sábado, 25 de agosto de 2018

Así se dibuja

Yo no fui un niño tan tonto. Me gustaba el fútbol (jugaba muy mal, pero me gustaba mucho), el rescate, montar en bici, jugar a policías y ladrones, y a indios y vaqueros, pegar tiros -púñam púñam-, discutir porque quien tenía que morirse no estaba dispuesto a hacerlo, ver películas, hacer carreras ciclistas y partidos de fútbol con chapas, galopar sobre un caballo imaginario... pero también me gustaba leer y me gustaba dibujar.
Me apasionaba dibujar. Y quería hacerlo bien.
En la biblioteca de mi barrio -yo entonces vivía en Madrid- tenían todos los libros de José María Parramón. (Ahora recuerdo que no estaban en la sección infantil, sino en la de adultos: Yo sería ya un adolescente, entonces), y los leí uno a uno, e hice todos los ejercicios y copié todos los modelos.

El que lo inauguró todo fue el Así se dibuja.


Ahí aprendí a encajar, a tener en cuenta las proporciones, los claroscuros... Practicaba mucho y, como digo, me fui empapando un libro detrás de otro.

En el colegio sacaba muy buenas notas en dibujo. Creía que dibujaba muy bien.

En esa época yo estaba en plena parramonia. Creía que Parramón era el summun de los dibujantes y pintores. No se podía dibujar mejor. Lo buscaba en el Espasa-Calpe de casa y no venía, y a mí eso me sorprendía mucho porque no le veía menos talla que a los artistas que sí venían.

martes, 21 de agosto de 2018

¿Para qué sirve un arquitecto?

Dedicado a Stepien y Barnó, con
mi reconocimiento por su labor.


Los incansables Stepien y Barnó están haciendo, entre sus numerosas campañas, una que se titula "¿Para qué sirve un arquitecto?", en la que le ponen cámara y microfóno a varios ilustres compañeros (y, sin embargo, muchos de ellos incluso amigos) para que contesten esa pregunta.
Son siempre testimonios optimistas, constructivos y positivos. Yo los miro y los escucho con ganas, envidiando su envidiable actitud, pero al terminar de ver cada vídeo me quedo mal.

La guinda ha sido ver ahora un vídeo similar, pero de una universidad, que pone a varios de sus profesores explicando para qué estudiar arquitectura; para qué ser arquitecto.

Pues perdonadme, porque se ve que llevo unos días bastante bajo. Os entiendo, os respeto e incluso os admiro. Sé que hacéis un esfuerzo para explicar a la sociedad lo que somos y lo útiles que le podemos ser. Sé que con esa actitud desinteresada me estáis intentando ayudar hasta a mí. Os lo agradezco de verdad, pero no. Mis posibles clientes no creo que vean ninguno de esos vídeos, así que os aplaudo las buenas intenciones, pero me temo que son inútiles.
Me temo que esos vídeos solo los vemos nosotros para autoconvencernos de algo de lo que ya estamos convencidos.


Nadie tiene que hacer un vídeo explicando para qué sirve un médico, porque es obvio para qué sirve. Sin embargo un arquitecto no sirve para nada, y eso también es obvio para todo el mundo.

Vale, me refiero a "todo el mundo" entre quien me muevo habitualmente. No discuto que un uno por ciento de los arquitectos (bueno, pongamos un dos por ciento) son verdaderamente creativos, buenos gestores, eficaces, limpios, y son buscados con espíritu abierto por el uno por ciento de los clientes (bueno, digamos el dos por ciento) para que les hagan obras funcionales, luminosas, hermosas, felices... Pero me temo que la inmensísima mayoría chapoteamos en el barro dándonos dentelladas unos a otros por unas migajas de balaustrada o de falsa columna de escayola. Al menos esa es la profesión que yo veo todos los días, y en la que estoy.

Os pondré un ejemplo que tal vez os parezca idiota (y tal vez lo sea), pero os aseguro que es casi literal con nuestra profesión:

Imaginemos que el mes que viene el gobierno aprobara un decreto ley que, en aras del decoro urbano, de la imagen cívica y de la estética pública, nos obligara a contratar a un "asesor indumentario" sin cuyo informe favorable no podríamos salir de casa.
Habría que abrir el armario y preguntarle si me puedo poner la camiseta de Barrio Sésamo con los vaqueros viejos y las zapatillas del rastrillo. Él nos haría unas pocas preguntas (con quién vamos, a dónde vamos, qué vamos a hacer, cuánto rato vamos a estar fuera...) y o bien nos extendería el informe favorable o bien nos propondría (ordenaría) alternativas (mejor ese polo azul, y cámbiese esos calcetines).
¿Qué haríamos? Obviamente, intentar escaquearnos: Salir a la calle sin el informe (multazo al canto), intentar hacernos uno nosotros mismos (multazo al canto), tratar de utilizar uno que hemos pillado por ahí (multazo al canto).

