jueves, 26 de septiembre de 2013

Proyecto Fin de Carrera: Una opinión

Hay distintas formas de terminar una carrera universitaria. Algunas se terminan cuando se aprueba la última asignatura pendiente. ¿Algunas? Deberían ser todas, ¿no? Pues no: En algún momento a alguien debió de ocurrírsele que echar a la buchaca el último aprobado no era suficiente. ¿Por qué? No lo sé, pero el único motivo que se me ocurre es el del lucimiento personal, la celebración, la fiesta, la alegría, salir por la puerta grande vitoreado por los profesores, abrazarse a los catedráticos, saludar con la manita, encender la traca de fin de fiesta y pirarse. Si no es por eso, no le veo ningún sentido.
Uno aprueba su última asignatura (que ni siquiera tiene por qué ser del último curso; hay alguna asignatura-garrapata que se lleva colgando -no digo de dónde- durante años) y ya. Ya está. Ya debería estar. Pues no. Es necesario hacer una fiesta para celebrarlo.
De acuerdo: Como fiesta lo admito. Si es para hacer una fiesta me parece bien; pero para otra cosa no.


En muchas carreras se hace una tesis (que se suele llamar "tesina" para distinguirla de la tesis doctoral) y en otras (las técnicas) se hace un proyecto.
Es un proyecto con el que uno demuestra que ya sabe. Es el "mira, mamá, sin manos" del niño en bici ante su madre aterrorizada. Es (debería ser) un paseo militar, un desfile, un pasacalle. (Con banda de música y todo).
Eso debería ser nuestro PFC: Un miramamásinmanos, una exhibición, una fiesta, con nuestras madres (o en su caso nuestros tutores del proyecto) aplaudiendo y vitoreando.
El alumno, en ese momento trascendente, sonreiría con legítimo orgullo, saludaría a los asistentes y saldría al mundo exterior armado de valor y de confianza.


Hace una pila de años el PFC venía a ser eso: un trámite, una gestión que se daba por aprobada de antemano, y cuyo único incentivo era obtener alguna distinción: un sobresaliente, una matrícula de honor... tal vez el premio extraordinario... ¿Que no se conseguía? Bueno, pues se conformaba uno con su aprobado o su notable y se iba a casa tan tranquilo con su título de arquitecto (u orden supletoria) bajo el brazo.
Pero últimamente, por lo que me dicen, el PFC es un verdadero trago, una cuesta arriba muy dura, una prueba que ríete tú de las de Indiana Jones.
Yo sostengo que todo alumno que presente el PFC completo, con todo lo que le han pedido, debe ser aprobado por definición y por imperativo legal.
El tutor supervisa el proyecto, y si éste está incompleto, o alguna de sus partes ha sido hecha con desidia o con prisa, entonces debe exigirle al alumno que lo complete. Pero una vez que lo ha hecho y el tutor lo da por terminado y lo presenta, ¿qué más se requiere? Nada en absoluto. Ya está, y sólo falta saber si el alumno sale de la plaza (de una bendita vez) con ovación, vuelta al ruedo, orejas o rabo.
Vamos a ver: Imaginaos la increíble historia del alumno que ha aprobado Proyectos I, Proyectos II, Proyectos III... (¿cuántos hay ahora?) y que recibe del Tribunal del PFC la dura crítica de que no ha resuelto claramente, con la jerarquía adecuada, el espacio de entrada (por ejemplo). ¿Entonces cómo es que aprobó Proyectos I, Proyectos II, Proyectos III... (y los que sean)?
En ese caso, yo creo que si el tribunal del PFC necesita suspender a alguien para sentirse gonadalmente fuerte, al único que debe suspender es al tutor, y expulsarle.
El alumno ha estado durante meses mostrándole a su tutor los croquis del proyecto, recibiendo sus correcciones y modificándolos. Si no estaba bien resuelto el espacio de entrada el tutor ha tenido meses para decírselo.
Corrección a corrección los croquis se van perfeccionando, el proyecto va determinándose. La conclusión es (debe ser) un trabajo brillante. Y, si no es brillante, al menos será aseado y digno.
Me refiero, naturalmente, al alumno que se toma el PFC en serio y se lo curra. Porque si no es así, el tutor no le autorizará a presentarlo.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Arquitectura y Caos

