lunes, 25 de julio de 2016

Trascendencia

NOTA.- Aunque soy un exhibicionista sin pudor, y mi mujer se avergüenza y se indigna por ello de manera habitual (por no decir constante), os aseguro que no pretendía contar en el blog este episodio de mi intimidad. Pero es que siempre tiene que pasar algo, maldita sea. Con las pocas ganas que tenía de hablar de ello. De verdad. Pero es que fijaos qué pasó. Tengo que contarlo.

Por una vez, y sin que sirva de precedente, dedico esta entrada
a mi mujer, Mari Carmen, que es la tía más cojonuda del mundo.
(Ella sí es muy púdica, pero no hay miedo de
que se entere de esto porque no lee el blog).


1.- EL CHUF CHUF

Hace unos días he tenido una intervención quirúrgica seria.
A mis cincuenta y seis años nunca me habían operado de nada y estaba virgen de quirófano.
Con serenidad, pero confieso que también con emociones encontradas, entregué mi cuerpo (ataviado con la ridícula batita corta y culiindiscreta) a la camilla y ésta a celadores, enfermeros, médicos y no sé exactamente a quiénes más.
Una vez que me tumbé en la camilla (ay, la tacañez de los diseñadores de camillas para quienes somos personas de cuerpo amplio y generoso), el celador me acomodó los brazos para que no chocaran con nada y me cubrió con una sábana. Mi mujer apareció por encima y por detrás de mí y me dio un último beso, y ahí dejé de verla.
La camilla hizo un breve trayecto hasta un ascensor y desde éste uno largo por pasillos y más pasillos. Súbitamente cambió mi percepción del espacio y, rígido, encamillado y mirando hacia arriba, sentí que iba rígido, encamillado, pero mirando hacia abajo. O sea, que la camilla se deslizaba boca abajo colgada de unos raíles, y las placas de falso techo que yo veía correr ante mí eran baldosas de suelo. Rejillas de aire acondicionado, luminarias, altavoces... todo eran relieves y texturas de un suelo extraño sobre el que yo gravitaba. (Y aún no me habían drogado).
De repente, al doblar un recodo, un lucernario con el plano de vidrio inclinado me pareció un agujero en el suelo hacia el infinito azul y luminoso. Qué vértigo.
Al cabo llegué al quirófano. Me esperaba mi cirujano, que me saludó con cordialidad.
(Nota: Tengo que escribir una entrada sobre los médicos que unen perfectamente la simpatía con la imagen de rigor y seguridad profesional, y logran sin la menor objeción ni cortapisa que ante su saludo o su sonrisa les confíes tus intestinos. Creo que a los arquitectos esto no se nos da bien).

En el equipo vi a una mujer joven con gorro de fantasía. Me encantó el detalle. Como en las series buenas de la tele.
Me abrieron los brazos en cruz en dos alas adosadas a la camilla, y empezaron a manipular deprisa y con gran seguridad. El anestesista se presentó con su nombre, me dijo que pensara en algo bonito, que me dormiría en unos segundos y que cuando me despertara tendría un problema menos.
Celebré esa seguridad.
Otro joven me aproximó una mascarilla a la cara, pero no me la pegó, sino que la dejó a unos quince centímetros de separación. Me dijo que respirara tranquilamente. Yo pensé que si ese gas que salía de la mascarilla era el anestésico no me iba a llegar bien, desde tan lejos, y que no me iba a dormir, cosa que me preocupó.
Creo que lo que pensé textualmente fue: "Esa mascarilla no me llega. No me duerm".

sábado, 9 de julio de 2016

Mortadelo y Filemón en La Manga de misión

y a Jaume Prat(*)


