martes, 24 de diciembre de 2019

Banana

Perdonadme que vuelva a sacar el tema del que ya he escrito en varias ocasiones, pero es que vuelve a estar ahí delante, y seguirá saliendo una otra vez, y volverá a haber los mismos comentarios y las mismas indignaciones. (Y yo volveré a decir lo mismo, poco más o menos).

Esta vez es que un artista ha pegado una banana a la pared con cinta americana.


Pues muy bien. Pues vale. Bueno. ¿Y qué? ¿Os ha molestado? ¿Os ha perjudicado en algo? ¿Os ha insultado? Ah, que ha insultado vuestra inteligencia, y eso sí que no vais a tolerarlo.

En mi opinión, el único problema que hay, y que es lo que da sentido tanto a la obra como a la noticia, es que LO HA VENDIDO POR 120.000 DÓLARES. Ahí está la gracia. Si no lo hubiera vendido no le habría parecido mal a nadie, pero tampoco habría llamado la atención. Todos hacemos tonterías parecidas o incluso peores, pero la diferencia es que nuestras idioteces no nos hacen ricos.

Por lo tanto, si me permitís un análisis, yo diría dos cosas: La primera es que lo que caracteriza a esa obra de arte es que la puede hacer cualquiera. Exacto. Ese es el quid: "Eso lo hago yo". Precisamente. Esa es su razón de ser y su justificación. A todos nos parece un mundo pintar Las Meninas o esculpir el David, y por eso respetamos y veneramos esas obras, y las admiramos con toda nuestra capacidad de admirar. Pero pegar una banana en la pared lo hace cualquiera. Eso es. Y el que lo haga cualquiera es, precisamente, su mejor cualidad. (En realidad es su única cualidad).

Y la segunda es que esa chorrada se pone a la venta por un precio astronómico ¡y se vende!

Pues creo que no hay más que hablar. El paradigma del arte ha cambiado, y en esta sociedad y en este momento lo único que cuenta es la venta. Fijaos en la noticia que han publicado todos los medios: La mera existencia de esta obra de arte va íntimamente asociada a su precio. Sin este, aquella no tiene sentido. En ninguna reseña se soslaya el precio. Es imposible hablar de la ocurrencia de la banana sin decirlo, porque la obra de arte consiste en la tasación. ¿Por qué ciento veinte mil dólares en vez de uno con veinte, o de un millón doscientos mil? El precio es más importante que la obra. El precio es lo único que cuenta. El precio justifica la obra. El precio ES la obra.

Cuando lo leí pensé inmediatamente que lo único sensato que podría hacer un coleccionista, un rico amante del arte, sería comprar la banana y comérsela. (Entre otras cosas porque ahí pegada no puede durar mucho sin pudrirse). Esa sería la completitud de la obra de arte: Un artista tiene una idea provocativa que consiste en fijar una banana a la pared con cinta adhesiva; esa idea se enriquece al ponerle a la chorrada un precio disparatado. Hasta ahí lo que puede hacer el autor y su galería; pero la action queda incompleta; tan solo está planteada.
Entonces llega la segunda parte (obra abierta, participación del receptor, etc), que consiste en que un coleccionista con una ingente cantidad de dinero disponible para gilipolleces (los hay) compra la obra, la saca de su contexto como objeto expuesto y venerable y se la come.

Se rompen así dos veces las estructuras semánticas. Se produce dos veces la ansiada fisión: En un primer camino, de ida, provocador, el artista saca la banana de su campo semántico de fruta alimenticia y la eleva al sagrado altar de la exposición artística. Así la descarga de su significado original y la carga de uno nuevo inesperado y dignísimo de "obra de arte". Pero después el comprador, en el camino de vuelta, la despega de la pared, la pela y se la come, restituyendo así su primer significado.
Me parece fantástico.
¿Qué ha ocurrido en todo el proceso de sacralización y desacralización? Nada. Solo han ocurrido ciento veinte mil dólares.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Bochorno

Desde que nuestras lloradas tarifas de honorarios fueran destruidas y abominadas, a todos nos ha pasado más de una vez que por muy bajos que ofertemos nuestro trabajo siempre damos con un miserable -mal rayo le parta- que se propone como más barato que nosotros y nos levanta el encargo.

Esto me ha hecho pensar más de una vez que qué triste es que otro que pide menos dinero que tú se lleve el gato al agua, pero que aún lo es más que seas tú quien triunfe, porque eso significa que eres el más arrastrado, el más ruin, el más infeliz.
Ahora cualquiera que se quiera hacer una casa (qué digo una casa: y un certificado) da un mínimo de cinco telefonazos a otros tantos estudios y organiza así un miniconcurso exprés de arquitectura en un pis pas: "¿Tú cuánto me cobras?" "¿Y tú?" "¿Y tú?... Y gana el que diga la cifra menor. Si eres el agraciado, inmediatamente te dices que has sido imbécil, que si nadie ha bajado tanto como tú por algo será, que has hecho el primo y que te has estrellado y vas a trabajar mucho por una ridiculez.