Acabo de leer una buena frase de Rem Koolhaas en el blog de Cosas de Arquitectos. El titular dice: "La arquitectura por definición es una aventura caótica". La frase completa no la copio para que así les hagáis una visita a estos chicos, que lo merecen, (Clicad aquí: Frasecica).
Hacer arquitectura es coordinar aspectos que en principio no son coordinables, y es dar cancha a muchas solicitaciones diversas.
Estoy de acuerdo con lo que dice Koolhaas, sólo que yo utilizaría como conclusión (y titular) prácticamente la contraria: La arquitectura es una aventura que siempre lucha contra el caos.
¿Que pierde? Vale, también nosotros, todos, nos pasamos la vida luchando contra la muerte y al final perdemos. La vida es una enfermedad mortal, y la arquitectura es una aventura caótica que acaba naufragando en el caos. Sí, de acuerdo. Pero es un naufragio extraordinario, fruto de la convicción de que se puede y se debe luchar.


Eso es lo que le da gracia y sentido a la aventura. Sentimos trágica, unamunianamente, la vida. Tenemos miedo a morir, a desaparecer sin dejar nada, a dejar de ser. Pero por eso mismo nos aferramos a la vida y la disfrutamos. Si no muriéramos nunca no tendría sentido nada; todo sería un aburrimiento.
Por el mismo motivo, si nuestro mundo fuera un ente ordenado no habría por qué hacer arquitectura, ya que nos vendría todo dado, y cualquier chabolo (o cualquier montón de trastos) colocado y dispuesto de cualquier manera sería armonioso y bello, útil y funcional, y sus proporciones, dimensiones y características varias serían siempre gratas.
Pero no es así. La entropía es una puñetera. (Es una puñetera y al mismo tiempo una estimuladora y una entusiasmadora. Es la que nos hace saltar de la cama todas las mañanas y lanzarnos a la lucha diaria).
El Otro poema de los dones, de Jorge Luis Borges, comienza así:

Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de soñar
con un plano del laberinto,
[...]

El universo es un inextricable (y divino) laberinto de causas y efectos, pero el ser humano jamás renunciará a soñar con un plano del laberinto, y a trabajar duramente para dibujarlo.
Tal vez en muchos siglos sólo sea capaz de cartografiar un par de giros o recodos, pero no se desanimará ante el ingente trabajo que le queda, sino que celebrará haber reconocido esos dos giros, y estará siempre dispuesto a descifrar el siguiente, aunque le lleve otro milenio.
Esa es la condición humana.
En arquitectura, no sólo una obra tiene que luchar contra mil dificultades, y no triunfa nunca completamente y casi nunca parcialmente, sino que las pocas veces que sale más o menos airosa se levanta en medio de un entorno hostil. (¿Cuántas veces hemos ido en peregrinación a ver una obra mítica y nos la hemos encontrado casi tapada por un concesionario de coches o por un restaurante de comida rápida, que los fotógrafos de arquitectura evitan hábilmente?). Ya no es que no podamos hacer una buena obra de arquitectura: Es que no podemos cambiar el mundo.
Y sin embargo seguimos.
He puesto antes un enlace al concepto "entropía" de la wikipedia, y me ha sorprendido (y agradado especialmente) que la palabra proceda del griego "evolución" o "transformación". Yo ya sabía que era una medida del desorden, y que era una energía que no produce trabajo, una energía inútil, una gaita. Y además significa la irreversibilidad de los procesos y, en definitiva, la tragedia de la vida (El Sentimiento Trágico de la Vida). Pero lo que no me esperaba (pero, por lo demás, es obvio) es que eso mismo fuera la evolución o la transformación.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Cuando todo se hunde

