martes, 30 de enero de 2018

Gente normal

Estos días los españoles estamos celebrando que nuestro rey cumple cincuenta años.
En esta tesitura le han grabado a la familia real un vídeo con el que de nuevo quieren convencernos de que son "gente normal". Comen lentejas, la niña se quema... Lo normal.

La infanta quemándose con las lentejas.

Yo no soy especialmente monárquico, pero tampoco antimonárquico. Lo que sí creo es que la monarquía es algo anacrónico y obsoleto. Me parece que en esto estamos todos más o menos de acuerdo, y que incluso los monárquicos defienden la institución por lo que tiene de simbólico más que por su utilidad práctica real. (O, dicho de otro modo, su utilidad práctica real es ser simbólicos).

Sin embargo -y a mi juicio erróneamente- desde hace muchos años, desde que se olieron la tostada y notaron su discutible encaje en una sociedad democrática moderna, todos los miembros, funcionarios y adláteres de la Casa Real se empeñaron en convencernos de que los Borbones eran "gente normal".
Pues bien: A mí no me parece bien que los reyes sean "gente normal". Creo que su única razón de ser es la de ser sublimes.
Para gente normal ya me quedo con mi tía Eduarda.
Yo quiero un rey, una reina, unas princesas, unas infantas y unos etcéteras simbólicos, magníficos, excelsos, óptimos, extraordinarios, admirables... de todo. De lo bueno lo mejor. Ese es el único sentido de su existencia, su única razón de ser.

En el aspecto político no deciden nada, no gobiernan, no mandan, pero la Constitución Española le da al rey la potestad de declarar una guerra. Ahí es nada. La decide el gobierno, pero quien le da forma, quien le da voz, es el rey.
Y así todo. El rey simboliza la unidad de la patria, la defensa de la nación, la estructura de la sociedad y hasta el mapa del territorio. El rey recibe a los campeones del mundial de fútbol y va a los entierros de las víctimas del terrorismo porque el rey es nosotros. El rey es yo, y yo, en algunas ocasiones, no quiero que me represente un político de carne y hueso, sino un ser etéreo, sublime, sobrehumano: mi rey.

viernes, 26 de enero de 2018

El despechugue

A Miguel Barahona, que me animó a escribir esta entrada
y hasta eligió el título. Espero estar a la altura esperada.
Y a Eduardo Almalé, por su aportación.


Le Corbusier y Picasso se conocieron en París en los años 1930s y no se soportaron.
Parecían hechos el uno para el otro, pero tal vez por eso mismo se cayeron fatal.

Después de eso, en los 1940s, en el París ocupado por los nazis, hay turbias historias sobre ambos respecto a su actitud más o menos ambigua o "equidistante" entre los colaboracionistas y los resistentes. Ahí no quiero entrar; al menos hoy. Ya se ha dicho mucho y depende de quién lo cuente fueron unos héroes de la democracia y de la libertad o unos miserables pelotilleros. Vamos a dejarlo ahí.

Donde quiero ir es a Marsella, en 1952. Le Corbusier estaba terminando la famosa Unité d'Habitation, que era una magnífica pieza de arquitectura, pero era mucho más, y Picasso quería verla.

Eso he leído en algún sitio: que a Picasso le interesaba mucho el edificio y que fue él quien llamó a Corbu para que se lo enseñara. Pero también he leído que fue Corbu quien seleccionó a unos cuantos famosos y los invitó a la inauguración. Pudieron ser las dos cosas: que Picasso se interesara por el edificio y lo dijera y que Le Corbusier, que era el mayor lince de la propaganda y del autobombo(1) aprovechara la oportunidad y montara la fiesta.

Fuera como fuese, el caso es que el encuentro nos dio esta magnífica fotografía:

jueves, 18 de enero de 2018

Anonimato y hombrecillos (y también toreros)

Seguimos celebrando el centenario de Sáenz de Oiza. Esta vez os cuento una anécdota que contó él en clase.

