog (su favorito) había tocado también ese mismo tema. ¿Y le había dado la misma orientación que yo? ¿Y había señalado también los mismos detalles? No: Tenía que ser el mío.

Como lo que me había señalado mi amigo era el propio tuit del autor que adjuntaba su artículo de LOC, pude contestarle directamente. Le dije: "Muy bueno. Me quedo con ganas de saber cuál es su blog favorito".

Y a partir de ahí se desató la mundial. Ay, la que lié(3).

martes, 12 de noviembre de 2019

Aseos (y II)

(Nota previa: Esta entrada está basada en experiencias mías como usuario. Con tan escasa muestra estadística lo más seguro es que mis opiniones y conclusiones sean muy rudimentarias e incompletas. Os animo a comentar para aportar más puntos de vista y para contradecir los míos).
(Ah, y perdonad alguna guarrería. Intento ser lo más aséptico posible, pero sé que hablo de un tema tabú).

Según mi experiencia de muchos años exonerando subproductos de mi metabolismo en establecimientos públicos, me atrevo a hacer este decálogo de nueve mandamientos (con envío a un décimo que redondee la lista):

1.- Prohibido separar el inodoro del lavabo. Juntitos, sí. Los dos a mano en un mismo ambiente.
Ejemplo a). Un ostomizado se tiene que cambiar la bolsa. Se baja los pantalones y los calzoncillos, se la quita. Se limpia restos. (Me agradeceréis que no dé demasiados detalles de algo que, por otra parte, es bastante sencillo y nada traumático). Necesita lavarse las manos, por ejemplo. Pues bien: Sale de la cabina de inodoro con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, cantando "las muñecas de Famosa se dirigen al portal" (también se dice "haciendo el pingüino"). Saluda a quien esté por ahí. Se lava. Vuelve a entrar a la cabina del inodoro cantando de nuevo la cancioncilla del querido Luis Figuerola-Ferretti.

En el famoso anuncio de Famosa las muñecas iban andando con una escasa
movilidad de pies similar a la de alguien con la ropa trabada por los tobillos.

Ejemplo b). Una mujer se cambia el tampón y ¡mierda! necesita lavarse. Pues también tiene que hacer un "Famosa" para conseguirlo.
Ejemplo c). Un usuario se está limpiando el cañón del Colorado con el papel higiénico y comete un error de estimación de fuerzas y resistencias. En conclusión, sus dedos... Bueno, vale, que ahora también las muñecas de Famosa se dirigen al portal para hacer llegar al niño su cariño y su amistad.
Ya está bien.
Ya basta.
Lavabo a mano desde el inodoro. Es una exigencia obvia, indeclinable.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Hasta el más mínimo detalle

Perdonad: Os tengo prometida una segunda entrada sobre aseos, y estoy con ella, pero de pronto se ha abierto paso otro asunto y ¿quién puede pensar en aseos? ¿Quién puede pensar ya en nada después de esto?

Este blog no está al tanto de las noticias de última hora, pero ha llegado a mis manos un testimonio desgarrador (desgarrador para nosotros; para los protagonistas es muy plácido y muy feliz) y lo tengo que compartir con vosotros urgentemente.

Tengo ante mí un ejemplar del número 3927, de 6 de noviembre de 2019 (dentro de tres días) de la revista ¡HOLA!, en el que sale la casa que los famosos Helen Lindes y Rudy Fernández se han hecho en las afueras de Madrid. (No solo es que se hable de la casa, sino que el reportaje llama al lector desde la parte superior y principal de la portada, de la que ocupa casi dos tercios. Es decir: es el asunto principal de este número).


Ya en esa portada nos dice la dueña: "Rudy y yo hemos diseñado todo juntos, desde el exterior hasta el más mínimo detalle interior", y empiezo a temblar.

Supongo que es una forma de hablar, y que quiere decir que se han implicado mucho CON EL ARQUITECTO(1) en la concepción de su casa, y que ha habido entre ellos muy buena comunicación y colaboración. Eso es fantástico. Así deberían ser todos los clientes. (Son los que más guerra nos dan, pero con quienes nos quedamos más contentos).

Aunque ya me huelo yo que no van a ir por ahí los tiros. No obstante, me pongo a mirar el reportaje con muchas ganas de leer algún: "Le dijimos al arquitecto..." o cosa similar.

Nada.

El arquitecto no existe.

-¿Han visto ustedes a algún arquitecto por aquí?
-¿Arquitecto? Fiuuuuuu. Pssssssss. Uhhhhhh(2).

Pues no ha habido tal: Hacía tiempo que la pareja quería hacerse su casa y lo han diseñado todo juntos. Meter a un repugnante "técnico titulado" en ese núcleo de amor y comprensión habría sido una atrocidad.



martes, 29 de octubre de 2019

Aseos (I)

Dedicado al ingeniero Carlos Blanco Gutiérrez,
por su interés y generosidad en su colaboración.
(Todas las fotos que aparecen, menos la que digo,
me las ha mandado él, y bastantes más que no pongo).