Mortadelo y Filemón dormían profundamente cuando, casi al amanecer (hacia las once y cuarto de la mañana), sonó el teléfono-despertador (un ingenioso invento del Doctor Bacterio que consistía en un teléfono conectado a unos cubos de agua en equilibrio inestable sobre sus cabezas).
El Súper ni saludó siquiera:
-¡Los quiero en mi despacho dentro de diez minutos! ¡Utilicen la entrada secreta 17B!
Tras los habituales traspiés los dos agentes secretos comparecieron ante el Superintendente Vicente.
-Tienen que realizar una misión importantísima.
-Diga, Súper.
-La patria los necesita. Está en juego la principal fuente de ingresos de la nación: el turismo.
-¡Yupi! ¡Nos vamos a hacer turismo!
-¡Cállese, Mortadelo! ¡Esto es muy importante! Nuestro país, tras haber inventado el calimocho, la paella apegostoná, la tomatina de Buñol y la sangría revenía, ha alcanzado las más altas cotas en el aprecio de los turistas de todo el mundo. Todos quieren venir a nuestras playas, comer nuestros potingues, ponerse como cochinillos asados bajo nuestro sol, emborracharse con nuestros enjuagues, lanzarse desde nuestros balcones...
-Aaaah, la paella apegostoná, la sangría revenía... Es que se me caen dos lagrimones.
-¡Claro que sí, Mortadelo! ¡Es que es para estar orgulloso! Como también es para estarlo el despliegue inmobiliario en nuestras costas. ¡Qué chaleses! ¡Qué hoteles! ¡Qué bungalós!
-Somos los mejores.
-Pues sí. No lo dude. Pero entre tantos edificios preciosos tenemos algunos casos, afortunadamente muy pocos, horribles, humillantes, ¡y uno de ellos nada menos que en La Manga del Mar Menor! ¡Un desdoro para nuestro pabellón, para nuestro liderazgo turístico! ¡Y en La Manga! ¡Han ido a plantar ese adefesio en el centro de nuestro buque insignia!


-Miren ustedes. ¡Miren qué chalet indignante! ¡Miren qué menoscabo, qué insulto a nuestra costa mediterránea!






Corrales y Molezún. Casa Catena. La Manga del Mar Menor, 1966-67.

-Vaya truño, Súper. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Derribarlo como hicimos con la pagoda?
-No. Hay casas al lado. Sería un follón y llamaría mucho la atención. Lo que quiero que hagan es reformarlo.
-Pero nosotros no somos albañiles.
-Contarán con Pepe Gotera y Otilio. Ustedes serán más bien los arquitectos, las cabezas pensantes.
-Muy bien, pero no tenemos experiencia, ¿Por qué no llama a un arquitecto de verdad?
-¡Porque a los arquitectos de verdad les gusta esa castaña!
-No me diga. Qué gente más rara.
-Razón tenía doña Espe. Quiero, en definitiva, que dejen ese chalet a su gusto.
-¿Al de doña Espe?
-Quiero decir a su gusto de ustedes. Pero, sí, supongo que también será ese el gusto de ella.
-Natural: El de cualquier persona normal y sensata.
-¿Y de presupuesto cómo andamos?

Tuvieron que salir por piernas del despacho.

jueves, 7 de julio de 2016

Con la mayor certeza

A Emilio, a Francis y a Pedro Luis, con la mayor certeza

Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral
y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol.
                                                                Albert Camus