En el año 1964 se convocó un concurso internacional de arquitectura para un teatro de ópera en el Paseo de la Castellana de Madrid.
Las propuestas presentadas fueron expuestas por los organizadores.

Oiza, que no se presentó al concurso, se pasó por la exposición con un compañero para ver los proyectos presentados.
Tan hablador y apasionado como siempre, comentaba con su amigo en voz alta todos los que iba viendo:

Propuesta de Rafael Moneo

-Mira el proyecto de Rafa. Tan pulcro como siempre1.

Propuesta de Juan Daniel Fullaondo

-Juan Daniel. Qué fuerza, ¿verdad? 

Propuesta de Antonio Fernández Alba

-Antoñito y sus plataformas. Qué bueno.

Propuesta de Fernando Higueras y Antonio Miró

-Fernando Higueras. Esta plasticidad, esta corona. La planta radial...

Propuesta de Miguel Fisac

-¡Hombre, Don Miguel Fisac! Parece que ha endurecido un poco su organicismo1.

Un hombre que estaba viendo también la exposición y que llevaba un rato oyendo hablar a Oiza (oír hablar a Oiza era inevitable) finalmente se dirigió a él y le dijo:
-Oiga, perdone. ¿Pero no se han presentado todos los trabajos bajo anonimato? ¿Cómo es que usted conoce a los autores?

viernes, 12 de enero de 2018

Oiza viejoven

Oiza siempre fue una persona muy activa y muy nerviosa. De joven había sido buen ciclista, y presumía de haberle plantado cara nada menos que a Federico Ezquerra, "el Águila del Galibier". (Iba en bicicleta de Madrid a La Granja, ida y vuelta, y se picó con otro ciclista. En Puerta de Hierro el otro le preguntó que en qué equipo corría, mientras que se descubría como Ezquerra. Esto Oiza lo repetía a cada momento con legítimo orgullo: Le había pedaleado de tú a tú al gran Ezquerra).

He escrito "de joven" y ese es el problema, que Oiza seguía sintiéndose joven a una edad avanzada. Vale: Se dice que hay que sentirse siempre joven, que hay que serlo en el corazón y que la juventud no está en los años que se tienen, sino en la ilusión y en las ganas de vivir. Pues vale, pues bueno, pues de acuerdo.

Los grandes Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes tienen un espectáculo, Viejóvenes, en el que se retratan como seres desubicados que están ya en la cuarentena pero no asumen su edad y quieren seguir saliendo de marcha y llevando la misma vida que a los veinte. Se producen algunas situaciones cómicas, tristes y ridículas.

Cartel del espectáculo Viejóvenes.

Pero Oiza no estaba precisamente en la cuarentena cuando yo lo conocí en la escuela. Estaba en la sesentena y era un torbellino. ¡Bien!
Siendo director de la ETSAM tuvo que sufrir una huelga muy dura. Un día -ya tendría sus 65 tacos-, yendo a su despacho de la escuela se encontró con un piquete de alumnos que le cortaban el paso. Se encaró con ellos y se negaron a dejarle pasar. El acceso al pasillo al que daba su despacho estaba tapado con un tablero de los de las aulas de dibujo técnico. Oiza, muy cabreado, saltó por encima del tablero. Muy poca gente puede hacer eso a los veinte años, y él lo hizo a la edad de jubilación.
Obviamente, después de eso los alumnos, pasmados, no hicieron nada para impedirle que llegara a su destino.

Todo eso es encomiable, sí, y todos quienes lo hemos visto y escuchado hemos celebrado esa energía, esa vitalidad, ese espíritu. Pero tiene una componente menos plausible, y es que Oiza quería ser más joven que los jóvenes, más que sus alumnos, más que nadie, y a veces llegaba a situaciones ridículas.
No me refiero a situaciones personales -allá cada uno, y en ese aspecto no tengo nada que decir-, sino a actitudes profesionales.

lunes, 8 de enero de 2018

El último racionalista

Me acabo de enterar, gracias precisamente a un lector de este blog, de que ayer, día de los Reyes Magos, ha muerto uno de mis mejores amigos de la carrera: Juan Pablo de Bidegain Herrera. Bidegáin.