Cada vez estoy más convencido de que hay que hacer una suerte de TripAdvisor dedicado exclusivamente a los aseos de los establecimientos.
Que en un restaurante las carnes estén muy tiernas o tal vez algo secas, que asen los pimientos muy bien o no tanto, que la carta de vinos sea excelente o mediocre, o que el rodaballo sea una obra de arte o un apaño sin fuste no me interesa tanto, en definitiva, como que los aseos sean una instalación decente o la puerta del infierno. Comer, sé que voy a comer, algo mejor o algo peor, pero al fin y al cabo comeré. No hay nada que una cerveza bien fría no pueda ayudar a engullir. Pero mear... y... (lo otro)... ¡Ay, Dios! ¿Podré conseguirlo? Y, sobre todo, ¿podré conseguirlo sin dejar en ello buena parte de mi integridad física y moral?


Yo ya, por mi parte, y desde hace tiempo, solo entro en TripAdvisor para calificar aseos.

Esta foto la hice yo después de haber empeorado aún más la situación:
Intentando no pisar un charco creo que colaboré a hacer otro.

Lo de los aseos en locales de pública concurrencia es un tema tremendo. En algunos casos nadie se explica por qué la autoridad competente no ha cerrado el negocio hace unos cuantos lustros.

Uno de los records, el de salpicoteo de calzado, se lo llevó la discoteca del Fraile, de Seseña, que duró (o yo en ella) hasta 1985, más o menos. Era una nave almacén semiacondicionada. Una verdadera distopía que hoy seguro que estaría en el top de la moda y del glamour indie o hipster. No la describiré. Tan solo señalaré que en los aseos de chicos había una batería de urinarios cuyo desagüe era a chorro libre. De cada urinario colgaba una manguera verde de las de regar, que terminaba a veinte centímetros del suelo y escupía tu orina directamente contra tus zapatos. Se pretendía que lo hiciera a una canaleta de mortero bruñido que corría por el encuentro del suelo con la pared, pero caía más fuera que dentro. Los meadores, conocedores de este efecto (excepto algún novato, que siempre los había) nos poníamos a obrar lo más lejos posible de los urinarios, con lo que tal vez salvábamos nuestros zapatos, pero empeorábamos aún más el chapoteo del suelo. Qué asco.

Pero poco después de mis experiencias en lo del Fraile tuve la oportunidad de conocer un sitio de moda en Madrid: de modísima y carísimo: El Teatriz, un antiguo teatro acondicionado y decorado por el entonces famosísimo Philippe Starck. (¿Dónde estará ahora? ¿Qué habrá sido de él?). Un sitio pijísimo, exquisitísimo y postmodernísimo donde yo, que soy más bien campechano y bruto, me estaba encontrando muy incómodo hasta que por fin fui al aseo a orinar. Ahí ya me vi como en mi pueblo, y actué con el aplomo y la seguridad que da la experiencia.
Al entrar, el multilavabo era como una mesa de billar o un futbolín grande. Costaba unos segundos saber de dónde manaba el agua y por dónde se iba, y otros más decidir si te querías lavar las manos o preferías hacer la croqueta sobre él. Pero con los urinarios no había duda: Desde el primer instante me vi en la discoteca del Fraile: Una lámina de agua caía resbalando sobre una plancha de acero inoxidable que forraba la pared. Lo único que tenías que hacer tú era buscar un hueco libre entre los meantes ante esa pared, ponerte y sumar tu caudal al que ya caía.
Conocedor de las técnicas necesarias para salvar mi calzado grité a los demás: "¡Ojocuidao!" mientras me bajaba la bragueta a un par de metros de la cascada. (Yo era joven entonces).

miércoles, 23 de octubre de 2019

Perfecto

Acabo de terminar de leer La casa de los pintores, de Rodrigo Muñoz Avia. (Los pintores a quienes se refiere son sus padres, Lucio Muñoz y Amalia Avia).  
Me ha interesado muchísimo y me ha gustado muchísimo. Y lo he subrayado muchísimo. De entre todos los pasajes que he marcado, quiero señalar aquí este:

No siempre estaba claro cuándo una obra estaba terminada. En el caso de los murales la instalación en el lugar para el que habían sido concebidos marcaba un punto de no retorno que los hacía más definitivos, pero en el resto de los cuadros la tentación de seguir transformándolos existía siempre para mi padre, independientemente de que estuvieran firmados o hubieran sido expuestos y reproducidos en catálogos. Él explicó en algún texto que una obra nunca está terminada, que solo la muerte es algo acabado, que cierta forma de imperfección es necesaria porque demuestra que hay vida en el cuadro. Y esta cualidad de la obra, su imperfección, su vida, interpela al espectador y también al artista.

