jueves, 28 de junio de 2018

El carnet de conducir

Dedicado con todo mi cariño a mi amigo Ricardo.


Hace muchos años mi mujer y yo pasamos unos días en casa de un amigo en un pueblo de Asturias. Los dos lo recordamos con gran felicidad.
Nuestro amigo fue un guía excepcional. Una tarde nos llevó a una muy pequeña aldea que tenía una ermita prerrománica. Llegamos allí y fuimos a la tasca, que era el único sitio al que se podía ir a preguntar. Nos pusieron unos vinos y una inacabable avalancha de castañas y fueron a llamar a la señora que tenía las llaves de la ermita.
Al rato acudió muy dispuesta y generosa, nos abrió la ermita y nos la explicó.
Con el guarda de la cripta de la colonia Güell, esta señora es la mejor guía que he visto en mi vida. Primero nos enseñó la ermita por fuera, haciéndonos notar un agujero en una de las fachadas laterales, por el que había entrado el cuélebre, que había sido finalmente vencido por el apóstol. (No era ninguna leyenda: Nos enseñó el sitio exacto por el que había entrado el bicho y, una vez dentro, el lugar donde Santiago le había pegado el garrotazo). Siguió contándonos historias atropelladamente: Historias incomprensibles que se mezclaban y confundían, y que no éramos capaces de seguir ni de entender, pero que nos entusiasmaron.

El espacio interior de esa minúscula ermita era formidable: En tan poco tamaño había un altar en un extremo, unos pocos bancos en medio y un coro al fondo, al que se subía por una escalera de mano.
La extrema desnudez era solo paliada por una repisa lateral en la que había cuatro o cinco pequeñas esculturas de entre veinticinco y cuarenta centímetros de altura.

Todo aquello era un tesoro. Yo, que no soy especialmente religioso, sentí una rara espiritualidad arquitectónica.

La enérgica mujer se acercó a la repisa y de entre las imágenes tomó una y nos la mostró con orgullo. Era una pequeña Virgen María sentada de unos treinta centímetros de altura. La talla era románica (o me lo pareció) y sus austeras formas eran contradichas por unos colores chillones como de titanlux.

-Esta es nuestra Virgen. La ha arreglado la Araceli porque se sacó el carné.

Pocas veces he visto una imagen religiosa más chillona y chabacana y al mismo tiempo más emocionante: Era la Virgen de la aldea, la patrona, la venerada, y al parecer debía de haber estado muy deteriorada durante décadas, o tal vez durante siglos. La Araceli, a quien supongo rezando a esa Virgen desde niña, y muy especialmente en las últimas semanas antes de sacarse el carnet, debía de ser una joven muy echada p'alante. ¿Vamos a consentir que nuestra Virgen siga así de estropeada? De eso nada: Si apruebo el examen del carnet de conducir la mando restaurar.

Y el pueblo tan feliz, con su Virgen nuevecita y reluciente.

Me imagino al párroco llegando a la aldea de vez en cuando -ni siquiera un día por semana-, parando en la tasca para tomarse un vino y unas castañas con los hombres del pueblo, mandando aviso a casa de esta mujer para que fuera abriendo la ermita y diciendo luego misa para los cuatro fieles, orgullosos de su Virgen reluciente.

¿Habría sido mejor que la restauraran los técnicos y se la llevaran al museo provincial, donde, por no ser una obra de primera categoría, seguramente no habría alcanzado el honor de ser expuesta? Para el arte y el patrimonio cultural sí, sin ninguna duda. Para el culto no; por supuesto que no. ¿Cuál es su función? ¿Para qué se talló esa Virgen? ¿Para qué sirve sino para que sus fieles le recen y le pidan que les ayude a aprobar el examen del carnet de conducir?

viernes, 22 de junio de 2018

Lo que un arquitecto podría aprender de Jack Lemmon

A Manuel Pina (Mapila), uno de los pocos sabios que he conocido, y a
Luis Ángel Martín Merino, buen amigo gracias a quien -me acabo de
enterar- soy "segundo culo" de James Stewart, uno de mis ídolos.
Ah, claro, y también a Emilio. Porque si escribo esta entrada y no se la
dedico sería para matarme.




Hoy he vuelto a discutir con mis amigos Manuel y Luis Ángel porque, como de costumbre, me han venido ponderando un edificio que les parecía muy hermoso y yo, como de costumbre, les he ladrado sin motivo.