No sé nada más, no sé cómo ha sido, ni si estaba enfermo, ni nada. Me pongo a escribir sin saber qué voy a decir. Era mi amigo. Estoy consternado y desorientado. ¿Qué pasa? ¿Qué coño pasa? ¿Cómo se puede morir Bidegáin?

Ya conté que era el operador de cámara en clase de Fullaondo. Movía los grandes libros en sentido inverso bajo el visor del proyector de opacos y hacía unos travellings estupendos de aquellas grandes fotos que no cabían de una vez. Era insustituible en clase. No faltaba casi nunca, y las poquísimas veces que por enfermedad o por lo que fuera no podía venir Fullaondo se quedaba muy fastidiado sin poder dar la clase como él quería, porque ningún otro alumno era capaz de proyectar las imágenes en la pantalla.

(Inserto: Al principio todos los compañeros de clase le llamábamos Bidegáin. Supongo que por influencia de Fullaondo, que llamaba a todos los alumnos por el apellido, y el suyo era bastante fonético. Al cabo de un tiempo, ya muy amigos, le empecé a llamar Pablo, y aún después Juan Pablo, porque era así como él se reconocía mejor y se sentía más cómodo).

Juan Pablo era muy reposado hablando. Buscaba la palabra correcta y precisa para no generar malentendidos ni confusiones, y eso le hacía a veces ser lento y poco expresivo. Era todo lo contrario que yo: Todo lo que yo tengo de bocazas y de metepatas lo tenía él de elegante y discreto.

En sus proyectos siempre era correcto y preciso. Fullaondo una vez le llamó El último racionalista, y era verdad. Sus proyectos eran modernos canónicos, y todo era racional y todo estaba justificado.
Recuerdo que ayudándole a dibujar su fin de carrera veíamos que un alzado era poco expresivo y le dije que forzara un efecto de curvatura en un muro. En un proyecto en el que todo el mundo mentía o dibujaba cosas gratuitamente por lo bien que quedaban él no consintió en falsear (no digo mentir, sino sólo agudizar gráficamente) una curvatura para que en alzado quedara mejor. El alzado tenía que corresponderse escrupulosamente a la planta, y en planta esa curvatura era la idónea para lo que se pretendía, y si en alzado no quedaba muy fotogénica daba igual. Tenía que ser como tenía que ser.

Juan Pablo era de una honradez extrema. Al final le convencí de que, sin mentir, hiciera una especie de trompe-l'oeil que sería real si el edificio fuera construido. De alguna manera conseguí convencerle en parte y el alzado mejoró algo.

Le sugerí también que en alguna parte del proyecto rotulara "El último racionalista" y no coló. No era pertinente, tenía razón: No era el momento ni la ocasión. Pero al poco tiempo nos presentamos al concurso del conservatorio de Almería y ahí sí: Ahí nos pusimos como lema "El último racionalista".
Fueron unos días de trabajo intenso en su piso compartido de la Colonia Saconia, en Madrid, con la carrera recién terminada y antes de que se fuera a Santander, de donde era.

Después dejamos de vernos, aunque él vino algunas veces por Madrid y yo fui con mi familia otra a Santander. Durante estos treinta y dos años nos habremos visto unas seis o siete veces, no más, y habremos hablado por teléfono otras tantas (larguísimas conversaciones). Pero hemos mantenido la amistad y el cariño.

Juan Pablo de Bidegain Herrera era un hombre bueno.