Añade a continuación que su padre estaba modificando siempre los cuadros, y que una vez colocó uno en el recibidor de su casa. Era lo primero que se veía al entrar, y a los pocos días no lo pudo resistir más, agarró una sierra eléctrica y, sin siquiera descolgarlo, empezó a amputarlo. Así aguantó unos pocos días más, pero al cabo volvió a reformarlo. Y así hasta que lo quitó de allí y lo volvió a llevar a su estudio.

Lucio Muñoz. Técnica mixta sobre tabla, 100 x 180 cm2

Rodrigo Muñoz, evocando a su padre, da en el clavo: Perfecto quiere decir muerto. La vida implica imperfección.
Solemos entender la palabra "perfecto" como sinónimo de "excelente", "magnífico", "maravilloso", algo tan bueno que no puede ser mejor, pero su etimología significa "terminado".
Recuerdo de niño la clase de lengua española: "Pretérito perfecto". Me hacía gracia, porque me sonaba a "pretérito estupendo", "pretérito buenísimo", y lo que quiere decir es, sencillamente, "pretérito terminado". "He comido" significa que he terminado de comer. Nada más. Esa es la perfección. (Y ya el "pluscuamperfecto" -más que perfecto- ni os digo: "Había comido").

De la misma forma se usa en derecho: Perfeccionar un contrato, por ejemplo.

Entonces tenemos que estar de acuerdo con Lucio Muñoz: Lo que está vivo evoluciona, varía. Lo perfecto está muerto. "Solo la muerte es algo acabado".

Bruno Zevi señala algo parecido cuando defiende la arquitectura orgánica, los trazados fluyentes, abiertos, no geométricamente rígidos. Él dice que solo deben ser ordenados y simétricos los cementerios. Coincide con Lucio Muñoz: Lo perfecto es lo muerto.

viernes, 18 de octubre de 2019

Nueva Forma

Hoy voy a aprovechar mi blog para hacer un llamamiento a todas las personas de bien que os pasáis por aquí de vez en cuando e incluso lo leéis.

Entre mis múltiples frikadas (manías, extravagancias...) está la de coleccionar la revista NUEVA FORMA.

Mi colección, por ahora, es esta:


(Sí: Ya sé que tengo que adecentar esos revisteros, diseñar una etiqueta para tapar esa lomera, pero lo debería hacer cuando la ubicación de las revistas en ellos fuera definitiva y, por lo tanto, cuando acabe la colección; es decir, nunca).

Os pongo aquí los números que tengo (sombreados en salmón-ocre) y los que me faltan (con fondo blanco) para que si tuvierais a mano alguno de estos últimos os pusierais en contacto conmigo inmediata y urgentemente. (Mi correo es arquitectamoslocos@gmail.com).


Obviamente, admito preferentemente regalos, pero también os propongo intercambios o incluso (¡ay, Señor!) compras (a precio de arquitecto contemporáneo, se entiende).

Como veis, el primer número que tengo es el 12. Antes nada. Y ya del resto voy bastante bien  servido excepto un puñado de números al final. Por el centro el 39 es el único agujero que tengo.

Bueno, pues esta entrada ya está. Lo dicho: Si tenéis alguno de los que me faltan o conocéis a algún arquitecto mayor (lo digo por las fechas de la revista) que por jubilación o por aburrimiento quiera desprenderse de su biblioteca decídmelo.

Muchas gracias.

viernes, 11 de octubre de 2019

Joderse la vida

Quiero contar hoy una historia que me ha conmocionado. A veces el trabajo de arquitecto consiste en meterse (o que le metan) en asuntos que a uno no le importan, y en enterarse de cosas de las que no debería haberse enterado.
Desde que la he conocido estoy queriendo contarla, pero por otra parte debo ser discreto, así que he ocultado, disimulado o cambiado los datos y circunstancias que diré a continuación. Pero el sentido general de este cuento es real, dolorosamente real. Y muy frecuente.

Dibujo de Chumy Chúmez

Un agente inmobiliario de un pueblo no muy lejano del mío da conmigo de rebote, por contactos comunes, y me llama para que vaya a ver y medir una casa y le haga un certificado de eficiencia energética, otro descriptivo y otro de georreferenciación que le ha pedido el notario para hacer la escritura de compraventa. Pero tengo que ir corriendo. Tiene que ser "para ayer".

Ya. Lo de siempre. Lleva semanas con la operación, pidiendo certificados en el ayuntamiento, certificado catastral y nota simple en el registro y ahora, un día o dos antes de la firma, el notario le dice que necesita todo eso.

Me encanta ser una especie de arquitecto de urgencia y resolver el papeleo en un pispás. Y me encantaría más si me pagaran en consecuencia. No, al notario no le regatean. Al registrador tampoco. Pero a mí sí. Lo normal.

Cojo el coche y me presento en la inmobiliaria con mis cacharritos de medir. Me dan las llaves y también la carpeta con todo el expediente, para que vea los datos de la propiedad y todo lo que necesite. Muy bien.

