viernes, 22 de febrero de 2019

Dos dibujos

A Emilio, que siempre dice que me teme en abril,
porque aunque todavía no es abril me he puesto temible.
Te prometo que en abril te dedicaré una entrada alegre.


Tiempo después de morir Juan Daniel Fullaondo, mi amigo Ochan y yo volvimos a su casa. Qué tristeza y, al mismo tiempo, qué tarde tan agradable con Paloma, su mujer, siempre tan hospitalaria, tan positiva y tan buena anfitriona.

Si en vida él era el protagonista absoluto de todas las reuniones, imaginaos ahora. El gran ausente. Su sombra, su sillón, su hueco pesaba toneladas sobre nosotros. (Aunque, como siempre, las risas fueron nuestra seña de identidad. Qué bien lo pasamos siempre en esa casa).

Paloma nos contó que en sus últimos meses Juan Daniel había estado muy activo, muy creativo, y nos regaló dos libros de poesías indescifrables que había escrito: Evocando a Gerardo Diego y demás cosas y Traiciono luego existo. Luego sacó unas cartulinas con dibujos de rotuladores de colores, también indescifrables: personajes, rostros humanos (¿el suyo?) flotando en espacios metafísicos.

Nos preguntó qué dibujo nos gustaba más. Yo señalé uno sin dudarlo. Veía algo muy curioso en él (seguramente algo que me había inventado). Ochan señaló otro, elogiando no sé ya si la habilidad gráfica de nuestro maestro o su optimismo y su furor creativo en los últimos meses de su vida.

Paloma nos dijo que nos los quedáramos, y que cogiéramos otro más cada uno. Debió de irlos regalando a los distintos amigos, alumnos y discípulos, de modo que de alguna manera Fullaondo se diluyera en todos nosotros.

Inmediatamente enmarqué los dos dibujos y los puse en el salón de mi casa, donde llevan colgados desde entonces.

Juan Daniel Fullaondo. Sin título. 1994
21 x 26 cm2. Rotuladores sobre cartulina

Juan Daniel Fullaondo. Sin título. 1994
24 x 32 cm2. Rotuladores sobre cartulina

Pero, para mi desgracia, los rotuladores tienen la maldita cualidad de irse borrando con los años. Estos dibujos que acabo de mostrar eran una febril combinación de trazos cortos, nerviosos, de colores variados: rosas, marrones, verdes, azules suaves... Hoy apenas queda una muy pálida sombra de lo que fueron.

lunes, 18 de febrero de 2019

Todo ese vértigo

Siempre he sido una persona de orden (quiero decir de orden mental y de orden "programático", no del otro: Ya habéis visto en la entrada anterior una de mis libretas y mi mesa). Y siento mucho haber llegado tarde a este mundo al que ya se le ha pasado hasta el calificativo de "postmoderno".

Yo habría sido muy feliz en pleno estructuralismo, en la época dura de la modernidad. Yo habría hecho muy buenas migas con quienes pretendían sentar las bases, marcar los hitos y establecer manifiestos clarividentes, llenos de imperativos incluso categóricos. (Yo soy de los de tenerlo muy claro).

Por eso me vuelve loco este tiempo tan incierto y tan escurridizo. Ya cuando Umberto Eco publicó Obra abierta el suelo se me abrió bajo los pies sin que yo lo supiera (tenía entonces dos años). Es decir, que antes de que yo tuviera la menor noción de lo que habían hecho las vanguardias artísticas del siglo XX ya todo eso había muerto y no valía para nada.

Desde entonces tengo vértigo, y ansia, y necesidad de enterarme de algo; y cada vez que apreso una idea, un dato, una propuesta, se me escapa de entre los dedos y me quedo tan bobo como antes; tan bobo como siempre.

Que nuestro saber no sea una pirámide ordenada, sino una red de ramas y raíces que se traban, se ayudan, se estorban y se contradicen es algo que me desasosiega. Sé que es esa la única forma de que viva, de que no se acartone y rigidice. Sé que una estructura ordenada y kantiana estaría muerta, pero, ah, sería tan confortable. Yo soy aplicado y obediente. Yo estudiaría con verdadera aplicación lo que se me indicara y finalmente conocería la verdad. LA VERDAD.