Nuestra común amiga Aurora Herrera, santanderina como él, me contó una vez que en el colegio de arquitectos de Cantabria Bidegáin era una especie de tesorero perpetuo, ya que era tan honrado y tan cabal que elección tras elección ninguna candidatura presentaba alternativa a la tesorería. Todos estaban de acuerdo en que siguiera él. Sé que fue también de consejero de ASEMAS y que ahora estaba -de tesorero, cómo no- en la UAPFE. El tesorero ejemplar. El hombre más honrado del mundo.

Era muy buen fotógrafo (pero ahora me pesa mucho que no tengamos ninguna foto juntos1), y hasta una vez le publicó una fotografía EL PAÍS. Era que vino a Madrid una famosa atleta alemana y él fue al evento con su cámara. Con su perfecto alemán sin acento la saludó y ella le miró interesada, sorprendida y atenta, momento en que disparó su cámara y obtuvo una fotografía buenísima.
Tenía muchísimas fotos buenas. Miles y miles de contactos pequeñitos, de los cuales sólo conseguían pasar a ser ampliados unos pocos (el papel y los demás materiales eran caros y había que seleccionar muy bien).

Hasta aquí he escrito de corrido y aquí me he parado de golpe. Llevo unos minutos sin saber qué más escribir. Serían cientos de anécdotas, pero me he quedado sin fuerzas. Qué más da. Qué más da todo. Mierda.

Mi amigo Juan Pablo se ha muerto.

El último racionalista.

El último hombre honrado.


1.- He escrito que no teníamos ninguna foto juntos pensando en los tiempos de la escuela, pero luego he recordado que muchos años después sí nos la hicimos. En 2002, en nuestras vacaciones en Cantabria, quedamos en Santoña.
Aquí estamos las dos familias: Él con su mujer y su hija y yo con mi mujer y mis dos hijos.




Addenda 10 de enero de 2018. No pude ir al funeral que tuvo lugar en Santander ayer martes, 9 de enero, pero me acabo de enterar de que ASEMAS va a celebrar en Madrid una misa en memoria de Juan Pablo el próximo jueves 18 de enero a las 21:00 h, a la que espero ir. Será en la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en C/. Ferraz 74, esquina a Marqués de Urquijo.
Enlazo aquí la nota de recuerdo a Juan Pablo que ha sido publicada en la web de ASEMAS.

viernes, 5 de enero de 2018

Summers y Shakespeare

Yo no sé si los más jóvenes conoceréis a Manuel Summers. Bueno, los más jóvenes no conoceréis ni a su hijo David, el de Hombres G. Pero para eso me tenéis a mí. Yo os lo cuento.
Manuel Summers fue un humorista irlandés-sevillano. Hacía películas y chistes gráficos, y también salía en tertulias radiofónicas y televisivas hablando de todo un poco (vamos, de política) con ese tonito de señorito-andaluz-simpático-derechista-facha-gracioso que hemos visto y seguimos viendo en unos cuantos personajes muy populares.

A mí me caía bien. Tenía humor, y todo el que tiene sentido del humor me cae bien.

Yo lo traigo hoy aquí como cineasta -tal vez su vocación primera y más auténtica y, con todos los éxitos que tuvo, fracasada- porque los arquitectos trabajamos por encargo y para los gustos de nuestros clientes, y a menudo nos debatimos entre lo que creemos que es bueno y tiene calidad y lo que nos piden que hagamos. Porque sí: Abundan los clientes que no quieren buena arquitectura. Eso hay que reconocerlo. Y en eso Manuel Summers me sirve de guía por lo que diré ahora.

En el año 1963, a sus veintiocho años de edad, dirigió su primera película: Del rosa al amarillo. La vi hace mucho tiempo y me produjo una muy extraña sensación. Eran dos historias de amor: una entre dos adolescentes casi niños y la otra entre dos ancianos.

Fotograma de la película Del rosa al amarillo.