Auxiliado por la aplicación del teléfono llego hasta el casoplón. Aparco y lo miro desde fuera. Tiene toda la pinta de ser una buena bazofia. La parcela es grande, pero con la casa enorme y aislada en medio apenas queda un inútil pasillo de terreno libre alrededor. Todo ese resto de parcela está solado. Hay una palmera en un rincón, cuyas raíces han levantado y roto las baldosas circundantes y cuyas ramas amenazan un alero.

A la enorme casa le sale un bulto semicilíndrico por el oeste y otro por el sur, y un prisma semioctogonal por el norte. La fachada este, por el contrario, es plana y ciega, como si el proyecto previera inicialmente su adosamiento por ese lado, o como si el arquitecto hubiera aprovechado y reutilizado otro anterior. Los dos cilindros tienen una hilerita de ventanas cada uno, pero sus cargaderos son rectos, con chapa metálica vista que forma un polígono que se da de patadas con la curva de los ladrillos vistos, dejando todo tipo de pegotes residuales. Lo mismo pasa con los vierteaguas, también rectos. El mirador semioctogonal tiene ventanas en los centros de sus caras, que por estar en plano quedan mejor resueltas que las de los semicilindros, pero entre unas y otras hay machones de ladrillo visto que perpetran las aristas del octógono con alevosía, pues quedan rotas en líneas irregulares y desconchadas mediante corte de radial.

Todo ello da (de nuevo) la imagen de quieroynopuedo y de Manoletesinosabestorearpaquétemetes. Ganas de chapucear intentando aparentar un grandeur paleto.

Entro y es peor. Una casa con los ciento ochenta y un metros cuadrados construidos en planta baja peor aprovechados de la historia. (Tan mal aprovechados que necesita otros sesenta y cinco en planta primera, igual de tontos).
A todo lo largo de la planta baja, por el centro, discurre un pasillo de 1,80 m de anchura, con puertas a derecha e izquierda. (Demasiados metros cuadrados para nada). La cocina, muy larga, rectangular terminada en un ábside semicircular (uno de los semicilindros que asoman al exterior), tiene más de treinta metros cuadrados, pero es de isla en el centro y a lo largo que le deja pocos espacios aprovechables alrededor. Es decir, con esa superficie enorme apenas tiene una encimera de sesenta centímetros en el centro. Al pasar para medir el ábside me doy con la campana extractora en la cabeza, y más tarde, al salir, me pego un golpe en la cadera con un pico del extremo de la encimera. Seguramente yo soy especialmente torpe, pero la puñetera isla me ha dado dos trompadas en diez minutos. No quiero ni pensar cuáles serían mis lesiones cronificadas si yo viviera en esa casa.

Al salón le sale otro semicilindro poco práctico y poco vistoso, pero muy ampuloso y grosero. Las cortinas por dentro tampoco ayudan. Todo es un estorbo. Es una casa llena de trampas e incomodidades. De la misma manera que con el pasillo y con la cocina, voy midiendo y sorprendiéndome de la enormidad de las distancias, que tanto por la forma absurda de la planta como por el amueblamiento insulso, apenas dan cabida a nada. Son tamaños enormes que dan cansancio, pero no espacio.
Por otra parte, el mobiliario, muy nuevo, apenas estrenado, es muy ramplón. Sobre el sofá hay tres cuadros de los de tienda de muebles cutre. No son ya de cacería de ciervo por perros ni de arroyo con casita y montañas al fondo, sino de la siguiente generación de paletería, abstractos, de un estúpido decorativismo hortera y chabacano (donut plateado sobre rectángulo verde, y manchas rojas salpicadas; etcétera), pero que da "otro toque" "más moderno" a los infelices que los compran.

Los dormitorios son más bien pequeños, o, mejor dicho, como el principal tiene semioctógono y los otros dos tienen chaflanes, al final una gran cantidad de metros cuadrados se traducen en poner una cama en un lado, dos mesillas en el cabecero y nada más. (Tienen armarios empotrados, eso sí).

Vamos, que en más de ciento sesenta metros cuadrados útiles hay una cocina, un salón, dos baños y tres dormitorios. Nada más. No han conseguido que toda esa enorme superficie dé nada más de sí.
Por ello necesitaron una planta alta, más pequeña que la baja, con otro salón, otro baño y un despacho. (En este último hay una mesa de oficina, dos sillas y una estantería. En la mesa hay papeles todavía: albaranes ahí dejados hace ya bastantes años, cartas del banco abandonadas como si los dueños hubieran salido corriendo sin tiempo de archivarlas).