Escaldado por las multas, yo empezaría a pensar que, aunque mi aliño indumentario siempre me ha importado menos que las peleas de mejillones salvajes en el Mar Rojo, no tengo más narices que contratar a un asesor.
Imaginaos mi indignación.
Vale: Ya estoy resignado. Voy a ello. Ahora la pregunta: ¿Esa gilipollez por cuánto me sale? Y ahí ya se abre un mundo de posibilidades. Los asesores indumentarios se han movido ante esta nueva y enorme oportunidad profesional y nos ofrecen de todo: Abonos por semanas, por meses, por años, informes telemáticos e incluso telefónicos para no perder el tiempo y salir de casa con la prisa habitual, webs interactivas de consulta... Y unos precios asombrosos. En los primeros días de esta nueva obligación la cosa parecía que iba a ser muy onerosa, pero ya se están poniendo la zancadilla unos a otros y cada día que pasa recibimos nuevas ofertas con los precios cada vez más bajos.

jueves, 16 de agosto de 2018

La esposa del alarife

A mi amigo Joaquín López López,
que ha sido uno de los alarifes del
puente de San Martín y lo cuenta aquí.


Una de las leyendas más famosas de Toledo es la de la mujer del alarife del puente de San Martín, que salva el río Tajo y entra a la ciudad por el oeste.
Todo arranca de una pequeña e indescifrable estatua colocada en la cara o alzado del puente que mira aguas abajo, sobre la clave del arco central. Está demasiado alta y es demasiado pequeña para que se pueda apreciar bien desde fuera; y desde el propio puente no se puede ver.

La gente siempre la vio como una mujer, e imaginó (naturalmente) que era la esposa del alarife del puente. (Quién si no). Y la leyenda vino sola.


La guerra entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara había destrozado el puente antiguo, de modo que esa zona de la ciudad se había quedado sin acceso.

Pasaron treinta años así hasta que el arzobispo Don Pedro Tenorio dijo que ya estaba bien de tanta tontería y mandó llamar al mejor alarife de quien tuvo noticia, que se instaló en Toledo y se dedicó a la reconstrucción del puente con toda su alma.

La obra se hizo con rapidez. Llegó el gran momento de derribar las cimbras y los andamios del arco central, el más grande. Era un acto muy solemne y protocolario. Al alarife le tocaba cortar las maderas con un hacha o derribarlas con una maza. Esa era su prerrogativa y su privilegio.
(En realidad daba un hachazo o un mazazo simbólico a uno de los puntales, y al momento docenas de operarios se lanzaban a derribar el maderamen).

Pero la noche antes de la ceremonia el alarife, lejos de sentir la alegría del momento, estaba pálido, trémulo. Tenía que dormir para ir fresco a la obra el día siguiente y presidir el acto, pero no podía conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama, le faltaba el aire, se angustiaba...
Se levantó a beber agua y después se encerró en su estudio y se echó a llorar.
Su mujer se despertó. Se asustó al verlo así. Él le dijo que había cometido un error gravísimo en el trazado del arco central, que se había dado cuenta hacía unos días y que aquella tarde, revisando las cimbras, lo había confirmado. Estaba completamente seguro de que por la mañana, al derribar la madera, caería todo el arco.

Sería su oprobio, su ignominia. Su carrera se terminaría. Tal vez incluso acabara en la cárcel por no poder afrontar las consecuencias de todo aquello.

La mujer entendió perfectamente el alcance del problema. Dejó a su marido que siguiera llorando y se alejó de él. Se vistió y salió de su casa con una antorcha.

Llegó hasta el puente, que nadie vigilaba, y arrojó la antorcha al maderamen del arco central, que empezó a arder.

La mujer se volvió a su casa apresuradamente. A sus espaldas las llamas ya iluminaban el camino.

Al cabo de una media hora, tal vez menos, el estrépito se oyó en todo Toledo. El puente se había derrumbado.

No se supo si había sido un rayo, una hoguera mal apagada o qué. En todo caso nadie sospechó nada.

El arzobispo, muy contrariado, le dijo al alarife que había que volver a empezar, y que esta vez había que darse más prisa aún, porque estaba rabioso por haberse quedado sin puente justo cuando ya lo veía terminado.

