domingo, 27 de octubre de 2013

El espíritu de las gallinas

Dedicado a mis "amigos virtuales" de twitter Laureano Albaladejo (@LaureanoArqui),
 Cristina Barrón (@CristinArquitec) y Stepien y Barnó (@stepienybarno),
que me pidieron que explicara con más detalle lo del espíritu de las gallinas.

En el primer curso de arquitectura de la ETSAM, que para mí fue el de 1977-78, había una asignatura (para mí maldita) que se llamaba "Análisis de Formas", y cuyo catedrático era Javier Seguí. (La otra catedrática de la asignatura -creo que vino algo después, pero no lo recuerdo bien- era Helena Iglesias, que la enfocaba de una manera totalmente diferente y exigía habilidades y aptitudes prácticamente opuestas a las que pedía la primera cátedra: Esto es una señal más de la esquizofrenia propia de esta maldita carrera que tanto amamos, pero esto será tema de otra entrada. Hoy no toca).
Javier Seguí y sus profesores seguramente habrían sido excelentes en los últimos cursos de carrera o en el doctorado (alguno de ellos imparte ahora cursos de doctorado y, por lo que me cuentan, es muy bueno), pero en primer curso eran sencillamente terroríficos. Yo tenía diecisiete años. No era más tonto de lo normal, pero tampoco más espabilado. No entendía nada. Había creído infundadamente durante el bachillerato que sabía dibujar (al menos me gustaba mucho y me aplicaba bastante), pero aquí estaba completamente perdido. En el colegio dibujaba laminitas A4 sobre el pupitre, y aquí había que dibujar en A1, en caballete. En el colegio dibujaba con la mano y la muñeca, y aquí había que dibujar con el brazo entero, e incluso con la espalda, con las caderas, con todo. El gesto era importante para afrontar dibujos en un formato para mí tan grande y desbordante, en el que no había trabajado nunca y en el que me perdía.
Pero los profesores, en vez de ayudar con consejos técnicos o con el ejemplo (ay, el ejemplo), nos soltaban discursos teóricos y filosóficos sobre la forma, la expresión, la misión de la representación, la evocación, etc.
Nos recomendaron leer Punto y línea sobre el plano, de un tal Kandinski, a quien no había oído nombrar en mi vida. Empecé a leerlo y no entendí nada.
Me sentía muy angustiado.
El curso empezaba con temas de expresión libre, manchas abstractas, masas de color, etc. Todo ello, como digo, cargado de profundo contenido ideológico-teórico absolutamente indigerible.
Cada día era un susto nuevo. Una vez trajeron unas cuantas gallinas en jaulas que repartieron por el suelo del aula.
Abrieron las jaulas y soltaron las gallinas. ¡Hala! ¡A dibujar!
Recuerdo especialmente la cantidad de excrementos que soltaban. Seguramente estaban estresadas. No lo sé. (Yo sí que estaba estresado y excrementicio).
El caso es que, como pude, intenté dibujarlas. Me quedaban unas líneas insípidas, bastante rígidas, torpes.
Para colmo los profesores nos decían que no teníamos que dibujar las gallinas, sino su espíritu.

Gallina. Apunte de Van Gogh. 1890

¿Eh? ¿Qué era eso del espíritu de las gallinas?
-No dibujéis su forma exterior, su mera apariencia. Id más allá. Penetrad en ellas. Captad su espíritu.
¡Mierda de gallina! ¿Era eso? ¿Era ese su espíritu?
Querían decirnos (creo; aún no estoy seguro) que no dibujáramos las gallinas académica y melifluamente, sino que intentáramos captar su estructura, su movimiento, algo que nos sugirieran... Yo qué sé.
Querían que ante el estímulo visual provocado por una gallina plasmáramos unas manchas que fueran la gallina. Ah, claro, muy sencillo.
Se trataba, supongo o intuyo, de dibujar las gallinas con fuerza y con expresión. Ah, y fantásticamente bien. Si dibujabas de maravilla estabas aprobado. (El truquismo consistía en no terminar los dibujos, sino dejarlos como desenfocados, movidos. Importaba la impronta de la gallina sobre el papel, no un dibujo relamido. Vamos, eso creo).
Nosotros, como no entendíamos nada, trazábamos líneas horizontales sobre el papel, hacíamos curvas muy gestuales (preferentemente con una espátula embadurnada en témpera), e intentábamos construir un discurso incoherente y vacío sobre algo de lo que no teníamos la más mínima noción.
Los profesores eran tan incomprensibles en sus elogios como en sus denuestos. A veces parecía (sólo parecía) que estaban ensalzando los dibujos de un compañero, y, como no veíamos en ellos nada especial ni ningún motivo claro de aplauso, ni teníamos referencia alguna, ni criterio, ni nada, nos quedábamos con las hojas del rábano: "Mira, mira: Dibuja en papel gris, y no en papel blanco como nosotros". "Utiliza carboncillo y barra conté". "Hace trazos muy largos". Etc. Intentábamos hacer eso mismo, pero nos ponían a caldo. Nada.
Otro día vino un grupo rockero y tocó en clase. Había que pintar la música. Recuerdo que hice un dibujo un poco psicodélico que mostraba como dos cataratas de trazos de colores, y les gustó a los profesores.
Otra semana tocó pintar el miedo. No nos centrábamos y los profesores nos animaban a sentir miedo y plasmarlo. Yo miedo sí que sentía, naturalmente, pero no sabía cómo conducirlo hacia el papel. Por aferrarme a algo ya experimentado, volví a pintar una cosa muy parecida a las dos cataratas de colores que les habían gustado, pero ahora fueron consideradas una mierda. ¡Vaya por Dios!
Fueron meses muy malos.

