miércoles, 30 de diciembre de 2020

Blanquear dinero

El cartero acaba de traerme estas acuarelas de Ekain Jiménez, amigo, arquitecto y dibujante-pintor.


Ekain Jiménez Valencia, Niu Yor, acuarelas

Pensando en hacer un regalo de Reyes Magos le pedí que me mostrara qué tenía por ahí disponible y que me dijera precios.

Me mandó algunas imágenes por WhatsApp y un enlace a su Instagram, y mi mujer y yo nos pasamos un rato diciendo: "Qué buena esta". "Mira esta otra". "Qué bonita esa".

Al final preseleccionamos unas cuantas, y en una segunda vuelta nos quedamos con dos: una para el regalo "externo" que teníamos pensado y otra para autorregalo nuestro.

Luego empezó la parte más difícil: Los precios. Ekain sabe lo que es vender dibujos y acuarelas; no es un novato en esto, pero le queda una especie de pudor de pedir dinero por algo que hace como un desahogo, como un capricho y con una facilidad pasmosa. (Algunos de sus dibujos son elaboradísimos y muy muy minuciosos, pero otros son un pis-pas). Y ya empezamos: "¿Cuánto te cobro?" "Es que no sé qué decirte". Etcétera.

(Ahí hay un momento delicado, entre el "pero si yo hago esto sin ninguna intención económica" y "una buena acuarela hay que valorarla; no es ninguna tontería". Y de ahí podríamos pasar a la posible situación incómoda de que finalmente me dijera un precio mucho mayor que cualquiera que yo hubiera previsto, y en un punto en el que ya no habría una marcha atrás cómoda. En definitiva, una negligencia por su parte; con lo fácil que es hacer una web y tenerla actualizada con las cosas que tienes y sus precios. Así podría mirar quien quisiera, sin compromiso alguno, y comprar lo que le apeteciera. Tengo más amigos arquitectos-artistas y todos son un poco así. Y mira que me ofrezco a ser su marchante y a tenerles trabajando a base de látigo y con unos precios bien claros, pero no hay manera. Entre que de lo que ya les va quedando más "bonito" se cansan para empezar nuevos caminos, que no se ponen a ello con constancia y que cuando tienen algo bueno no saben ni cuánto dinero pedir por ello no hago carrera de ellos. Es que son muy tontos).

martes, 22 de diciembre de 2020

El convento

Todos conocemos el feo pero eficaz dicho de "para lo que me queda en el convento..." Pues bien, a Donald Trump ya sí que parece que le quedan muy pocos días, aunque nunca se sabe, porque este hombre es capaz de cualquier cosa, y tiene seguidores muy locos.

Pero de lo que quiero hablar hoy es de que, ya prácticamente con un pie fuera de la Casa Blanca, yéndose y ya casi desde el patio, ha dictado una orden ejecutiva que se ocupa del gran tema que han tocado todos los grandes estadistas que en el mundo han sido: La arquitectura.

Este hombre, consciente de la necesidad de dejar un buen legado tras él, un gran recuerdo de su paso por el poder casi omnímodo, ha hecho una proclama por la buena arquitectura, la arquitectura decente, la que a él le gusta. (Bueno; la que a él le gusta y la que le gusta a todo ser humano bien nacido).

Trump con su familia en su apartamento de la Trump Tower en
la Quinta Avenida de Nueva York. Obsérvese... obsérvese todo.

La orden ejecutiva que acaba de dictar prohíbe la arquitectura moderna ("brutalista") en todos los edificios federales, que deberán ser obligatoriamente de estilo agradable, noble y digno. 

Primera página de la orden ejecutiva
(Clicadla para poder leerla)

miércoles, 16 de diciembre de 2020

CC

(A los profesores buenos)


En la escuela de arquitectura fui un alumno aplicado, y como además siempre se me habían dado bastante bien las matemáticas y similares iba aprobando las asignaturas por curso, parcial a parcial.

Bueno: No todas. Igual que creía (con fundamento) que yo valía para las teóricas, también había pensado siempre (sin razón) que dibujaba bien. En el colegio sacaba muy buenas notas en dibujo, pero esto era otra cosa. Suspendí desde el primer año, y a partir de ahí llevé siempre retrasadas las gráficas. Como una rémora. Como una maldición.