Como ya no sé cómo contestarles ni qué argumentarles, hoy les he contado lo de Jack Lemmon, y, como de costumbre, tampoco ha servido de nada. Bueno, de algo sí ha servido: Nos hemos puesto a hablar de actores y Luis me ha dicho que un conocido suyo posee el Mercedes de James Stewart, y que él ha tenido el honor de pasearse en ese coche, lo que me ha dejado muy contento, porque recuerdo perfectamente que en una ocasión acabé sentándome en una silla que acababa de dejar libre, y eso me hace "segundo culo" de mi admiradísimo actor(*).

Lo que les he contado (y ya digo que no me ha valido; espero que con vosotros sí) es que Jack Lemmon era un actor de variedades y de vodevil, un todoterreno acostumbrado a contar chistes mientras la vedette se cambiaba de ropa para el próximo número, a hacer imitaciones, a cantar, a ser abucheado, a manifestar entusiasmo perpetuo y a hacer reír.


Hay que ser muy simpático y muy gracioso para tener entretenidos a unos hombres que lo único que quieren es que vuelva a salir la chica, y con menos ropa que antes. Y Jack siempre lo fue: Muy dispuesto, muy explosivo, muy histriónico, muy clown.

Era tan bueno que muy pronto actuó en Broadway. Y era tan bueno que George Cukor se fijó en él y lo contrató para la película It should happen to you (La rubia fenómeno).

En el teatro (y no digamos en las salas de fiestas, cabarets, etc) hay que exagerar mucho. El público está lejos, no te presta atención, hay bullicio... El actor cómico tiene que contar los chistes al estilo de los bares, a voces, con muchos gestos y entonando exageradamente como avisando de que "atención ahora, que viene lo bueno", y el actor trágico tiene que bramar, rasgarse las vestiduras, llevarse el antebrazo a la frente, indignarse mucho y acampanar la voz. Es el estilo propio del teatro, sobre todo del de mucho follón.
El contraste con el cine es tremendo, como dejó claramente expuesto Fernando Fernán Gómez en su película El viaje a ninguna parte.


Pues con Jack Lemmon fue exactamente así, pero George Cukor era bastante más paciente que el personaje de José María Caffarel.
La primera escena que le tocó rodar a Jack Lemmon era especialmente difícil, con mucha acción y muchos movimientos de cámara. Terminada la primera toma, Cukor le dijo(**):
-¡Fantástico! Ha estado usted muy bien, míster Lemmon. Pero vamos a repetirla. ¿Podría usted esta vez actuar un poco, solo un poco menos?
Lemmon asintió. Hicieron una segunda toma y de nuevo:
-¡Fantástico! ¡Realmente extraordinario! Pero permítame que se lo ruegue de nuevo: Un poquito menos. Actúe usted un poquito menos.
Hicieron la tercera toma y otra vez:
-Ha estado estupendo. De verdad. Tiene usted una gran carrera ante sí. Se lo digo en serio. Pero, por favor, si es posible actúe usted un poco menos.
Y así doce veces. Doce. Y Cukor seguía exquisito, alabando siempre a Lemmon. Cuando iban a empezar la toma decimotercera el novato le dijo al director:
-Okay, míster Cukor. Pero si seguimos así, pronto no actuaré en absoluto.
-¡Bravo! ¡Ya está usted cogiendo la idea!

lunes, 18 de junio de 2018

Bombones y betún de Judea

En la entrada anterior os prometí que os contaría la historia de un regalo ridículo y un episodio sórdido de mi vida profesional. Voy.

Mi socio Tomás y yo teníamos un buen amigo (viejo y querido compañero de la escuela, pero que no ejercía como arquitecto) al que apreciábamos mucho. Nos constaba sobradamente que él a nosotros también.

Una vez este amigo estuvo en condiciones de intermediar para que alguien nos encargara un proyecto muy bueno y muy jugoso. Y lo hizo. Parecía uno de tantos cuentos de la lechera en los que te prometen el oro y el moro, te haces más ilusiones de la cuenta y al final todo se va a la porra y se queda en nada. ¿Os suena? Pero esta vez la cosa salió bien. Nos encargaron el proyecto, lo hicimos y lo cobramos.

Estábamos a primeros de diciembre, y aunque no éramos de ese tipo de amigos que se hacen regalos de Navidad, esta vez la ocasión venía a huevo. Teníamos que regalarle algo a nuestro amigo. ¿Pero qué?

Como podéis suponer, dimos vueltas y vueltas a todo tipo de ideas, y también, como os podréis imaginar, acabamos decidiéndonos por la más tonta.

