miércoles, 28 de junio de 2017

El mono

Dedicado a mi hermana Gema
y a mi amigo Alfonso de la Torre,
que sí que saben de arte.


Mi hermana Gema ha hecho un comentario en la entrada anterior de este blog ("Comentarios") que me ha animado a contestar más o menos en el sentido en que lo ha hecho Álvaro, pero -como soy un bocazas- extendiéndome más.
Tanto me he querido extender que al final me ha salido esta entrada nueva.

En ese comentario Gema contaba cómo en primero de Bellas Artes un profesor vaciló a toda su clase de mala manera poniendo diapositivas de obras abstractas y animando a todos los alumnos a comentarlas. Poco a poco, diapositiva a diapositiva, los chicos se iban soltando e iban comentando las imágenes. Al final, ante unas obras expresionistas, los alumnos ya estaban encendidos y las comentaron apasionadamente. Entonces el ladino profesor les descubrió el pastel: Esas últimas obras habían sido hechas por un mono.

Pierre Brassau, el mono que engañó a los críticos.

Los alumnos se sintieron en ridículo por el engaño de su profesor. Habían comentado seriamente unas obras supuestamente serias y habían quedado en vergüenza y con el culo al aire. Esa sensación indignante le vuelve a uno escéptico y escaldado, y le convierte en un enemigo del arte contemporáneo (al menos del expresionista), en el que tanta validez tiene la obra de un artista talentoso como la de un mono. Todo vale lo mismo y, por lo tanto, nada. 
Desde este punto de vista el arte contemporáneo es un engaño, una tomadura de pelo, una estafa.

A ver si un mono puede pintar una carga de caballería, o a la familia de un monarca, o un bodegón. ¡Ja!

Y, sin embargo, a mí (con mi edad, con mi conocimiento, con mis decepciones, con mi cinismo) ese ejercicio crítico propuesto por el profesor me parece estupendo. Y, por supuesto, me arrogo el derecho de valorar un cuadro hecho por un mono como valoro la forma de una nube, la plasticidad de un paisaje, la rugosidad de una piedra o la textura de los restos de carteles en una pared: como obras plásticas dignas de comentario. Que sean resultados de la casualidad o de un acto deliberado me da igual (en según qué contexto).

He buscado imágenes de restos de carteles en paredes y he
visto tantas y tan buenas que no sabía cuál escoger.

Esos restos de carteles me molestarían si estuvieran en el portal de mi casa, e incluso llamaría al ayuntamiento protestando, pero he paseado muchas veces por la calle Hortaleza de Madrid y más de una vez me he parado ante unos restos de carteles e incluso los he fotografiado.
En las paredes de esa calle siempre hay carteles pegados sobre carteles pegados sobre carteles pegados, y restos rascados sobre restos rascados sobre restos rascados. Y las tramas que forma todo eso, las superposiciones, las evocaciones de urdimbres, texturas, mensajes contradictorios, profundidades espaciales y cromáticas, tipografías, etc, son riquísimas y muy sugerentes.
Es decir, que independientemente de que la obra sea fruto de la casualidad, el crítico siempre tiene derecho a interpretar, a leer. O, por la misma razón, aunque la obra sea muy mala, carente de talento, de intención, de riqueza plástica, a mí me puede decir algo y tengo derecho a exponer y a comentar ese algo.
Es el clásico "pues a mí me gusta". Ante esa afirmación no tenemos nada que decir. Y ante la negación correspondiente -"pues a mí no me gusta"- tampoco.
La clave, la validez crítica, reside en el por qué. ¿Por qué te gusta? ¿Por qué no te gusta? Ahí puede haber argumentos interesantes o estúpidos. Ahí hay un discurso. Y es la calidad de ese discurso la que nos interesa a menudo más que la de la obra que lo ha originado.

Estamos en el metaarte, en el discurso sobre el arte, e incluso en el discurso sobre el discurso sobre el arte.

