miércoles, 30 de agosto de 2017

Vacaciones

Acabo de volver a casa. Mis vacaciones han terminado. Tenía mucho mono de blog y me pongo a escribir.
Quiero hablar, desde mi incipiente depresión postvacacional, de una sensación frustrante que no sé si habéis tenido alguna vez.
Me refiero a la expectante búsqueda de la obra maestra arquitectónica y, ay, a su hallazgo.

He ido de vacaciones con mi mujer, no arquitecta (aunque llevamos ya tantos años juntos que le ha ido cogiendo gusto a la arquitectura y que conoce y entiende bastante), a descansar, a pasear, a comer, a disfrutar... y a ver arquitectura. Ese "ver arquitectura" ha guiado nuestro viaje con la tiranía de siempre, ha configurado nuestro itinerario y nos ha hecho emplear (no digo perder) mucho tiempo y bastante dinero.
Yo, con la ilusión de un niño, me voy acercando a la obra que he visto mil veces en libros y revistas y cuyas plantas, alzados y secciones me sé de memoria. La intuyo, la huelo. Está por aquí, por aquí mismo; apenas faltan cien o doscientos metros para verla al fin, para conseguirla como se consigue una pieza de caza, un nuevo objeto para la colección.

Una calle cualquiera. Muy cerca hay una obra
maestra de la arquitectura contemporánea.

Mientras me voy acercando atravieso pueblos o barrios completamente anodinos, incluso zafios a veces. De esa primera decepción no me doy cuenta, porque voy excitado tras mi presa, y porque la valoro precisamente como eso, como un objeto milagroso, como una excepción en el mundo.
Eso es lo que le da tanto valor, pero al mismo tiempo es lo más deprimente: ¿Qué goce puede tener acercarse a un tesoro que está en medio de la grisura, rodeado de grisura, contaminado de grisura? ¿Para qué sirve la arquitectura, si es una excepción, una rareza?

Sin desfallecer, sin desanimarnos nunca, los arquitectos vamos en pos de la llamada sagrada. Nos perdemos, nos cansamos, nos asamos de calor o nos calamos de lluvia. No nos importa nada. Vamos como Indiana Jones tras el Santo Grial. Es nuestra aventura. Es nuestra misión.

viernes, 18 de agosto de 2017

En casa

A Mapila, que me enseñó el ingenioso
adminículo que aquí cuento.

Los arquitectos hacemos casas y para ello aplicamos algunas técnicas de oficio, algunas destrezas y cada vez más normativa, pero hay algo que está por encima de todo eso: Cuando alguien se hace su casa o se la compra busca su lugar en el mundo, su castillo, su sitio a salvo, su hogar.
"Estar en casa". "Estar como en casa". "Ponte a gusto. Estás en tu casa". "Jugar en casa". "Como en casa no se está en ningún sitio". "La casa de los Tal". La casa es la familia, la estirpe, es el núcleo de los míos, y es mi baluarte. En mi casa no me puede pasar nada malo.
Vienes de la calle, de la lucha diaria, y al llegar a tu casa sientes cada día como cuando eras un niño y jugabas con tus amigos al escondite o al rescate: "¡Casa!" Y ya no te podían agarrar. Ya podías burlarte en la cara del que se la ligaba (en mi pueblo "la hincaba"), que no podía hacerte nada.

De madrugada abres los ojos por enésima vez. "Ya está tardando mucho mi hijo. ¿Dónde estará?" Qué alivio cuando por fin oyes la llave en la cerradura. "Ya ha llegado. Ya está en casa". Y entonces el sueño inquieto, el duermevela porque faltaba uno en casa, se puede convertir ya en sueño placentero "a pierna suelta". Ya estamos todos. Estamos a salvo.
Toda la familia está en la sala, viendo la tele, sesteando, y de pronto suena el timbre. Sobresalto. ¿Quién será? Por unos instantes todos temen que sea algún portador de malas noticias, alguna complicación, algún intento de invasión al santuario familiar.

Cuando intentan asesinar a Michael Corleone, lo que más le indigna en definitiva (y así se lo dice a su consigliere y cuasi hermanastro Tom Hagen) es que haya sido en su casa. "¡En mi casa! ¡En mi propia casa!"
En efecto, el mundo es peligroso, pero la propia casa ha de ser segura. Es su obligación.