La mujer de Tomás era muy buena restaurando muebles y creando objetos muy interesantes de decoración. Conocía un montón de tiendas de antigüedades, almoneda y similares. Entre las docenas de opciones que barajamos se nos ocurrió ir a uno de estos sitios que ella nos recomendó. No sabíamos si íbamos buscando una mesita de noche, una lámpara o un espejo.

Una vez allí, miroteando y miroteando, a los dos nos sedujo una especie de cazuela cerámica con tapa. Era una preciosidad: La pieza inferior era monocroma, de un color marrón muy oscuro y una textura muy rugosa. La superior, sobre ese mismo marrón de fondo, tenía trazos esmaltados brillantes preciosos formando dibujos geométricos. Eran como esos verdes y azules metálicos de algunas moscas y le daban a la bastez marrón un toque elegantísimo y bellísimo.

Tomás me preguntó: "¿La compramos y la llenamos de bombones?" Y la idea me encantó. Qué bombonera más extraordinaria.


Dicho y hecho. La compramos (no era barata) y nos fuimos a una de las mejores chocolaterías de Madrid a comprar bombones. Nos felicitamos por el magnífico regalo que le íbamos a hacer a nuestro amigo.

Una vez en el estudio miramos y remiramos la bombonera, acariciábamos su textura áspera y nos gustaba mucho, pero... Pero era tal vez demasiado tosca, mate... Quizá algo deslucida. O sería que con la luz del estudio, más intensa y nítida que la de la tienda, se le veían más defectos.

Se la dimos a examinar a la mujer de Tomás y ella dijo: "Esto con betún de Judea queda precioso". Así que dicho y hecho. Lo compramos y lo extendimos con una muñequilla frotando una y otra vez, paciente y concienzudamente.

Ahora sí. Ahora sí que había quedado de lujo. Preciosísima. Sin llegar a ser brillante (uy, no, qué chabacano) sí que había adquirido un aspecto bruñido, lustroso, delectable, exquisito.

Era una preciosidad, pero ahora había otro problema: El betún de Judea había llenado la bombonera de un fuerte olor a barniz o a linimento, no desagradable en sí mismo, pero demasiado intenso, y por supuesto incompatible con los bombones.

Las personas inteligentes (e incluso los arquitectos) se caracterizan por saber adaptar sus proyectos y pretensiones a las circunstancias de cada momento, cambiando de plan si hace falta. Nosotros no: Habíamos dicho que bombonera y tenía que ser bombonera. La podríamos haber regalado vacía sin más, o llena de otras cosas. Pues no: Tenían que ser bombones.

La tuvimos varios días en el alféizar entre la ventana y la contraventana para que se orease con el aire frío de la calle, pero no fue posible. El olor bajó algo de intensidad, pero ahí seguía. Se acercaba la fecha y no teníamos tiempo para que el olor disminuyera más, así que sacamos los bombones de la caja de cartulina de la chocolatería y los pusimos en el interior del precioso y oloroso cacharro cerámico.

Tomás, que siempre ha sido un echao p'alante y un tragón, tomó un bombón y dijo eufórico: "Buedídimo". Y yo, más timorato pero igual de comilón, tomé otro y le di la razón: "Mu dico. Y el bedún ni de nota".

Atamos la tapa con un lazo de seda para que no se abriera.
Cuando le regalamos la bombonera a nuestro amigo, la miró y no hizo demasiado aprecio.
Tomás y yo nos quedamos preguntándonos qué harían su mujer y él con los bombones. ¿Sería tremendo el olor y los tirarían a la basura? Y ya de paso ¿tirarían la bombonera?
No; eso sí que no. De los bombones tal vez se deshicieran, pero seguro que el recipiente decoraría su casa durante muchos años.

lunes, 11 de junio de 2018

A dos manos de Molezún y a tres de Wright

Ahora es muy común la teoría de los seis grados de separación. Hace muchos años yo la anticipé con una especie de juego mental que bauticé como "las manos" -sí, vale, no soy muy bueno poniendo títulos a mis juegos mentales-, por el que un amigo me acabó acusando de plagiador porque según él se lo había copiado a Orson Welles.
(No me defenderé de tal acusación. Es un episodio turbio de mi vida).

Mi juego (o el de Welles) consistía en calcular a cuántas manos de distancia podría estar de algunos personajes importantes. Esa distancia se medía en haber estrechado la mano a alguien que se la hubiera estrechado a alguien que se la hubiera estrechado a alguien... etc... que se la hubiera estrechado a la persona en cuestión. (Obviamente, se intentaba buscar el camino más corto posible).