No la recuerdo demasiado bien, pero sí que me acuerdo aún de toda la cursilería de esas dos historias y de una sorda sensación de fracaso, de ridículo, de melancolía y de dolor. Las sensaciones son duraderas porque creo que estaban muy bien armadas y contadas. La película no era una maravilla, pero sí una opera prima más que interesante y prometedora, que tenía eso tan difícil: una visión propia, una manera personal de ver las cosas y de contarlas. Prometía muchas cosas buenas para un futuro.

A esa película la siguió el año siguiente La niña de luto, otra película que recuerdo y que también me acongoja y me desasosiega. Trata de una chica que no puede ver a su novio porque va empalmando una serie de lutos rigurosísimos que les amargan la juventud y la vida a ella y a él.

El joven Manuel Summers hizo alguna otra película muy estimable y sí: ganaba algún premio que otro, tenía buenas críticas, pero no terminaba de triunfar.

Vio que esas historias sensibles y sutiles no triunfaban e intentó dar los brochazos algo más gordos. En 1971 dirigió Adiós, cigüeña, adiós y con ella sí dio el pelotazo. Los jóvenes no os lo podéis imaginar, pero en aquella época (yo tenía once años) no existía educación sexual de ningún tipo, y todo era secreto y misterioso hasta unos niveles inconcebibles.
Pero a lo que iba: Se salió de la línea de humor negro dentro de un neorrealismo sórdido y se abrió a lo comercial, tocando un tema muy goloso. Fue tal el éxito que a los dos años hizo una inesperada y estúpida segunda parte: El niño es nuestro, que también funcionó muy bien y le dio más fama y más dinero.
En 1982, ya despendolado, hizo To er mundo é güeno, una película a base de bromas con cámara oculta a gente que pasaba por allí. Y la lio tan gorda que en ese mismo año hizo una segunda parte: To er mundo é... mejó. (Total, era tan fácil...). Y como el éxito seguía, volvió en 1985 con la tercera: To er mundo é demasiao.

Por si esto no fuera ya una barbaridad que sonrojaría a cualquiera (pero Manolo Summers no se sonrojaba), en 1987 y en 1988 dirigió sendos bodrios para el grupo musical de su hijo, los Hombres G. Los engendros se titularon como dos de las canciones del grupo: Sufre, mamón y Suéltate el pelo. No fueron ni mejores ni peores que tantas otras horribles películas de circunstancias hechas con el piloto automático para que el grupo de moda del momento cante sus canciones y alegre a sus fans; todo ello barnizado con una excusa argumental tan imbécil que haría meterse en un agujero a un mono de Gibraltar. Fueron éxitos comerciales que, como todos los de esa ralea, algún espíritu piadoso debería destruir. (Sobre todo por el bien de los músicos protagonistas de tales atrocidades y de los actores de carácter que salen siempre de relleno pisoteando su talento y su oficio).

Las dos primeras películas, Del rosa al amarillo y La niña de luto, no son obras maestras, pero sí son dos prometedores tanteos primerizos, que auguran lo que podría haber sido una digna carrera cinematográfica que tal vez en la madurez sí nos hubiera dado alguna película ya muy buena. Porque, como he dicho, creo que había madera para ello.
Pero de los buenos tanteos primerizos no se vive, y ya se vio que los premios en festivales y las críticas positivas no daban para nada.

Los arquitectos trabajamos por encargo. Nuestras obras tienen que ser comerciales porque tienen que complacer a quienes las encargan.
Y siempre estamos con lo mismo: ¿El cliente es el que manda? ¿Se le debe complacer siempre? ¿Qué hacer cuando el cliente es refractario y hostil a la calidad arquitectónica? ¿Puede haber una arquitectura que sea comercial y buena? ¿Está reñido lo comercial con la calidad artística?
Sabemos que no. Cientos de grandísimas películas, novelas, obras de teatro, piezas musicales y... y de todo nos lo confirman. Y todo eso certifica que hay mucho público culto e inteligente que valora las obras comerciales bien hechas.
Pues sí, pero que nos lo digan a los arquitectos de chalet adosado o de apartamento playero, y que se lo digan a Summers, que no tuvo la suerte de que sus obras mejores gustaran tanto como las peores. Yo pienso mucho en Summers. No es que yo tenga ni mucho menos su talento; qué más quisiera yo; es que me impresiona cómo un creador es capaz de dar la vuelta, tragarse los mocos y buscar otros caminos cuando el suyo inicial no le lleva a buen fin. Yo respeto mucho esa decisión. De verdad. (De hecho, salvando todas las distancias, es lo que llevo haciendo toda mi vida. Y creo que todos lo hacemos en mayor o menor medida).