Mucha gente se queja de la falta de criterios objetivos para valorar las obras, pero es que si hubiera criterios objetivos habría métodos objetivos de trabajo, habría academicismo. Y en este mundo contemporáneo evocar nostálgicamente algún tipo de academicismo es un error y un imposible. No hay normas de apreciación, de calidad, y no hay manera de imponerlas. Porque no hay ninguna base sobre la que imponerlas.
Lo que hay es un predominio de la interpretación. Y eso, aunque no os lo creáis, nos hace avanzar más deprisa que si tuviéramos un catecismo que aplicar. (Nos hace avanzar más deprisa, ¿pero hacia dónde?)
¿Que el mundo es muy complejo?, ¿que todo es muy difícil?, pues sí.

domingo, 18 de junio de 2017

Comentarios

Tengo ya el vicio de mirar este blog varias veces al día por si hay algún nuevo comentario. En general sois parcos o tímidos, o es que para dejar algún comentario se os piden demasiados datos y molestias y os da pereza.
El caso es que, salvo en algunas entradas muy "calientes", no suele haber demasiados comentarios. Pero, eso sí, los que hacéis suelen ser muy cariñosos y a veces hasta elogiosos. Así que me hincho como un pavo.

A menudo ocurre que cuando alguien está de acuerdo con el contenido de una entrada no se suele tomar la molestia de hacer un comentario. ¿Para qué? ¿Para decir que muy bien, que vale? Sin embargo, cuando se está en desacuerdo, y no digamos cuando la entrada le llega a indignar a uno, sí que salva todos los laberintos y tropezones que le impone el blog (los he dejado en lo mínimo posible) para hacer constar su disconformidad.

Hace dos entradas me eché al monte a hablar de un personaje muy difícil: Juan Navarro Baldeweg. Me superó. No fui capaz de decir nada interesante de él. Se me escurrió entre los dedos (como suele hacer, el cabrito) y me dejó sin nada. Mi blablablá no pudo ser más vacío ni más torpe. Esa entrada merecía comentarios acerbos, sin duda. Pero creo que no se merecía los que recibió. Porque los comentarios que tiene hasta este momento(1) no critican mi pobreza analítica y expositiva, sino el arte de Juan Navarro y la pintura y la arquitectura contemporáneas en general. Benditoseadiós.

 

A estas alturas esos argumentos. Otra vez.
Se le quitan a uno las ganas de seguir.
(Me estaban esperando desde lo de Adriansens).
Menos mal que por las redes sociales -y los más íntimos cara a cara- me hacéis comentarios y críticas de otro tipo.
¿Cómo se puede seguir alimentando, a estas alturas, ese desprecio a todo lo que supone la modernidad, la contemporaneidad? ¿Cómo se puede, para reforzar esa postura, hacer dos bandos no basados en la calidad ni en la profundidad programática, sino en la mera percepción superficial y anecdótica?

A estas alturas. Vamos, por favor.
En algún comentario detecto una sana ironía. O a lo mejor me la imagino yo, que ya no sé ni qué pensar.

jueves, 15 de junio de 2017

Adiós, doctor

Vanitas vanitatum et omnia vanitas(*)
Eclesiastés, 1,2.


Ya lo he contado en alguna ocasión: Para mí el doctorado fue una aventura apasionante, una fuente de alegría. Qué bien me lo pasé haciéndolo.
Lo de ser doctor fue, ya digo, un placer, pero nunca me lo tomé como un motivo de orgullo, y no digamos de ensoberbecimiento o de vanidad. (Al menos eso creía hasta ahora).
Monté un estudio con un amigo y funcionó estupendamente durante veinte años. Él no era doctor y, aunque me animaba a hacerlo, yo nunca puse "doctor" en mis tarjetas. Nos las encargábamos juntos, con el mismo diseño, y en las dos decía: ARQUITECTO. Bella palabra. Bella profesión. Ni quería aparentar ser más que él ni desde luego lo era en nada. De ahí que estuviera mucho tiempo sin mencionar en ningún sitio mi rimbombante (e inútil) título académico.
Al cabo de los años, en una reforma y remozamiento que hicimos en el estudio, él quiso que enmarcáramos nuestros títulos (él tenía varios cursos de urbanismo) y los pusiéramos en la sala de juntas del estudio, en la que recibíamos a los clientes, para que luciesen. Así lo hicimos. No sé si alguna vez algún cliente reparó en nuestros numerosos y variados marchamos y patentes, pero ahí estaban.
Cuando en 2010 la crisis se llevó por delante nuestro estudio y nos fuimos cada uno a nuestra casa a lamernos las heridas, mis títulos (de arquitecto y de doctor) fueron a un mueble y ahí siguen. (Eso sí: enmarcados).