Por ejemplo, yo estoy a una mano de algunos arquitectos contemporáneos importantes, que me honro en haber conocido o al menos en haberme cruzado con ellos en algún momento, y a dos manos de casi todos, ya que habiendo sido discípulo y amigo de Juan Daniel Fullaondo y habiendo conocido también por ejemplo a Sáenz de Oiza (ambos, por tanto, primera mano) soy segunda mano de todos aquellos con quienes ellos hubieran tenido trato en alguna ocasión. Así que figuraos.

Por esa razón, uno de los grandísimos arquitectos de los que estoy a dos manos de distancia es Ramón Vázquez Molezún.


(Si apuro un poco puedo decir que casi estoy a una mano de él, porque una vez fui a una conferencia suya y de José Antonio Corrales y estuve muy cerca. Pero vale, seamos honrados: Dos manos).

(En otro orden de cosas, aprovecho para decir que mi amigo Sergio es sobrino nieto o algo así de Sara Montiel, de modo que estoy a dos manos de ella y por lo tanto a tres de Gary Cooper, Burt Lancaster y Marlon Brando. Pero volvamos a Molezún).

Estoy a dos manos de Molezún, y gracias a él a tres de Frank Lloyd Wright. Porque Molezún disfrutó del Pensionado de Roma entre 1949 y 1952 y durante ese tiempo coincidió con una visita -gestionada por Bruno Zevi- del maestro estadounidense.

Molezún, nervioso y expectante ante la inminente llegada del monstruo, le quería regalar algo cuando Zevi se lo presentara. ¿Pero qué le regalas a Wright? ¿Qué coño le regalas al enorme Franlloirrái?

viernes, 1 de junio de 2018

Por la vanguardia

Escribo lo que sigue porque de pronto siento que la vanguardia es muy frágil, que todos nos decimos vanguardistas, o al menos simpatizantes de la vanguardia y casi ninguno lo somos, y que detrás de todo nuestro buen rollo y nuestras buenas intenciones somos mucho más conservadores de lo que estamos dispuestos a reconocer. Voy:

La vanguardia siempre triunfa, y por eso mismo siempre fracasa.

(Hala, ya está dicha la boutade, la frasecita chorra. Supongo que tendré que explicarme. Lo intentaré).

Todo movimiento de vanguardia se propone experimentar y buscar, y experimentando y buscando siempre acaba encontrando algo.
Pero, por otra parte, la mera actitud de experimentación y búsqueda es un premio en sí misma. Es una actitud vital. No somos zoquetes ni tarugos; somos entes pensantes y sintientes(1).

La vanguardia es la única forma de vivir como personas. La vanguardia es juego, aventura, prueba, riesgo, experimento, vida, búsqueda, trabajo, error, acierto, alegría, dolor.

Ante el "esto se ha hecho así toda la vida" está el "vamos a ver si somos capaces de hacerlo mejor" o "vamos a ver si haciéndolo de otra forma vemos otros aspectos". Y a menudo al hacerlo de otra forma lo estropeamos, porque la forma tradicional está ya muy probada y funciona muy bien, y la nueva es un salto en el vacío. Pero esos errores generan nuevas soluciones y mejoras.

En la ciencia es ya típico que buscando un medicamento contra la hipertensión se encuentre un remedio a la impotencia, o que estudiando la forma de que una nave espacial penetre en la atmósfera se acaba encontrando un material para hacer sartenes. En el arte pasa lo mismo: buscando una nueva manera de componer un cuadro se descubre un rincón oscuro del alma humana, o escribiendo una novela no lineal se reflexiona sobre los modelos políticos. Esas cosas pasan.

La vanguardia no puede triunfar, porque cuando triunfa se vuelve academia y ya no vale.

Ya lo he dicho al principio: La vanguardia al triunfar fracasa. Más que la meta lo que importa es el camino. La vanguardia es una actitud.


Hay gente que se dice amante del arte, e incluso artista, y que lo que hace es pintar como si preparara la imprimación para una puerta, o escribir como si estuviera haciendo un parte para el seguro. Es gente cuidadosa, meticulosa, precisa, y se aplica con atención.


Gente que termina una acuarela y la enmarca con satisfacción y con orgullo, y que la cuelga en su casa o se la regala a sus familiares.


Gente que no se complica la vida con el arte. No sufre, pero tampoco goza. Gente que está cómoda y que pasa la tarde del domingo lo más plácidamente posible.