Además hay semisótano. Otro enorme despropósito. Es la proyección de la planta baja completa con sus terrazas, pero sin más tabiquería que la que forma un cuarto de caldera, la escalera y un baño en uno de los extremos. En el gran espacio diáfano restante hay varios ambientes mezclados sin orden ni jerarquía. Por una parte, un gimnasio destartalado. Barras de pesas tiradas y desparramadas por el suelo, discos de pesos como de veinte a cincuenta centímetros de diámetro. Muchos. También algunos tubos metálicos que se me antojan bases para montar aparatos encima, que o no se montaron nunca o se sacaron de allí en la huida. También una barra de bar rústica-hortera, de pub de pueblo de los setenta, chapada de piedra irregular y con el canto de escai y gomaespuma y tachuelas doradas. Taburetes ante la barra. Pero todo ello conviviendo con el garaje y estorbándolo: No hay ningún coche, pero viendo la rampa y el portón de acceso, los dos o tres que caben en el garaje no tienen otra opción que acodarse a la barra y pedirse un calimocho. Sigo sin entender tantas exclusiones obligadas (si bebes cerveza con los amigos no puedes meter el coche) en un espacio tan enorme. Ah, y en otra pared, pero no cerca de la barra, sino más bien entre los aparatos de gimnasia, un mural formado por celdillas prefabricadas para alojar botellas de vino.

Lo mido todo (un trabajo bien engorroso y largo) y finalmente me instalo en la mesa del salón para tomar notas del expediente.

Y ahí viene lo peor.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Las casas a la cara

Gracias a Miguel Barahona, a quien, naturalmente, le dedico esta entrada, acabo de descubrir(1) este dibujo:


y, sobre todo, la historia que hay detrás, que os voy a contar.

Pero antes que nada, por favor, clicad la imagen que acabo de poner para verla más grande, y examinadla con cuidado, que luego os la voy a tomar.

Lo primero que habréis visto (pero eso se aprecia ya en pequeño, y casi con los ojos cerrados) es que el dibujo es de Frank Lloyd Wright. Y lo segundo, ya fijándose, es que los nombres de los clientes son Liliane y E. J. Kaufmann.

Otra cosa que viene en ese dibujo es que la casa se iba a construir en Palm Springs, California (finalmente no se construyó), y otra que debéis saber y no viene, pero que ya os digo yo, es la fecha: 1951.

Hay aún otro detalle muy importante que sí aparece ahí, pero no os lo digo por ahora. A ver si lo descubrís. Es de alguna forma el quid de esta entrada, así que dejadme que me lo reserve para el final. (Pero mientras tanto dadle otro vistazo al dibujo).

Empecemos por los clientes: Los Kaufmann. Edgar Jonas Kaufmann era un empresario y filántropo judío. Un rico propietario de Grandes Almacenes en Pittsburg y en todo el oeste de Pensilvania. Estaba casado con su prima hermana Liliane Sarah Kaufmann, lo que, en principio, podría parecer una ventaja porque conservaba su apellido de soltera y así se ahorraba rehacer bordados y todo tipo de rótulos con su nombre. Pero lo malo es que en Pensilvania, su tierra, estaba prohibido casarse entre primos hermanos, y tuvieron que hacerlo en Nueva York. (Así que ya no traía tanta cuenta aquel ahorro en rotulación y tarjetería varia).

El matrimonio tuvo un hijo, Edgar junior.

De izquierda a derecha: Edgar J. Kaufmann Sr., Edgar J. Kaufmann Jr.
(sí: el hijo parece mayor que el padre) y Liliane Sarah Kaufmann.

Edgar Kaufmann senior admiraba a Frank Lloyd Wright, a quien había encargado diversos tanteos fallidos para Pittsburg, y también le había financiado su proyecto utópico de Broadacre City. Tenían tan buena relación personal y familiar que el niño, Edgar junior, estaba en la alegre comunidad de Taliesin haciéndose arquitecto.

Edgar J. Kaufmann, Sr., en su despacho de los Almacenes
Kaufmann de Pittsburg, decorado por Frank Lloyd Wright.

Así que era obvio que los papás le encargaran al viejo su casa de campo en una finca que tenían cerca de Pittsburg (a sesenta y tantas millas; una hora y media de viaje). El maestro les hizo la ya conocida chabola:


Casi nada.

No debieron de pasar allí malos fines de semana ni días de vacaciones, y si me permitís coger el rábano por las hojas, a mí siempre me ha parecido una señal (sí, seguro que la más tonta) de confort y vida agradable e idílica el hecho de que años después pudiera ser posible un libro tan sorprendente como este:


Elsie Henderson: La cocinera de Fallingwater.
El libro de sus recetas y sus memorias.
La fotografía de la señora con la tarta está sacada del propio libro, naturalmente.

Pero Pensilvania es un estado bastante frío en invierno (estaréis hartos de ver fotos de Fallingwater nevada y con la cascada hecha carámbanos), y además un matrimonio rico no tiene ni para empezar con solo una residencia para vacaciones y fines de semana, así que se hicieron otra casa en Palm Springs, California. Pero esta vez no se la encargaron a su querido arquitecto de cabecera, sino a Richard Neutra, a quien conocían precisamente de Taliesin por su hijo Edgar. Esto a Wright mucha gracia, lo que se dice mucha gracia, no le hizo.