Hace unos meses, cuando la Champions League, unos aficionados del PSV Eindhoven se tomaron unas relaxing biers at the Plaza Mayor de Madrid y pasaron el rato muy entretenidos humillando a unas mendigas rumanas. Por su parte, unos cuantos hoolligans del Arsenal hicieron algo parecido con un tullido en Barcelona. Y en Roma unos aficionados del Sparta de Praga rodearon a una pobre indigente en el Puente Sant'Angelo y uno de ellos remató la jugada meándose en ella.
Ahora, la Eurocopa de Francia nos ha deparado peleas campales entre aficionados, insultos y destrozos por doquier.
Qué asco de fútbol. Cuánto me avergüenza.
Vale: Estos hijos de puta son una minoría (una minoría demasiado numerosa); no representan a sus respectivos clubes, ni a sus naciones, ni a la especie humana, ni siquiera a sí mismos... Son unas sub-personas indignas... Ya, muy bien, que sí, que tal y cual. Pero ciertamente voy notando que esto se hace cada vez más habitual. Empieza a parecer una moda que los hinchas de los equipos visitantes humillen y vejen a los mendigos (siempre a los más débiles, cómo no) de las ciudades visitadas y que se peleen entre sí, incluso que se maten. Esto debe de ser lo del intercambio cultural y lo de la alianza de civilizaciones. Pues sí.
Y, para colmo, y por encima de los hinchas anónimos, de los bestias indocumentados, de los asquerosos que se refugian en la masa para hacer fechorías indignas de los seres humanos, también nos hemos enterado de que algunos de nuestros idolatrados futbolistas han cometido y cometen de vez en cuando actos nefandos y repugnantes como son abusar de unas supuestas prostitutas que al parecer no han sido tales, sino chicas forzadas.
En fin, es aún todo muy oscuro, y los periodistas y los políticos españoles se han dedicado a oscurecerlo aún más en estos días para que en la turbiedad la cosa se diluyera lo más posible y no afectara al esperado buen papel de la selección española en la Eurocopa (que ha vuelto a decepcionar a todos con su juego, aunque nunca tanto como me ha avergonzado y decepcionado a mí con sus diversas manifestaciones de bajeza moral).
Y, cómo no, también están siempre presentes los fraudes a las haciendas públicas y los diversos delitos económicos, tanto de futbolistas como de clubes. E incluso de la FIFA.
Estas cosas hacen que cada vez me avergüence más de haber disfrutado antaño con el fútbol y de seguir teniendo un rescoldito futbolero en el fondo de mi corazón.
La verdad es que ya no tiene ningún sentido seguir siendo aficionado. Ni los jugadores, ni el juego, ni el ambiente hacen que una persona "normal y corriente" se emocione o se enorgullezca. ¿De qué? En el césped sólo veo una panoplia de ignorancia, de cortes de pelo ridículos y de tatuajes excesivos y desaforados, y fuera de él bestiajos pegándose o humillando y humillándose. Vaya plaga. Esto empieza ya a ser peor que las luchas de gladiadores.

Y sin embargo pienso en mis amigos Emilio, Francis y Pedro Luis, tres auténticos caballeros, tres señores, y pienso en la famosa frase de Albert Camus, y siento que aún hay algo de grandeza en el fútbol, aunque sospecho que no ya en el fútbol real, sino en el fútbol mítico que albergan nuestros corazones (y que no deja de ser un espejismo que no existe).

Albert Camus, sentado en primera fila, con gorra, de
portero en el Racing Universitario de Argel

Caigo ahora en que Camus siempre me ha gustado, y siempre le he respetado y admirado mucho, mientras que Sartre me ha caído siempre muy antipático y jamás he sentido por él el menor aprecio. Y estoy seguro de que eso tiene mucho que ver con que a nadie se le ocurriría imaginar a Don Jean-Paul jugando al fútbol.
Camus jugó desde niño de portero porque era el puesto en el que menos se desgastaban los zapatos. (Se le podían desollar las rodillas, pero eso era gratis). La portería era el único puesto que se podía permitir un niño pobre y huérfano con una madre débil, y cuya abuela se había propuesto amargarle la niñez con todo tipo de prohibiciones.
Entre la pobreza y la insoportable dureza de la vida en Argel, el fútbol había sido su escuela, su patria y su familia. Y cuando escribe lo hace con esa dureza y con esa capacidad de lucha, de pasmo y de milagro. No como el estirado del otro.
Tengo un hijo futbolista, y desde muy niño eso ha sido para él una forma de vida, una disciplina, un sentimiento de equipo y de solidaridad con sus compañeros, una fuente de amistad y de diversión ligada al rigor. Estoy encantado de que mi hijo pequeño se haya formado como futbolista. (Ahora bien, los padres... Muchos padres estarían mejor en vinagre o en salazón; mucho mejor que escupiendo el odio y el desprecio que escupen día a día en los entrenamientos y semana a semana en los partidos. Qué asco. Qué gentuza).
Mi amigo Pedro Luis fue un mítico delantero del C.D. Lugo Fuenlabrada, en el que jugó de delantero hasta los cuarenta y cinco años. Su último año coincidió con el primero de su hijo mayor, Miguel Ángel, de manera que por una temporada fueron compañeros.
-¡Papá, pásamela, chupón!
(Los del equipo contrario flipaban: "Chaval, ¿el nueve es tu padre?")
Años después coincidió con sus dos hijos, pero ya en un torneo de verano. Y tanto él como sus hijos siguen ligados al fútbol, organizan torneos de chavales, entrenan... Han hecho de esto una forma de vida, de formación y hasta de filosofía vital.
Quiero agarrarme a  este tipo de gestos como a un clavo ardiendo para ver algo positivo.