Es lo mismo (pero al revés) que pasa en las subastas: Uno puja por un cuadro, una joya, una moneda, pugna con otros interesados y al final se la lleva. ¡Bravo! Pero entonces, inmediatamente, piensa: "¿Por qué nadie ha querido llegar hasta esta cifra?" "¿Habré pujado de más?" Y de repente está seguro: "He pagado demasiado. Esto no vale lo que he ofrecido". Y se arrepiente en el acto.

 -¿Dos mil y pico por ese cromo?

Nuestra profesión se ha convertido en una subasta diaria a la baja, hasta que finalmente cuando conseguimos que nos encarguen algo nos damos cuenta de que hemos sido muy optimistas en nuestras estimaciones de tiempos y de gastos, y de que más nos habría valido perder ese trabajo.
Casi siempre gana algún ser vil y despreciable que se cruza por medio ofreciéndose por una mierda, con lo que nos daña, se daña a sí mismo y daña la profesión y su ya mermadísimo prestigio.

Bueno, pues os tengo que contar con mucha vergüenza que esta vez el ruin, el vil, el miserable he sido yo.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Mecenas

ADVERTENCIA ANTES DE EMPEZAR: Tenemos una casa muy agradable, muy bonita, muy funcional, muy de todo, pero tiene las paredes pintadas al gotelé y con diversos colores pastel. Gotelé; ¿vale? Pastel; ¿de acuerdo? Pues asumidlo. Tomad aire, relajaos; no pasa nada. Contad hasta diez y no os excitéis ni os indignéis cuando veáis las fotos que siguen. Tomaos vuestra medicación, serenaos todo lo que podáis y no me mandéis demasiado a la mierda. Muchas gracias. Dicho lo cual, empezamos:


Mi amigo Ekain Jiménez me ha llamado ya dos o tres veces "Mecenas" porque he participado mínimamente en hacer correr la voz de que estaba pintando arbolitos de Navidad para quien quisiera, y así, de algún modo bastante insignificante, le he ayudado a difundir su obra y a extender su fama. Supongo que también me lo llamará porque tengo más obra suya, como veréis a continuación.

Ojalá fuera yo de verdad su mecenas, o al menos su representante. Primero le pondría a sus obras los precios adecuados, y luego las pilas a él para que se lanzara al frenesí de la producción venal y del más vil mercantilismo. Otro gallo nos cantaría a los dos: Él gozaría del dinero, de la fama y del prestigio que su talento merece y yo de un veinte por ciento.

(Nota que viene a cuento: Ekain, además de magnífico dibujante y acuarelista, es un narrador curioso. Está liado ahora con su personaje "El hombre del sombrero", haciéndolo pasear por su mundo onírico y surrealista, y espero que pronto lo saque a la luz a este mundo nuestro, mucho más prosaico y tan necesitado).


Obviamente, le hice un pedido de arbolitos. Juro que pretendía utilizar las tarjetas (acuarelas originales) para felicitar a mis amigos, pero cuando mi mujer y yo las tuvimos en nuestras manos no fuimos capaces de deshacernos de ellas. (Tan solo regalamos una).

Hemos enmarcado los arbolitos navideños y los hemos colgado en la pared. Los he mirado con satisfacción y entonces he visto que tenemos unos cuantos dibujos y cuadros de amigos, de gente muy buena y muy entrañable, y sí que me he sentido en cierto modo no un mecenas, pero sí un hombre rico, un coleccionista de arte, un connaisseur. Tanto que voy a presumir mostrándoos parte de mis tesoros.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Baroja, Valle Inclán y la Almudena

A David, a Agustín y a Alberto.
Es siempre un placer hablar con
ellos y escucharlos.


Hace unas semanas formé parte, con David García-Asenjo LlanaAgustín Ferrer Casas y Alberto Ruiz Colmenar, todos ellos muy buenos amigos y personas de muy fundamentado criterio, de una mesa de debate sobre "Comunicación de arquitectura en medios no especializados" dentro del Máster en Arquitectura de la Universidad Rey Juan Carlos.


No voy a haceros aquí un resumen de lo que hablamos, pero sí que lo voy a usar como base para lo que hoy quiero contar.

En la introducción, Alberto Ruiz puso un pasmoso ejemplo de la jerga que usan ciertos arquitectos (muchos, por desgracia demasiados) para hablar de sus cosas. Consistía en unas páginas de una revista de arquitectura en las que aparecía un muy buen edificio: limpio, elegante, inteligente, bien resuelto... pero con unos textos infumables, incomprensibles, estúpidos y muy groseros de los mismos arquitectos, que con esa faramalla de absurdeces pretendían explicarlo.

Hay arquitectos muy buenos, que en sus proyectos hacen alarde de tacto, potencia, talento y claridad, pero que cuando los explican lo llenan todo de farfolla, chorradas y frontoncitos. No comprendo por qué no escriben como proyectan. No entiendo que tengan dos personalidades tan diferentes. ¿En sus edificios ponen canecillos falsos, pilastras de mentira, arcos de cartón-piedra? No. ¿Entonces por qué todo su discurso está lleno de ridiculeces similares?