Las obras fueron rápidas, ya con las curvas de los arcos bien trazadas, y el puente quedó estupendo. El alarife disfrutó del gesto simbólico de derribar uno de los apoyos de la cimbra principal.


Respecto a la estatua se dicen dos cosas: La primera y más extendida es que el alarife la mandó tallar y colocar en homenaje y agradecimiento a su esposa. Pero, naturalmente, tenían que ser un homenaje y un agradecimiento secretos. Nadie podía conocer lo que de verdad había ocurrido. Por eso mandó colocar la estatua precisamente ahí, en un sitio tan importante como la clave del arco, pero al mismo tiempo donde no se distinguía quién era la persona homenajeada. Lo sabrían ellos dos, Dios y tal vez, en el futuro, algún otro alarife que volviera a restaurar o reconstruir el puente y que entendiera el episodio.

La segunda es que al cabo del tiempo la mujer, que no tenía la conciencia tranquila, se confesó con el arzobispo Tenorio. El prelado se agarró un cabreo de pronóstico al escucharla (sobre todo porque las dos reconstrucciones habían salido de sus arcas), pero al mismo tiempo se despertó en él una gran admiración por una mujer tan decidida y tan determinada a salvar la honra de su marido. Así que, tras recapacitar y serenarse, no solo guardó el secreto, sino que (de nuevo a sus expensas) mandó hacer la estatua de la heroica señora y colocarla sobre el arco central.


jueves, 9 de agosto de 2018

Currículum

(Nota previa: La RAE admite currículum, y a mí me gusta
más que currículo y que curriculum, así que lo uso así).

Dedico esta entrada a Ignacio Vicente-Sandoval González y a
David García-Asenjo Llana, con mi gratitud.
(Si David me autoriza, algún día contaré aquí un fantástico gesto suyo).




A mis cincuenta y ocho años, y contra todo pronóstico, me he visto haciendo un currículum. Qué sensación más extraña a mi edad. A mi edad uno debería de tener ya, si no la vida resuelta, al menos bien enfilada y más o menos definida. Pero el caso es no parar y seguir hurgando.


He tenido sensaciones muy raras. He perdido cosas, rastros, pruebas de algunos de mis pasos por el mundo, pero también rebuscando en cajones y estanterías he encontrado méritos que no recordaba.

Con todo ello he hecho una colección apresurada de mi vida. Y he pasado un par de días muy raros.

Me he visto a mis veinticinco, a mis treinta, a mis cuarenta años, atesorando méritos insignificantes cuyas pruebas permanecen tenazmente en carpetas, insistiendo una y otra vez durante décadas en que mi trayectoria tiene algún interés, y dándome batacazo tras batacazo al comprobar que no lo tiene.

He vuelto a recordar al joven prometedor que fui, que apuntaba maneras y tuvo algunos primeros méritos y distinciones que deberían haber inaugurado una larga colección pero se quedaron en eso, en vagos amagos expectantes.

Me he visto a mí mismo como desde fuera. Mi yo de cincuenta y ocho años ha visto a mi yo joven con mucha ternura y también con bastante amargura. Han sido muchas oportunidades perdidas y demasiados errores. Supongo que como todo el mundo. Supongo que eso debe de ser la vida, así, en general.

No sé qué recompensa esperaba entonces, ni si merezco aquella a la que aspiro ahora. Pero el afán, ay, el afán...

Por otra parte, este currículum que he preparado es de esos que vienen estructurados por capítulos que hay que rellenar. Uno mira con ansia aquellos en los que no puede poner nada y siente que son los que de verdad importan, y, al mismo tiempo, ve que los méritos de los que puede presumir no tienen cabida, y los acaba amontonando, sin arte, concierto ni pertinencia, en el último apartado: "Otros".

Vamos, que uno puede estar orgulloso de saberse La canción del pirata al revés, empezando por la última sílaba del último verso y declamando de memoria desde ahí hacia atrás, y no le sirve de nada. Capítulo "Otros": "Mar la, triapa caniú mi; tovien el y zafuer la; ley mi..."
(No. No me sé La canción del pirata al revés. Tampoco al derecho. Era solo un ejemplo. Pero sé escribir sonetos -técnicamente correctos, con su medida y sus rimas; otra cosa es que no tengan ningún aliento poético-, sé contar chistes con bastante soltura, sé imitar una gallina, sé hacer ambigramas, sé contar películas sin destriparlas... y más cosas. Pero ninguna de ellas sirve para el currículum).