Ya digo que intento enterarme de algo, y que sé que esta pretensión mía es imposible. Sé que las cosas se traban y se enredan, y me resigno a buscar, a pensar, a escribir (para ver si escribiendo me entero de algo). Repito: ME RESIGNO.

Por eso me lleno de pasmo, de admiración, pero también de indignada desazón y de desaliento con gran dosis de envidia cuando alguien como Agustín Fernández Mallo disfruta con todo esto. Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que todo se está yendo a la mierda? No se lo pase tan bien, coño, que es muy triste.

El muy cabrito nada en este lodazal con placer evidente y con inteligencia desbordante. Hay que ser muy canalla para mantener esa lucidez y para expresarla con tan descojonante seriedad.

Hace años un señorón de nuestras letras le afeó mucho su ensayo Postpoesía, pero aquello era un ligero caldito de pollo comparado con lo de ahora, con lo de la basura. ¡Qué barbaridad! ¡Qué cosa tan tremenda!


Un libro para leer con el lápiz entre los dientes. Pero cuidado: El lápiz se me cae muchas veces, tantas como abro la boca con sorpresa.

Este es uno de los pocos libros en los que subrayar no tiene demasiado sentido, porque al final quedan muchas más líneas subrayadas que no, y no llaman la atención para futuras búsquedas.

Es un libro de poesía. Todos los de Fernández Mallo lo son. Siempre es poeta y siempre lo ha sido, por encima de cualquier otra cosa. Incluso se hizo físico para ser poeta. Porque busca en la física los rincones y los límites más habitados por la poesía, porque hace poesía con las vibraciones, con las indeterminaciones, con las contradicciones de la "realidad" y porque sus teorías (físicas, filosóficas, culturales e intelectuales) son, antes que nada, visiones e intuiciones poéticas. Y además, y sobre todo eso, es un cachondo. Es un hombre serio, muy inteligente, lúcido, que hace unas construcciones lógico-ilógicas y dice unas cosas que te lanzan en varias direcciones a la vez, riéndote a carcajadas y muerto de miedo, y disfrutando y sufriendo de todo ese vértigo. Todo ese vértigo gozoso y terrible.

martes, 12 de febrero de 2019

No da igual

El otro día, con lo del sello de visado, me burlé un poco de esa actitud tan exquisita y tan retorcida que tenemos los arquitectos, que siempre parece que queremos tomar el camino más difícil y enrevesado para hacer las cosas, complicándonos la vida y complicándosela a los demás, y prometí que como desagravio escribiría sobre las cosas buenas que tiene también esa actitud.

Vamos con ello: Yo soy muy poco así, muy poco arquitecto, muy mal arquitecto, y tal vez por eso me indigne tanto toda esa exquisita tontería, pero la verdad es que una pequeña dosis de ella me vendría muy bien. En su justa medida es algo muy positivo.

Por ejemplo: En reuniones con compañeros les he visto sacar sus bolígrafos de gel siena y sus pulcras libretas de tapas de hule cerradas con una banda de goma y les he visto tomar notas con tan buen gusto que es que las componían y maquetaban directamente en el papel, dejando los textos bien alineados, con márgenes, subrayando títulos, sangrando subpárrafos... Sus apuntes de las reuniones eran de una belleza sublime. Y ya si hacían croquis esquemáticos me podía morir. (Yo ni atendía a las reuniones: Me pasaba el tiempo mirando de reojo lo que escribían y dibujaban mis compañeros).

Por el contrario, aquí os muestro una de mis muchas libretas de apuntes:


Una de las notas que suelo llevar en el bolsillo:


Y en este preciso instante mi mesa de trabajo está así:


Podría dar todo tipo de explicaciones (por ejemplo, la libreta era de uno de mis hijos, que la tiró hace unos años en la limpieza de fin de curso. Yo vi que apenas había usado tres o cuatro hojas, le regañé y me la quedé). Sí, podría intentar explicaros lo que fuera para justificarme, pero la realidad, la verdad verdadera, es que soy un desastre, un desordenado, un guarro... y, sobre todo, que me da igual.