Y en el otro extremo de Summers (y en esa misma línea) veo a Shakespeare.

lunes, 1 de enero de 2018

El lomo de mi tesis

Dedicado a los cinco amigos que menciono
al final. Muchas gracias, majetes.


A veces (demasiadas) utilizo este blog para desahogarme y limpiarme de mis múltiples mierdas y vosotros sois tan pacientes como psicoterapeutas, y además sois gratuitos. Perdonad que abuse una vez más de vuestra paciencia para quitarme de encima otra espinita justo al empezar el año.

El caso es que para algunos asuntos me considero inteligente, pero para otros soy el más tonto del mundo. Por ejemplo, para lo burocrático soy de lo que no hay. En ningún curso de la ETSAM conseguí matricularme bien: Un año no había rellenado bien las asignaturas, otro había olvidado poner la cuenta bancaria (la de mis padres), otro había escrito lo que no era y donde no era... El caso es que todos los años, TODOS, o aparecía en una lista oprobiosa de torpes o incluso recibía una cartita para que me pasara por secretaría a corregir lo que fuera. Parece una exageración, pero lo digo completamente en serio: Ni una sola vez hice bien  la matrícula.

Esta actitud tiene un efecto perverso, y es que a la hora de cumplimentar cualquier trámite ya sé de antemano que lo voy a hacer mal, y entonces leo las instrucciones nervioso, o me salto párrafos... Y acabo autocumpliendo mi autoprofecía: "Me va a salir mal"; "lo voy a hacer mal". Y me sale mal.

Hace ya muchos años que he entrado en una espiral sin solución.

Bueno, pues os quiero contar hoy una de mis innumerables meteduras de pata. Que no son sólo eso, meteduras de pata, sino humillaciones, penas, vergüenzas, amarguras y arrepentimientos.

Cuando me disponía a presentar mi tesis doctoral, conociendo esta deficiencia mía me informé con todo cuidado sobre cómo tenía que encuadernarla. En la secretaría de doctorado me dieron unas normas que -de verdad que sí- estudié a fondo.
Con todo lujo de detalles se indicaba qué tenía que poner en la portada. Lo repasé todo mil veces para no olvidar ningún detalle ni poner ninguno de más.

Mi tesis doctoral, que os recuerdo que podéis descargar si
queréis clicando el icono de arriba a la derecha de este blog.

Universidad, escuela, título de la tesis y después "tesis doctoral", mi nombre y mi título ("arquitecto") y la fecha. (La presenté en 1991 y la leí en marzo de 1992). Todo ello en letra negra sobre fondo gris.
La única frivolité que me permití fue escribirlo todo con la tipografía de Van Doesburg, que tenía importancia en mi tesis. (Bueno, si a eso vamos también la tenía la de Frank Lloyd Wright, pero no me atreví a dibujar en vegetal todo eso con la letra de Wright. La de Van Doesburg era mucho más fácil). Hasta me compliqué la vida pensando cómo poner las tildes sin desvirtuar mucho el modelo del holandés, que no las tenía.

A ese nivel de paranoia estaba.

Bueno, pues en ese nivel de paranoia leo en las instrucciones que "en la parte superior del lomo se inscribirá el número de la escuela técnica superior", y luego una lista en orden alfabético en la que a Arquitectura le correspondía el 03.