Siempre he creído que cuando se escribe así es porque no se tienen las ideas claras. También dijimos en aquella mesa de debate (y todos estuvimos de acuerdo) que hay una idea preestablecida de que es necesario escribir así para hacerse respetar o admitir en el círculo selecto.

En definitiva, todos los presentes propugnamos la sencillez y la claridad en la comunicación. (De hecho a mí me invitaron por cómo escribo en este blog, siempre intentando que se me entienda, en vez de querer epatar con palabrerío aparentemente culto, pero lamentable. Y sí: volvió a salir mi tabla, y no la saqué yo. En cuanto a mis ilustres compañeros, estaban allí porque siempre han dado muestras de que se explican divinamente y son grandes comunicadores y divulgadores de la arquitectura, y porque el rigor no solo no está reñido con el aburrimiento, sino que es todo lo contrario)(1).

Lo que sigue, aunque se inspira en lo que hablamos allí, son opiniones mías, y, aunque seguramente mis compañeros compartan más de una, no quiero embarcarlos ni hacerlos solidarios.

Para empezar, yo diría que cuando uno no es un brillante artista del lenguaje más le vale ser sencillo y escribir como Baroja. Pero hay algunos elegidos que tienen unas fantásticas cualidades y son exuberantes, y deben serlo, como Valle Inclán.

domingo, 1 de diciembre de 2019

El belén y el alacrán

Ayer hice un hilo improvisado en Twitter. Tan improvisado que cuando se me acababa un tuit con una frase a medias la seguía en el siguiente. No corregí nada, no releí nada. Lo escribí de un tirón.
Hoy me está vibrando y pitando el teléfono sin parar, y soy incapaz ya de dar las gracias, puntualizar algún comentario, rebatir o siquiera mirar las notificaciones. Estoy desbordado.
Las reacciones son extremas: Unos me llaman genio y otros idiota. No soy ni una cosa ni otra, pero estoy bastante más cerca de lo segundo; y no lo digo por falsa modestia, sino porque la idiotez es muchísimo más fácil y más frecuente que la genialidad, y sé positivamente que jamás llegaré ni siquiera a asomarme a nada genial, mientras que una o dos idioteces sí que hago o digo cada día.
Soy idiota, por ejemplo, porque estoy a punto de lanzar esta entrada -que pasa a limpio aquel hilo tuitero- al proceloso mundo de internet, y sé que estaría mucho más tranquilo y cómodo si no lo hiciera, pero creo que debemos decir algo ante el panorama que nos rodea, y necesito decirlo.
Soy como el alacrán del conocido cuento, que supongo que conoceréis casi todos, pero que resumo para quien no lo sepa:
Un alacrán tenía la imperiosa necesidad de cruzar un río, pero no podía hacerlo porque le era imposible nadar. Le pidió a una rana que iba a cruzar que lo montara a su lomo y lo llevara de pasajero. La rana dijo que no, que le daba miedo porque la picaría y la mataría con su veneno. Él la convenció: ¿Cómo te voy a picar? ¿No comprendes que si lo hago y mueres yo me ahogo? Al anfibio ese razonamiento le pareció irreprochable y consintió en montarlo a su espalda.
Cuando estaban en medio del río el alacrán le pegó un aguijonazo a la rana. Esta, sintiéndose morir, le preguntó asombrada por qué lo había hecho, y el alacrán, ahogándose y a punto también de expirar, le contestó: "No pude evitarlo: Es mi carácter".
Pues eso: Se ve que yo también soy un alacrán y no puedo evitarlo. La tentación es más fuerte que mi instinto de conservación. Que sea lo que Dios quiera.
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Me pregunto si me gusta este belén que acaba de montar el ayuntamiento de Barcelona en la plaza de Sant Jaume:

Imagen tomada de La Vanguardia

Me lo pregunto y en seguida me respondo que qué más da si me gusta o no. Que me guste o no me guste es completamente irrelevante; solo tiene interés para mí. En mis gustos soy soberano y, por eso mismo, nadie es quién para decirme qué me tiene que gustar y qué no. Pero, también por eso, yo tampoco soy nadie para proclamar mi gusto con afán de proselitismo ni de provocación.

Por lo tanto, como digo, que me guste no tiene ninguna importancia para nadie. Que me pregunte si me gusta creo que sí la tiene. Quiero decir: que nos estemos planteando ahora todos si nos gusta o no nos gusta tiene una importancia capital, independientemente de lo que cada uno responda. (En esto, como digo, cada uno es dueño y señor de sí mismo). Y por eso precisamente sí que me gusta, sí.

El debate, la cuestión de que esto esté coleando por ahí y haya llegado hasta mi blog es porque el ayuntamiento de Madrid ha inaugurado el otro día su belén "tradicional" en su sede de Cibeles, y los políticos de los diversos partidos se han felicitado por lo bonito que ha quedado. Pero uno de ellos, patoso por demás, ha declarado que le gusta mucho porque es "tradicional", como tiene que ser, y no como ese tan horroroso de Barcelona, que es tan feo como su alcaldesa.

Eso de que uno solo sea capaz de alabar una cosa poniendo a parir otra (y de paso el aspecto físico de alguien porque sí) dice mucho de su catadura moral y de su profundidad intelectual.