Nunca he necesitado mi título de doctor arquitecto. Di clases durante el curso 1989-90, cuando aún no lo había obtenido, y cuando leí la tesis en 1992 ya no era profesor ni lo volví a ser nunca más.
Tampoco he formado parte de consejos o grupos de sabios ni de investigadores ni de nada parecido, y la única vez que me he presentado a un puesto no se valoraba el título de doctor.
De manera que mi título ha sido solamente lo mejor que podría ser: un motivo de satisfacción personal.
De la redacción de la tesis recuerdo la incansable lectura de libros -incluso en lenguas que desconocía(**)-, la apasionante relación con Fullaondo, con sus libros, con los datos que iba obteniendo, la búsqueda de relaciones entre eventos que no las tenían, pero que a veces hacían saltar alguna chispa, más voluntariosa que lógica, la estúpida pero intensa sensación de redescubrir la pólvora a cada momento. Todo valía. Todo sumaba y yo lo tomaba todo, y todo me parecía revelador.
Qué bien me lo pasé.
Leí la tesis poco antes de que naciera mi primer hijo, y meses después, con él ya nacido, fui investido doctor en la apertura del curso académico de la UPM, ceremonia a la que mi mujer no pudo venir porque no pudimos dejar al niño al cuidado de nadie y se quedó en casa con él, pero a la que vinieron mis padres, que debían de sentirse muy orgullosos de mí, ay, pardillos, y que cuando el decano me encasquetó el exiguo birrete alquilado (soy cabezón) y abrazó ceremonialmente mi cuerpo vestido de castañera galáctica tuvieron un nudo en la garganta y en los ojos. Benditos sean.

El día antes de la ceremonia, en mi casa, me vestí de
castañera galáctica y mi mujer me hizo esta foto. 

El día de la ceremonia, en el paraninfo de la UPM,
con mis padres. (Él hasta se había leído mi tesis).

Solo por eso ya mereció la pena ser doctor. Y nada más, ya digo. Nada más.

lunes, 5 de junio de 2017

La mente retorcida de Juan Navarro

Ha habido varios momentos (tampoco demasiados, qué le vamos a hacer) en los que me he sentido impelido a agarrar unos pinceles y ponerme a pintar apasionadamente. Dos de ellos me ocurrieron estando cómodamente sentado en el sillón de mi casa, ante la tele.
Las dos veces di un salto del sillón. La primera fue viendo la película Apuntes del Natural, de Martin Scorsese, que es una de las tres entregas de Historias de Nueva York. Lionel Dobie (Nick Nolte) arrollaba pintando. Era una fiebre incontenible, una verborrea de color, un delirio, una pringue hasta los tuétanos. Me impresionó la paleta que usaba: una tapa de cubo de basura, el radiocassette embadurnado de pintura, su ropa sucia, su frenética furia...


La segunda fue viendo el episodio de Juan Navarro Baldeweg de la serie Elogio de la Luz, de Televisón Española. Pero en este caso el pulcro pintor era puro control, puro intelecto, pura limpieza (pero no pura claridad).


Pero las obras de Juan Navarro no son frías, no son "cerebrales" (signifique eso lo que signifique y se oponga eso como se oponga a "mentales", que sí lo son, y mucho).

Juan Navarro Baldeweg.
Litografía de la serie Noche

Juan Navarro Baldeweg es un arquitecto escurridizo, un arquitecto "conceptual" que trae a la arquitectura, buscando solución, los problemas que encuentra en la pintura, en el pensamiento y en la vida.
-¿Cómo va a encontrar solución en la arquitectura a los problemas que encuentra en la pintura, si la arquitectura es mucho más difícil y exigente?
-Pues precisamente por eso: Porque la pintura lo admite todo pero la arquitectura, con la puñetera gravedad de por medio, no te deja. La arquitectura te obliga a resolver.

Juan Navarro Baldeweg. La casa de la lluvia.