Intentando rebañar méritos, uno intenta ponerlo todo, y se valora lo mejor que puede, pero sabe mejor que nunca, con una lucidez definitiva, que está inflando la bola con tonterías.

¿Soy apto para conseguir lo que pretendo? Honradamente creo que sí, pero seguramente no por las pruebas que estoy aduciendo, sino por otras. ¿Quién sabe? ¿Quién puede valorar estas cosas? Precisamente se piden datos objetivos, elementos mensurables y baremables para ser lo más justo posible. Pero a saber si quien más tiene es quien mejor va a saber desempeñar la función pretendida.

No quiero ver quiénes más se presentan. No quiero saber nada de sus trayectorias. Siempre es gente joven, brillante, talentosa, culta. Siempre es gente mejor que yo. Saben idiomas, han hecho cursos en el extranjero, dominan no sé cuántos programas informáticos, saben de todo, y yo me veo como el personaje de Los lunes al sol -Lino- que se tiñe el pelo de forma vergonzante, haciéndome el joven, el guay, el eficaz.


Mientras tanto, sigo viviendo y perdiendo el tiempo como de costumbre. Es agosto y esto sigue, y cada día que pasa soy más viejo y estoy más acartonado.

martes, 7 de agosto de 2018

La habitación cursi

(Consecuencia -más que continuación- de mi entrada
anterior, que ha suscitado comentarios muy interesantes
y me ha dejado con ganas de decir más cosas).


El término kitsch se acuñó en Múnich hacia mil ochocientos sesenta y tantos. No se conoce su etimología: Unos dicen que procede de kitschen, una palabra del dialecto alemán del sur que significa chapuza y mugre, y otros dicen que viene de la mala pronunciación del inglés sketch, que los turistas pedían a los artistas locales. A mí ambos argumentos me parecen forzados. Pero es lo que hay.

Algunos autores dicen que kitsch no se puede traducir a ningún idioma más que al español cursi, que a su vez tiene una etimología más que dudosa (las hermanas Sicour, de Cádiz, y otras tres o cuatro versiones más) y además no significa exactamente lo mismo.

Sí hay un punto en que coinciden lo kitsch (o cierto subgrupo de lo kitsch) y lo cursi: Ambos son sucedáneos de lo artístico, de lo intelectualmente valioso, a lo que se supone que querrían aspirar pero se quedan en algo cómodo, trillado y con pretensiones, en algo ridículo.

El público no avisado (y un poco patán) aspira a vivir experiencias artísticas pero se va a lo cursi y a lo hortera porque se cree que esos sucedáneos son arte verdadero. (El arte verdadero no le suele gustar).

Ramón Gómez de la Serna tiene un texto delicioso y lucidísimo que se titula "Ensayo sobre lo cursi"(*). En él dice con gran ternura e ingenuidad, pero también con gran perspicacia, que en su casa racional y sensata necesita tener una habitación cursi, llena de cosas y recuerdos, blanda: Una habitación donde refugiarse, donde esconderse como en el claustro materno.
"En esa habitación sí que no me puede coger la mala muerte y me siento en una lejanía de todos los gases asfixiantes".


Este es el fundamento del kitsch: la huida de la tragedia y el consuelo ante la dureza de la vida. Todos necesitamos una habitación cursi.

Decimos que amamos el arte, que deseamos el arte, pero a menudo se nos olvida que el arte no es esa bella fruslería cómoda y hermosa que deseamos. Esa cosa amable y dulce es una bella imitación, es el kitsch. El arte es jodido. El arte es sumergirte en la duda, en el torbellino, luchar, perder, dejarte la piel a tiras, no descansar ni un momento, angustiarte, buscar. El arte es una mierda.

Y la vida es otra mierda. O la misma. Competir, afanarse, madrugar, fracasar, jadear, llegar tarde y al sitio equivocado, volver a empezar...

Pero el kitsch, lo cursi, es una maravilla. Nubecillas de algodón dulce y muchos lazos rosas(**). Es un consuelo y un placer.

Si te encierras en la habitación cursi y te abrazas a un cojín blandito y mullido nadie va a venirte con un burofax y, como dice mi ilustre tocayo, ni siquiera la muerte te va a encontrar.

Los libros que más gustan, las músicas, las películas... todo eso es un sucedáneo de arte que va muy bien, que está muy bien hecho y nos satisface, pero que no es arte en lo que este tiene de vanguardia y de experimentación e investigación. (Vamos, en lo que tiene de arte de verdad).

jueves, 2 de agosto de 2018

Buenos edificios detestables

A mi amigo virtual The General (@johnygrey), que
ha propuesto esta discusión y me ha movido a escribir
esta entrada lleno de dudas.