Neutra era un arquitecto austriaco emigrado a Estados Unidos y establecido en California. Admiraba a Wright y le había hecho la correspondiente visita de rigor, e incluso había trabajado una temporada a sus órdenes.

El matrimonio Neutra en Taliesin: De izquierda a derecha, Wright,
Richard Neutra, Silvia Moser (con su hijo Lorentz), Kameki Tsuchiura (que
había colaborado en el Hotel Imperial de Tokio), Nobu Tsuchiura,
Werner Moser (tocando el violín) y Dione Neutra (tocando el violoncelo).

Richard Neutra les hizo esta casa a los Kaufmann:


No sé si ha habido clientes más afortunados con sus encargos arquitectónicos, ni más inteligentes para buscar arquitecto. (Sí, bueno, quizá los Médici). Vaya par de casas que se hicieron. Qué barbaridad.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Entre Pinto y Valdemoro. (El pato).

Últimamente me están pasando algunas cosas curiosas, y, como ya sabéis que este blog es el desagüe y la purga de mi corazón, os las voy a contar.

Se trata de méritos científicos-académicos, seguramente modestos, pero que me llenan de satisfacción y de alegría. (Y también de sorpresa).

Lo primero fue que se pusieron en contacto conmigo para ser uno de los lectores-informadores de un artículo candidato a ser publicado en la prestigiosa revista Constelaciones.


¿Yo? ¿Por qué yo? ¿Juzgar yo a un autor? Yo no soy nadie. No tengo ningún mérito académico, ningún peso científico, ningún prestigio.
"Se han debido de equivocar conmigo", me dije. Es algo que últimamente me suelo decir mucho. Mi honradez me lleva a explicarle a quien me ha llamado que no reúno los requisitos adecuados, pero nada: insisten y entonces sí que me dejo querer.

Lo segundo fue que yo, a mi vez, publiqué sin mayor problema, pasando con comodidad y rapidez los preceptivos controles de calidad, un artículo en el número 1 de la revista VAD (Veredes, arquitectura y divulgación) 


Otro "éxito" ha sido que recientemente El Confidencial ha publicado un reportaje sobre Gutiérrez Soto y el autor consultó este blog entre otras fuentes y me entrevistó (junto con gente muy prestigiosa). Me cita mucho. Tanto que después una de las hijas de Gutiérrez Soto se puso en contacto conmigo para agradecerme lo que conté de su padre. (En ese momento sí que me pareció que lo que yo había dicho eran cuatro tonterías).


Ahora me llega este libro, muy profundo y riguroso, de varios autores, entre los que me encuentro:


También me han invitado a participar en una mesa redonda sobre Curro Inza el próximo 1 de octubre en la sede del Colegio de Arquitectos de Segovia. (Todo ello, también, por las dos entradas que le dediqué en este blog).

Y ya, para colmo, estoy en proceso de tener una actividad académica que me va a entusiasmar y de la que contaré algo cuando lo tenga más definido.

Qué locura. ¿Y todo esto de dónde viene? Pues en definitiva de este blog. (Lo de Gutiérrez Soto y lo de Curro Inza directamente, pero lo demás también de alguna forma).

sábado, 14 de septiembre de 2019

Imágenes

La tarde está gris y plomiza, y yo también. Estoy tan bobo (y tengo tan pocas ganas de trabajar) que me quedo medio aplatanado mirando desde mi estudio y pierdo el tiempo. "Cuando el diablo no tiene qué hacer con el rabo mata moscas", así que, como quien no quiere la cosa, cojo el teléfono y "clic".


Hala. Ya está. Acabo de hacer la foto y de ponerla en el blog, pero la podría haber subido también a Twitter, Instagram, Facebook... Lo suyo sería añadirle un título o comentario: "Tarde gris", o mejor: "Meditaciones en una tarde gris", que queda más interesantón. Qué bien, qué bonito y qué sentimental. (Y, sobre todo, qué fácil).

Nos podemos pasar el tiempo que queramos, todo el tiempo, contando nuestra vida segundo a segundo, emitiendo fotos y vídeos, comentando nuestra riquísima existencia, iluminando al mundo con nuestras excitantes experiencias.

Yo mismo, en algún momento y en las distintas redes sociales, he vertido los siguientes testimonios gráficos, todos ellos impresionantes: Fotos de edificios, de libros, de comidas (con predominio del café con leche con porras, pero también un par de veces sendos platos de kokotxas), de botellas de vino con hermosas etiquetas, de detalles chuscos y/o graciosos, fotos artísticas (la textura de una pared con sucesivas capas de carteles pegados y rascados), fotos de mis pies en la playa, del morro de mi coche cagado con saña por los pájaros, de un lápiz, de varias camisetas, autorretratos con gorra, sellos, monedas y medallas, cerveza Estrella Galicia, mi escalímetro bueno, una libreta con gomita, un esqueleto de cartulina a medio armar, mi mesa hecha un desastre... Y un vídeo de la punta norte de Baiona (Pontevedra), donde el parador, filmado muy lentamente de izquierda a derecha y repetido tres veces porque en el momento más inoportuno se plantaba alguien a mirar el mar y no se iba.