Me propongo no hablar de cosas tristes en este blog. Principalmente porque eso no sirve para nada; ni siquiera para desahogarse.
Llorar es bueno, incluso higiénico, pero quejarse de todo es de nenazas, o de futbolistas.
Además, ¿qué voy a decir? Todos lo sabemos. ¿Para qué insistir?
Así que no entraré a ese trapo.
La vida es muy injusta, naturalmente que sí. Eso ya lo aprendí de niño con los programas de Félix Rodríguez de la Fuente. La parejita de lirones caretos estaba tan contenta preparando su madriguera y acopiando comida para el invierno y de repente llegaba el buitre leonado y ¡zasca! No hay derecho. Esto no debería ser así. Justo cuando les habías cogido cariño a los lirones, no me fastidies.
Todo es así de cruel. Es la vida.
Los arquitectos hemos tenido mucho trabajo y mucha prosperidad hace unos años, y de repente se terminó todo. No es que hayamos bajado un cincuenta, un sesenta, un setenta por ciento. Es que ha hecho pum y nos hemos quedado a dos velas. Y los últimos trabajos que hicimos ni los cobramos ni los cobraremos nunca, pero tenemos que seguir pagando, y pagando, y pagando.
Bueno, esto es así.
Ya está. Se acabó.
Claro. Y qué le vamos a hacer. Además de esto mucha gente padece enfermedades injustísimas y toda suerte de desgracias que no merecen. ¿Por qué? Así ha sido siempre, pero ahora parece que es más. Todo es más gris, más triste, más injusto, y todo colabora a que estemos con un desánimo y un pesimismo terribles, que tiñen todos los aspectos y nos amargan aún más nuestra vida.


No se puede decir nada. No tengo derecho a decir nada más, ni siquiera a intentar quitarle hierro a todo esto, porque lo tiene. Tiene muchísimo hierro.
Personas que no sólo no pueden ganarse la vida, no pueden subsistir, sino que, sobre todo, se sienten inútiles, se sienten fracasadas, se sienten incompetentes, torpes, tontas, fallidas, estúpidas, ignorantes. ¡No! ¡Eso sí que no!
Gente que se pone a estudiar inglés, o informática, o lo que sea, porque necesita decirse a sí misma que la culpa no es suya. ¡Pues claro que no es culpa suya! ¡Estaría bueno! Gente válida, que sabía (y sabe) calcular una estructura de hormigón, que sabía (y sabe) vender un piso, alquilar una plaza de garaje, preparar un contrato de compraventa, hacer unas maestras en un paño, montar la ferralla de una viga o clavar una estaca para un replanteo. Y ahora resulta que no saben nada. Hay que reinventarse. Hay que reconvertirse, nos dicen.
Os lo advierto: No me digáis que tengo que reinventarme. Si apreciáis vuestra integridad física no me lo digáis. Pues claro que nos estamos reinventando todos, a cada momento y a la fuerza, aceptando trabajos y haciendo chorradas que jamás habríamos sospechado, dando más vueltas que un tonto, gastando gasolina para nada, de acá para allá, llamando mil veces para ver si nos pagan al menos una parte de las facturas que nos deben (y pasando más vergüenza que nuestros deudores, y no cobrando ni un chavo de nadie), yendo a cursillos chorras que organizan los colegios, las escuelas, los institutos y los viveros de empresa, haciéndonos emprendedores quienes siempre lo hemos sido, que nos hemos pasado la vida ahí, en el ruedo, esperando al toro a portagayola sin más armas que un lápiz, un escalímetro y una calculadora, y que jamás hemos tenido miedo a ningún miura ni a ningún vitorino. Lo que pasa es que se acabaron los toros y ahora nos toca torear garrapatas y mosquitos, que no sólo es más difícil, sino que además, hagas lo que hagas y por más que trabajes y sufras, no se pueden torear, ni puedes conseguir de ellos ninguna oreja ni ningún rabo.
Estamos acostumbrados a darnos cabezazos contra un muro, pero ya no encontramos ni el muro para abrirnos la cabeza. Por favor, una buena pared para estampar en ella la sesera. No pedimos más.
Siempre estamos diciendo que estudiamos una carrera difícil, muy exigente, pero apasionante, y que hemos ejercido una profesión no menos difícil, no menos exigente y no menos apasionante. Ahora, sin embargo, sentimos que vivimos una época muy dificil y muy exigente, pero nada apasionante, y nos hemos desapasionado completamente. Se nos han caído todos los palos del sombrajo y nos hemos dado cuenta de que no hay nada.
Y sin embargo...