En twitter sigo con entusiasmo a un ingeniero de caminos que se hace llamar The General (@johnygrey), como la obra maestra de Buster Keaton y el nombre de su protagonista. Se dedica a los puentes: profesionalmente a hacerlos y pasionalmente a amarlos y a explicarlos.

Tanto entusiasmo demuestra, tanta pedagogía despliega y tanta sabiduría atesora que para mí es siempre una gozada leerlo. Lo tengo por "amigo virtual" y he tenido más de una jugosa conversación con él. Lo tengo como "amigo" pero ni sé su nombre en este mundo unopuntocero ni qué aspecto tiene. Para mí (y para todo twitter) tiene la cara de Buster Keaton que exhibe en su avatar.

El otro día ha escrito en twitter que lamenta no haber estudiado en la antigua escuela de caminos que está en el parque del Retiro de Madrid, en un bello edificio de ladrillo y en un entorno idílico:


Por el contrario, tuvo que padecer la carrera en este monstruoso comealumnos:


Para él fue una desgracia que la escuela se mudara de aquel lugar tan agradable a este otro tan duro, tan desagradable, y decía: "Y qué queréis que os diga, que tu casa te define y que el edificio no ayuda a transmitirles a los alumnos el amor al Arte y a las Humanidades".

Me sorprendió esta afirmación en una de las personas que con más lucidez habla de belleza, de arte y de humanidades. Me encanta cuando habla de la belleza de un puente, fundamentada esta en lo bien que trabaja aquel, y con cuánta lucidez explica los porqués de tal forma o de tal detalle, y los aciertos de diseño que impiden malos comportamientos de tal sección, y de todo ello glosa una precisa y lúcida alabanza a la belleza, a la belleza real que yo también defiendo: "La belleza es el resplandor de la verdad". Y todo eso, naturalmente, son Arte y Humanidades. Para mí son el Arte y las Humanidades más elevados.
Salvando la maniquea y falsa caricatura de la oposición entre el arquitecto y el ingeniero, con The General da gusto hablar porque entiende la arquitectura y le gusta, y porque hermana estas dos profesiones en una misma misión.

Por eso me sorprende que diga que le gusta el edificio antiguo, que yo veo como anodino pastiche sin interés alguno (aunque sí: agradable), y que odie el nuevo, que yo veo muy interesante. (Cuando habla de los entornos, de la proximidad al metro y esas cosas sí estoy de acuerdo con él, pero como edificio veo el moderno mucho más eficaz y apropiado).

Le digo que es obra de los arquitectos Luis Laorga y José López Zanón y que es un buen edificio moderno que ganó el concurso en 1963. (Clicando aquí podéis leer un informe).


Me dice: "Te voy a ser sincero: El edificio sumado a su uso (como centro de tortura) es una pesadilla. Y no es acogedor en absoluto para el alumno. Y con este sentir se me hace muy difícil verle las virtudes". Y añade: "Y esto me lleva a una duda que te traslado, a ver qué piensas: ¿Si la mayor parte de los usuarios de un edificio lo detestan, es buen edificio?"

Menuda pregunta. Uf. Es definitiva. No sé qué decir. Pues que no. Claro que no. No puede serlo.

Pero vamos, por el mero placer de debatir, a señalar dos posiciones extremas:

1.- Una de las funciones más importantes de un edificio es satisfacer a sus usuarios, hacerles las cosas agradables, ser limpio con ellos, ser sincero, ayudar a que realicen sus tareas (en este caso dejando entrar bien la luz, estando bien climatizado, siendo cómodo, etcétera). Por lo tanto, si sus usuarios lo detestan es un mal edificio. Sin duda.

2.- Supongamos que el edificio sea bueno y los usuarios no sepan, o no puedan, o no estén en condiciones de apreciarlo. Supongamos que lo odien por lo que no es: por la dificultad de las asignaturas, por la dureza de los profesores, por la falta de compañerismo con los demás alumnos... Yo qué sé. En ese caso los usuarios pueden detestar un buen edificio.

Pero The General me ha demostrado muchas veces su buen criterio y su fino instinto como para liquidar la conversación con una salida apresurada del tipo: "Tú confundes la calidad arquitectónica con la hostilidad de la carrera". Sí, yo podría argumentar que puede haber una cárcel que sea un magnífico ejemplo de arquitectura, pero que no por ello los reclusos van a ser muy felices en ella. Pero parece ser que la cosa no va por ahí.