A lo tonto, y smartphone en ristre, podemos generar y generamos cientos de fotos cada día. Una diarrea de fotos de cada cosa que nos llame la atención, de cada chorrada que nos haga decir: "Ay, mira", de cada: "Esto lo tiene que ver Fulanito": Un tacón muy alto, una gaviota posada en una balaustrada, un coche con matrícula FLW (lo he hecho) o DWG (también), unas nubes, una rosaleda, unos adoquines, un panel con el menú de un bar...

Sin embargo, no tengo ni una sola foto en la escuela con Emilio, ni con Iván, ni con Joaquín, ni con Paco, ni con Merche, ni con Marta, ni con Arancha, ni con Juan, ni con (otra) Marta, ni con Pablo, ni con Ochan... Y mira que pasamos años juntos; un día, y otro día, y otro... ¿Pero quién se hacía fotos entonces?

Primero, porque inmersos en nuestra rutina cotidiana no nos dábamos cuenta entonces de lo preciosos que eran esos momentos y de la añoranza que nos iban a suscitar años después, y segundo, porque las fotos eran caras: Tenía uno que comprar el carrete y luego revelarlo. Uno se lo pensaba mucho antes de disparar. Te ibas de vacaciones con una película de 36 fotos y tenías más que suficiente. Incluso te sobraban. Volvías a casa sin haberla agotado, calculabas que te quedaban cinco o seis disparos por hacer (nunca era exacto) y los querías aprovechar. Y ya llevabas a revelar el carrete varios meses después, cuando ya no se estilaba.

No había escasez ni penuria alguna, pero sí es verdad que algunas cosas no se parecían nada a las de ahora. Por ejemplo esto que digo de las fotos.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Pocos amigos

Hace mucho que no hablo de jazz, cosa que me suele pedir el cuerpo durante las vacaciones de verano. Pero aunque ya se me han terminado voy a ponerme hoy con ello. Sírvame como excusa que esta vez no voy a hablar de música amable, sentimental, "bonita", "vacacional", sino de un teorema frío, muy inteligente, muy complejo y extraño.

Voy a hablar nada menos que de la pieza que abre uno de los discos imprescindibles de jazz, de los que salen en todas las listas de los cien mejores, de los diez mejores, de los cinco mejores de la historia: Kind of Blue. (Para algunos, directamente el mejor disco de jazz de todos los tiempos).


La pieza a la que me refiero se titula So What, que significa más o menos "Y qué", y además aquí parece dicho con un tono y un gesto de desplante, casi como diciendo: "¿Y a ti qué te importa, imbécil?"


Aparte de la propia evolución del jazz hay también una evolución social e ideológica del músico de jazz: Del negrito bueno y simpático que alegraba las fiestas y hacía bailar a todos, siempre riendo y bastante servil por la cuenta que le tenía (muy similar al flamenco que tocaba y cantaba para las juergas de los señoritos), pasamos al músico más digno, más consciente de su valor cultural, pero aún amable y sonriente, y de ahí al músico cada vez más exigente contra las injusticias y los abusos, más intelectual y más dispuesto a que su música respondiera a su investigación y no a los gustos del público.

Valga esta rápida caricatura, que me sirve para entender cómo se pasa de la adorable y franca risa de Louis Armstrong a la sonrisa elegante de Duke Ellington y a la cara de asco de Miles Davis(1).

sábado, 31 de agosto de 2019

A buenas horas

La cartera me acaba de entregar este libro, le he hecho una foto incluso antes de hojearlo,


me ha subido como una ola de nostalgia y me he puesto a escribir esto.

Es el catálogo de la exposición antológica que se le hizo a Picasso con motivo de su centenario en el Museo Español de Arte Contemporáneo en Madrid, en el año 1981.

Yo tenía veintiún años. Estaría en tercero. El museo estaba al lado de la escuela, y la entrada para estudiantes era gratuita (¿o en aquella época lo era para todo el mundo?), así que mis amigos y yo vimos esa fantástica exposición unas cuantas veces.

Editaron ese catálogo enorme, rojo, buenísimo, y le pusieron un precio bastante bajo; tanto que se agotó en muy pocos días.

Nada más inaugurarse la exposición lo vimos y lo hojeamos con placer, pero yo no llevaba suficiente dinero encima en ese momento y dejé su compra para más adelante.

Y ya no pudo ser. Cuando fui por fin a comprarlo ya se había agotado.

Una de mis amigas sí lo había conseguido y yo sentí tanta envidia que volví varias veces a la librería del museo a preguntar si iba a haber una segunda edición o si alguna entidad que hubiera recibido una remesa de catálogos había devuelto alguno... o lo que fuera.