El otro día paseaba por la calle Mayor de Alcalá de Henares y mi amigo Mapila me hizo notar que en el techo del soportal, ante las puertas de muchas casas, había un agujerito cuadrado de unos diez centímetros de lado y de unos quince o veinte centímetros de profundidad, terminado en una especie de remate o tapa superior.
Me preguntó que qué creía que podían ser esos agujeros. (Esto de ser el arquitecto del grupo le pone a uno en muchos compromisos. Menos mal que no soy médico).
Le dije que no tenía ni idea. (Pensé en algún tiro de ventilación, en alguna especie de estufa que se colocara antiguamente en la calle junto a la puerta y cuyo tubo pasara por ahí, pero me abstuve de decirlo porque Mapila tenía una mirada traviesa de "no lo vas a acertar en la vida").
Había varios iguales, ya digo, así que no se podía pensar en una casualidad o una excepción.



domingo, 13 de agosto de 2017

Insistencia

Ayer, buscando un dato por internet, me topé con varios comentarios muy negativos hacia este blog y hacia mí. Lo asumo, claro que sí. Si yo me arrogo el derecho de decir lo que me dé la gana de quien me dé la gana tengo que admitir que quien quiera diga de mí lo que quiera. Estaría bueno.
Pero sí que reconozco que me pasó como al profesor que ya cuenta con que sus alumnos le van a poner un mote, y a veces incluso trata de adivinarlo intentando examinar sus propios defectos. Al cabo del tiempo se entera por fin del mote que le han puesto y se queda a cuadros: Nada que ver con ninguna cosa que él hubiera podido imaginarse. Y cree (como todos) que justo eso que le han puesto (lo que sea) no tiene nada que ver con él.
Pues eso me pasó ayer. Me quedé un poco desanimado porque sé que tengo muchos defectos y que merezco críticas e incluso escarnios por muchos motivos, pero jo...lines, ¡es que fueron a decir unas cosas que...!
(Además me dio mucha vergüenza que no me criticaran aquí, en mi blog, en mi casa, en la sección de comentarios que está abierta para todos, sino que lo hubieran hecho en ese otro sitio adonde yo había ido para leer una cosa. Me dio mucha vergüenza ser un tonto famoso, un bobo ecuménico).
Sí que hay un momento de desazón -ah, pero tú bien que criticas a quien quieres e incluso te burlas de quien te da la gana sin que te tiemble el pulso-, e incluso, pero sólo un momento, te dices que este blog para qué, que tanto escribir bobadas para qué. Pero sigo. Insisto. Insisto como Richard Rodgers y Lorenz Hart, que no sabéis quiénes fueron. Porque no sabéis quiénes fueron. No me vengáis ahora con que sí, con que sus nombres os suenan vagamente. No. No tenéis ni idea. Pero para eso me tenéis a mí.

Rodgers (sentado al piano) y Hart en 1936

Richard Rodgers era un músico, y Lorenz Hart era un letrista. Juntos compusieron varias canciones; entre ellas, en 1934, una para una película titulada Hollywood Party en la que aparecían un montón de estrellas capitaneadas por el Gordo y el Flaco y había un montón de actuaciones musicales. Tantas y tan buenas que esta de Rodgers y Hart se suprimió en el montaje final. No pasó la criba porque era una ñoñez: Consistía en que una joven inocente recitaba sus oraciones. (Bueno, las cantaba, pero la salmodia era tan lenta y solemne que era más un rezo recitativo que un canto). La película era, como su título, una fiesta en Hollywood, y una tierna niña rezando no pegaba y le quitaba el buen rollo a todo. A la porra la birriosa canción.

Hay canciones que no salen. No pasa nada. Se tiran las partituras a la papelera y a otra cosa, mariposa. Pero a los autores les gustaba esta y le quisieron dar otra oportunidad.

Le cambiaron radicalmente la letra y el título (ya no venía a cuento la niña rezando. (Bueno, ni antes tampoco)), que pasó a ser The Bad in Every Man (La maldad que hay en todo hombre), y la colocaron en la película Manhattan Melodrama, de ese mismo año 1934. (Fueron muy rápidos).
La película se tituló en España, con muchísimo morbo pero con mucha vista comercial y mucho oportunismo, El enemigo público número uno. Y es que es una película de gángsters que fue a ver el tristemente famoso John Dillinger, el verdadero "enemigo público número uno", a quien, cuando salía del cine, probablemente con esa dulce y todavía muy lenta melodía en la cabeza, acribillaron a tiros unos agentes del FBI que lo estaban esperando.

John Dillinger

La película tuvo esa morbosa publicidad inesperada, pero ni por esas la canción despegó. La verdad es que nadie se había fijado en ella. (Repito que me gustaría pensar, no sé por qué, que Dillinger sí).