Aquí os pongo la libreta de antes, pero abierta. Lo siento, quería que la vierais pero no que la leyerais, así que he quitado resolución a la foto y la he desenfocado todo lo que he podido. Os describo lo que hay.
Página izquierda: En la parte superior hay un apunte que cuando dejó de tener validez fue tachado con una trama feroz de líneas inclinadas. En la zona izquierda hay un listado también tachado, y más a la izquierda, por fuera del margen, dos líneas en vertical. En la parte derecha un soneto boca abajo. (Se ve que le di la vuelta a la libreta para que no me molestara el alambre).
Página derecha: Dos grupos de notas: La mitad superior es un asunto y la inferior otro, que cubre un mapa esquemático de Gran Bretaña e Irlanda que iba relacionado con lo de arriba. Una flecha recoloca la segunda nota del segundo grupo por encima de la primera. Y la esquina inferior derecha arrancada de un tirón. ("Toma, te apunto mi NIF. Raaass, ahí lo tienes"). Reconozco que esto último no es normal. En otras hojas faltan otras esquinas y están cortadas más cuidadosamente, incluso plegando previamente el papel para que el corte salga recto.
El resto de la libreta ofrece un aspecto similar: Un cacao mental.

Si las tengo así es porque me digo: ¿Qué más da tomar notas ordenadamente, incluso diseñando la página al hacerlo, o tomarlas de cualquier manera? Lo que importa es la nota, el concepto, el dato, no cómo se diseñe el texto sobre el papel. Eso da igual.

Pues no. No da igual.

Estos compañeros que toman esas notas tan bonitas parece que siempre van recién duchados, que huelen bien, mientras que yo... ¿Viendo las fotos que he puesto no notáis hasta mal olor?
Y además se me olvidan citas, teléfonos, presupuestos... porque los traspapelo, porque los mezclo, porque no sé dónde los he puesto, si en esa libreta o en otra, o en una hoja suelta.
Como el tío Billy de Qué bello es vivir, que se llena los dedos de hilos atados para acordarse de cosas que le rebasan, y cuyo lamentable sistema de organización y control le lleva al desastre.


(Sé que me sigue gente que se dedica a hacer cursos y coachings para enseñar a organizar el trabajo, racionalizar la agenda, optimizar los tiempos, rentabilizar los esfuerzos, y que al leer esto, y tras recuperarse de la arritmia transitoria que les habrá dado, o del espero que no demasiado grave soponcio, me van a llamar y me van a ofrecer sus servicios. No quiero hozar más en este charco, así que daré un elegante giro narrativo).

jueves, 7 de febrero de 2019

La tontería

A un cliente mío le han pedido una fotocopia del certificado final de una obra que hemos terminado hace poco.
Naturalmente, se la he hecho de mil amores (José Ramón Hernández: Un admirador, un amigo, un esclavo, un sierrrvo; estaría bueno; para eso estamos), pero, para mi sorpresa, ha quedado así:


A la izquierda podéis ver un fragmento del certificado original, y a la derecha su fotocopia. ¿Qué ha pasado? Pues que en esta ha desaparecido el sello de visado del colegio de arquitectos.

Qué error, ¿no? Valla(*) fallo.

Soy muy tolerante con los errores -con los de los demás más que con los míos-, y si esto se hubiera debido sencillamente a una mala elección del color de la tinta por un descuido, y porque no se puede estar en todo, pues venga, vale, no pasa nada. Se aprende del error y se corrige. Pero no: Se ha debido a que somos siempre sublimes, refitoleros, exquisitos, y estas cosas sí que me sacan de quicio. Se trata, una vez más, de un inconveniente debido a nuestra proverbial tontería. Sí: Los arquitectos tenemos una tontería encima...