Nada. Imposible. Después fui por la Cuesta de Moyano, pateé alguna librería de viejo, pero ya nada. El catálogo era inconseguible. Debía aprender a vivir sin él durante el resto de mi existencia.

Y mirad por dónde, ahora, casi treinta y ocho años después, me pongo a buscarlo en internet porque me he acordado y me ha dado por ahí, y veo cinco o seis ejemplares a la venta. Y, naturalmente, me lo compro. (Me ha costado, al cambio a pesetas y tantos años después, aún menos de lo que costaba entonces).

Y lo acabo de recibir con gusto. ¿Pero ya para qué? A buenas horas. Ya todo es diferente, muy diferente. Ya no viene a cuento. (Tampoco tengo yo ya el furor, el ansia y la curiosidad que tenía entonces). A buenas horas.

En todos estos años he hecho mi vida sin necesidad de tener ese libro en mis estanterías: Terminé la carrera de arquitectura, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos... y también compré muchos más libros, incluso algunos de Picasso. ¿Para qué quiero ya este?

Mi amiga, la afortunada y envidiada propietaria de aquel remoto catálogo, también terminó la carrera, también empezó a trabajar, también se casó, también tuvo hijos, sufrió un golpe terrible... Hace muchísimo que no la veo. ¿Conservará el libro? ¿Llevará treinta y ocho años cogiendo polvo o ella y su familia lo habrán consultado y disfrutado a menudo?

¿Y los míos? Pues como todos: Ahí están también, relegados en sus estantes. A veces hojeo alguno y disfrutamos aireándonos mutuamente durante unos minutos, pero en seguida él vuelve a su mutismo y yo a mi rutina.

Siendo así las cosas, ¿por qué siempre he querido libros? Durante toda mi vida los he comprado, los he pedido para mis cumpleaños y para reyes; he leído bastantes; otros no, y muchos de ellos ya no creo que los lea jamás. Y ahí los tengo. Ahí los conservo mientras mi vida me ha ido llevando por caminos inciertos y más bien sosos.

Este libro de Picasso que me llega hoy inopinadamente me trae a la mente otros tres -al menos- con los que me ha pasado lo mismo. A buenas horas.

lunes, 26 de agosto de 2019

En mi hambre mando yo

(A Antonio y a Ekain, naturalmente).


El otro día mi amigo Antonio Esteban Hernando, estupendo arquitecto y pintor, ha puesto en su muro de Facebook esta foto con este texto:


Hoy he visto uno de los silos manchegos "decorados" por artistas urbanos. Lo que me temía.
No tengo nada en contra de estos artistas, pero eso de convertir estos magníficos edificios en "lienzos" me produce vergüenza ajena.
Demuestran una incultura y una falta de sensibilidad y de respeto por el patrimonio realmente lamentable.
Y lo peor de todo es que lo quieren vender como iniciativa cultural e integradora.
Qué pena, cómo duele ver estos gigantes desprovistos de la nobleza de su arquitectura que es digna y sobradamente expresiva por su rigor, sencillez, austeridad y potencia plástica.
Los han rebajado a la categoría de trapo pintable, de gran camiseta decorada a mano.
Siempre he considerado que una pintura de cualquier técnica, tamaño o valor debe empezar por conocer y analizar el soporte en el que se va a apoyar, aunque sólo sea por aprovechar al máximo sus posibilidades. Aquí no ha habido nada de eso. Las formas arquitectónicas, el sustrato constructivo del soporte no importa, se desprecia. Seguro que estas características del edifico les han resultado más un estorbo que un estímulo plástico.
Me avergüenzo, como arquitecto, como pintor y como castellano manchego de adopción.

Esta denuncia tan dolida y lúcida ha tenido muchas respuestas. A mucha gente le ha indignado que vandalicen de esa forma obras tan características y magistrales, que marcan, con las iglesias, los modestos skylines de nuestros pueblos, y en la mayoría de ellos son los únicos ejemplos de arquitectura racionalista y moderna.

Como bien dice Antonio en uno de los comentarios a su hilo, ¿consentiríamos que unos "artistas urbanos" hicieran uno de esos bellos murales en alguno de los paños de la catedral de Toledo? ¿Consentiríamos que se lo hicieran a un palacio renacentista o barroco cualquiera, incluso al menos importante? ¿Por qué a una obra inscribible en el Movimiento Moderno sí se puede?

Y, como también dice, ¿el "artista urbano" del ejemplo de arriba se ha tomado la molestia de analizar los relieves que forma la estructura en fachada, los ritmos de los pilares, la cornisa? En absoluto: Ha pintados sus esqueletos como le ha dado la gana. Le importa todo un pito. Todo salvo su estúpida y grosera pintada. Nadie ha merecido la pena antes que él. Nadie ha hecho nunca nada digno de atención antes que él.