jueves, 5 de septiembre de 2013

Capricho filatélico nº 2

El otro día, a cuenta del sello de Alvar Aalto que había mostrado anteriormente, escribí una entrada filatélica sobre una obra suya, el Finlandia Talo, rareza o capricho que justifiqué porque estábamos en agosto, y en agosto todo vale.
Pero también dije que haría otra para cerrar el tema Aalto, y no lo hice.
Como agosto ha terminado hace nada, y estamos en pleno despiste septembreño, me acojo a ello para publicar ahora esa entrada, otra vez atípica. Espero que la acojáis como un nuevo capricho, como una curiosidad simpática (y, en todo caso, con mucha paciencia).
Por terminar de mostrar lo que conozco de Alvar Aalto en la filatelia (aparte de matasellos y otros), os comento que en 1978 Finlandia emitió una serie (dentro de la anual de Europa) dedicada a arquitectura local. Tenía dos sellos:


El primero, de una corona, mostraba el Sanatorio de Paimio, de Alvar Aalto, y lo mostraba como ejemplo del funcionalismo. El segundo, de 1,20 coronas, era un ejemplo del romanticismo nacional, y muestra el museo Hvitträsk, que al documentarme para este post me he enterado de que es obra de tres arquitectos, uno de ellos Eliel Saarinen.
Pero volvamos a Alvar Aalto: Aparte de su retrato en la fecha de su muerte, y de un interés desaforado por su Palacio de Congresos en Helsinki (por su interés político, como vimos, que no arquitectónico), vemos ahora este Sanatorio de Paimio, también uno sobre diseño finlandés (compratiendo hojita bloque con otros compatriotas), con sus famosos vasos de vidrio ondulado,


y poco más.
¿Poco más?
Sí, muy poco. Un solo edificio más. Pero muy curioso filatélicamente hablando.

Hacia 1960 a los gobiernos de los países nórdicos se les ocurrió regalarle a Islandia un edificio: Un pequeño centro de congresos con biblioteca, cafetería y lugar de reunión, dedicado a los países nórdicos, a su historia y a su cultura.
El edificio se llamó "Casa del Norte". Alvar Aalto hizo el proyecto entre 1962 y 1963, y la obra se realizó entre 1965 y 1968.

Es una obrita menor, una cosilla sin importancia, que a Alvar Aalto le sale solamente perfecta. (Me río yo de los que llaman "películas menores" a algunas de Alfred Hitchcock, de Billy Wilder o de John Ford. Vale: No serán sus obras maestras, pero a ver quién es el guapo que las hace así de "anodinas" y "torpes").

La Casa del Norte, como hemos dicho, tiene salas de reuniones, una sala mayor para congresos, una librería sobre temas nórdicos y una cafetería.









En fin, ya digo: una "obra menor".

No es de sus obras más notorias, pero el gobierno islandés quedó muy agradecido con el regalo de los gobiernos de los países amigos. Tanto que, entre otras cosas, el 26 de junio de 1973 emitió una serie de dos sellos, de 9 y 10 coronas:


Bueno, muy variados no son, pero a mí me parecen muy hermosos: El elegante alzado del edificio de Alvar Aalto recortándose contra un cielo en el que se insinúa la aurora boreal.