Pero los autores aún no se habían cansado de la canción. Le dieron una tercera vuelta -todavía en 1934- quitando todo resto de maldad y limpiando la sangre salpicada e hicieron una balada romántica a la que titularon Blue Moon.

Y entonces ya sí. Pelotazo.

La Casa Loma Orchestra la puso en el número uno de las listas en ese mismo 1934, y en seguida el gran Benny Goodman la tomó para su repertorio.
A partir de ahí todos los grandes la fueron incorporando y se convirtió en un standard.

martes, 1 de agosto de 2017

Top Secret

No me explico el motivo, pero este blog es leído por gente de bastantes países, lo que me llena de satisfacción. Gracias a eso he conocido a compañeros de todo el mundo, que me mandan correos y comentarios. En general son cosas simpáticas, pero últimamente he recibido un testimonio sobrecogedor. No me llega la camisa al cuerpo, pero, no me preguntéis por qué, lo voy a compartir aquí con vosotros.
No revelaré la identidad del arquitecto que me cuenta su experiencia, ni tampoco su nacionalidad. Ya digo que me lee gente de muchos países. Pero la mayor parte de mis lectores son españoles y sé que no van a entender la historia que sigue porque todo eso que nuestro confidente nos cuenta es inconcebible para un español. A mí al menos me ha resultado incomprensible, pero estoy convencido de que es cierto.
Como también sé que varios servicios de inteligencia leen y analizan este blog, he "traducido" a mi forma de hablar lo que dice mi interlocutor para que no se note su nacionalidad, y también, por la misma razón, he cambiado los nombres de organismos, asociaciones, disposiciones legales, etcétera, inventándome otros similares. Todo esto es Top Secret y he de ser prudente.
Hecho esto, disfrazada así su voz, le dejo ya a él la palabra:


Primera parte: El problema

Soy arquitecto desde hace muchos años, a veces pienso que demasiados. No hago grandes edificios. Casi todo lo que he hecho en mi vida han sido viviendas individuales en pueblos, y es de este tipo de proyectos de los que puedo hablar. Cuando yo empezaba a trabajar uno de estos tenía del orden de quince planos y cincuenta páginas, escritas entonces con máquina de escribir en lo que podría ser un tipo doce y a doble espacio. El proyecto explicaba todo lo que tenía que explicar y las casas se construían siguiéndolo sin mayores problemas.
Pero poco a poco en mi país fue creciendo el afán normativo, y se fueron añadiendo cada vez más disposiciones y obligaciones que el arquitecto tenía que reflejar y satisfacer en su proyecto.
Por ejemplo, una comisión decidió que no se podían tolerar tantos accidentes laborales en las obras de construcción y salió una ley exigiendo que los proyectos estudiaran las medidas de seguridad a implantar en la obra. Algo bastante sensato. Pero acto seguido se siguió legislando sobre el asunto y engordándolo y complicándolo hasta tener que rellenar tal cantidad de datos, cada vez más innecesarios y confusos, y adjuntar tal cantidad de gráficos, diagramas y tablas que ya solo eso exige más trabajo que proyectar el edificio. Es tan laborioso y embarullado que lo importante queda difuminado por lo accesorio y el documento no resulta útil. Acaban siendo unas colecciones de plantillas tipo que se rellenan sin más y se adjuntan al proyecto. Y todo va muy bien siempre y cuando no haya un accidente.
Después hubo que calcular cuántos cascotes se iban a producir en la obra, y estimar cómo deshacerse de ellos. También hubo que suministrar un manual de control de calidad de materiales y equipos, un manual de instrucciones del edificio, un manual de mantenimiento, un manual de comportamiento ante situaciones de emergencia (este último es muy gracioso: si tu casa se está quemando te pones a buscar el proyecto por los cajones, finalmente lo encuentras, hojeas frenéticamente sus cientos de páginas hasta que das con el manual de emergencia, allí buscas el subcapítulo de incendio, y finalmente lees que tienes que salir pitando sin demora).
Y a todo esto se seguían y se siguen aprobando y modificando normas constantemente.
Entre leyes, normas, disposiciones, órdenes, premáticas, decretos, proclamas y planes y entre nacionales, estatales, comarcales, provinciales, municipales y zonales puede haber unos mil doscientos textos legales que incidan sobre un proyecto cualquiera de arquitectura, y cada uno de ellos tiene una media de sesenta y tres artículos o puntos, con lo que un arquitecto ha de conocer y aplicar unas setenta y cinco mil seiscientas gilipolleces que no son estrictamente de su profesión (quiero decir que se las tiene que saber además de saber calcular una estructura, por ejemplo). Y hay que decir que, como es obvio, muchas de ellas se contradicen.