viernes, 18 de octubre de 2013

Los discípulos

El 11 de enero de 1863 Giuseppe Verdi llegó a Madrid para ver su ópera La Forza del Destino en el Teatro Real.
Se quedó bastantes días y vio la ópera varias veces.
Se alojaba cerca del Teatro Real, y así, además de a ver la obra, le dio tiempo a conocer el ambiente del entorno, el mundillo que se formaba en el barrio con motivo de las representaciones y bajo su influencia.

Maestro Verdi
Jean Laurent, Madrid, 1863

A ese entorno acudían, como ahora, estudiantes del conservatorio, músicos callejeros, mendigos, vendedores de flores y de dulces, etc, buscando unas monedas de los selectos espectadores de la ópera.
Verdi, con su alma de bohemio y su espíritu de buhonero callejero, se complacía curioseando por allí.
Un día vio a un organillero y se quedó unos minutos escuchándole y, sobre todo, viéndole. Un buen organillero madrileño era un espectáculo digno de ver: Su traje de chulapón, su donaire, su alegre giro de manivela rematado con el codo a la remanguillé... Alguien debió de decirle al organillero quién era el insigne extranjero que le estaba viendo y escuchando, porque exageró sus contoneos y su pose de desplante chulesco, ladeó aún más la gorra y moviendo la cadera como en una finta giró la manivela con el codo aún más aparatosamente.
El gran músico (me refiero al italiano) se acercó finalmente a él y le dijo:
-Potrebbe suonare un po 'più piano?
-¿Eh?
-Piu piano. Piu lento.
Y el italiano acompasaba el tono de voz con un suave movimiento de sus manos para que el madrileño le entendiera.
Finalmente el organillero redujo la velocidad y dejó que la música fluyera más despacio.
Verdi sonrió y le dijo:
-Perfetto. Molto bene.
Y se besó las puntas de sus dedos, indicándole mímicamente lo bien que estaba ahora su interpretación musical.
Echó unas monedas en el platillo y se fue de allí.
Por supuesto que el organillero siguió yendo al Teatro Real durante el resto de su vida. Pero a partir de entonces el organillo exhibía un cartel con su nombre y, debajo de éste, la indicación:

DISCÍPULO DE DON JOSÉ VERDI

miércoles, 2 de octubre de 2013

Piezas sobrantes

(A Nuki Nuk, que tiene el corazón limpio,
y que, desde luego, no sobra).

Con todo lo que nos está pasando en estos años parece que se está imponiendo el designio de "búscate la vida", que es, dicho así, una de las cosas más bordes, desagradables y egoístas que se pueden decir.
Pero parece que ya todos lo asumimos y lo aceptamos y a nadie nos sorprende que nos lo digan.
Vale, busquémonos la vida: Quien tenga talento que se reinvente. Quien tenga suerte que triunfe. Quien tenga picardía que se aproveche. Quien tenga fuerza que apriete.
Y quien no tenga nada de eso, que se joda. O que se muera.
Estupendo. Después de unos veinte milenios de historia hemos redescubierto la ley de la selva. Qué maravilla. Qué gran avance de la civilización y de la humanidad. Qué extraordinario logro.
El gran filósofo Marx dijo: "La Humanidad, partiendo de la nada y con su solo esfuerzo, ha alcanzado las más altas cotas de miseria". Pues eso. Así estamos. Vaya historia ejemplar.

Búscate la vida.

Vale. ¿Y qué pasa con los perdedores? Los perdedores manchan. Últimamente lo leo y escucho más en inglés: losers. Parece que queda más humillante aún.
Los perdedores son piezas sobrantes, desechos, bazofia.

Así, esta sociedad humana que una vez soñó con que los "triunfadores" apartaran una parte de sus ganancias, de sus logros, de sus conquistas, para que los "perdedores" la pudieran disfrutar también (al menos parcialmente), y que imaginó una humanidad solidaria, ha quebrado. Ahora vivimos en un sálvese quien pueda y en un maricón el último que parece que se han adueñado de nuestro horizonte para siempre.
Ya no es que no encuentres trabajo ni consigas los medios para sobrevivir. Es que pierdes (te hacen perder) tu propia estima, el respeto por ti mismo, el amor propio. Eres un loooooooser. (Pronúnciese ahora haciendo esa oooooo como cuando los concursantes de la tele pierden el premio: Ooooooooh).

Además de esta sensación extraña hacia los perdedores en general, hacia todos nosotros en definitiva, con motivo de mi anterior entrada he recibido bastantes comentarios, tanto en este blog como en facebook y en twitter, de muchos compañeros derrotados, de perdedores, de aplazados, de outsiders.

Para todos ellos, para todos vosotros, para todos nosotros, os hablaré hoy de dos personajes especiales. Es cierto que hago trampa, una trampa muy gorda. Porque os voy a presentar a dos "piezas sobrantes" a las que se les da una higa de todo esto, a dos personas a las que les da igual el triunfo o la derrota, el éxito o el fracaso.