Por fin en tercer curso teníamos Elementos de Composición, que era la asignatura de introducción a proyectos, y ahí me tocó intentar diseñar algo por primera vez en mi vida. Qué desastre. No lo había hecho nunca y no tenía ninguna aptitud.

Durante ese curso aciago me arrastré vergonzosamente por la infausta asignatura. Un día el profesor me preguntó en un aparte qué tal llevaba las demás, y yo le dije que muy bien y le expliqué lo que he dicho antes. Me aconsejó entonces, con un tono verdaderamente amistoso y paternal, que dejara esta carrera, para la que obviamente no estaba llamado, y me pasara a alguna ingeniería, donde me iba a ir mucho mejor.

Yo le creí. Creí de verdad que lo decía por mi bien. Me vine abajo.

Ille scit quis est(1)

Llegué a mi casa hecho polvo y se lo conté a mi padre. Se me saltaban las lágrimas. Mi padre me miraba con impotencia, y acabó diciéndome que si eso era lo que me aconsejaba el profesor debía hacerle caso. Yo le dije, deshecho: "Pero es que yo quiero ser arquitecto".

Qué impotencia. Lo que yo más quería no era para mí. Me estaba negado. ¿Por qué? ¿A santo de qué quería con tanta intensidad algo para lo que no estaba dotado en absoluto? Qué absurdo. Qué pena. Qué desastre.

Mi padre se había quedado con la frustración de estudiar una carrera universitaria, y siempre había querido que sus hijos la hiciéramos. Yo era el mayor y el que estaba abriendo el camino en casa. Él era un hombre bueno, honrado y decente, que creía profundamente en la preparación, la dignidad y la sabiduría de los profesores, y juzgaba (como yo) que si uno de esos seres sublimes se había dignado a prestarme la atención suficiente como para darme esos consejos, lo que yo tenía que hacer era seguirlos agradecidamente.

A esas alturas de curso lo único que podía hacer era terminarlo como mejor pudiera, intentando aprobar las teóricas para ver si me las convalidaban al año siguiente en teleco, que era la opción que mi padre siempre había deseado para mí y que yo ya asumía como segunda, una vez que renunciaba a la primera.

Terminé el curso, aprobé todas las demás y, no sé por qué, al siguiente, en vez de irme de allí, repetí la asignatura maldita con otro profesor. Aprobé en ese segundo intento con un cinco pelado: Seguía siendo un alumno bastante lamentable y que iba a rastras. Un perdedor.

Algunas décadas después dos amigos me contaron que habían cursado con ese mismo profesor, en dos años diferentes, y a los dos les había dicho lo mismo. Y ninguno le había hecho caso. Hoy son arquitectos más que decentes y presentables.

Así que era una estrategia, una pose, una escena ensayada. Así que se lo decía a todo aquel que no era lo suficientemente brillante. Y se lo decía en el curso previo a proyectos, en la primera intentona que había tenido el alumno de diseñar algo. O sea, que o eras estupendo ya a la primera o te decía que te largaras de allí. Desde luego él no te iba a animar a mejorar, ni a enseñarte nada, ni a proponerte un camino de aprendizaje.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Medir el cielo

Dedicado a Manuel Romana, por la
cita de Aristófanes y la exhortación
a escribir sobre ella.


Manuel Romana ha puesto en Twitter un fragmento de Las aves, de Aristófanes, y me ha pedido que lo comente, o que le saque punta, o que haga algo al respecto. Yo soy muy de entrar a los trapos, pero es que este además me ha gustado. Dice así:

Aristófanes

METÓN: Quiero medir las llanuras aéreas y dividirlas en parcelas.
PISTETERO: En nombre de los dioses, ¿quién eres?
METÓN: ¿Quién soy? Metón, conocido en toda la Hélade y en la aldea de Colona.
PISTETERO: Dime: ¿Qué es eso que traes ahí?
METÓN: Reglas para medir el aire, pues todo el aire, en su forma general, es enteramente parecido a un horno. Por tanto, aplicando por arriba esta línea curva y ajustando el compás... ¿Comprendes?
PISTETERO: Ni una palabra.
METÓN: Con esta otra regla trazo una línea recta, inscribo un cuadrado en el círculo y coloco en su centro el ágora. A ella afluirán de todas partes calles derechas, del mismo modo que del sol, aunque es circular, parten rayos rectos en todas direcciones.
PISTETERO: ¡Este hombre es un Tales...! ¡Metón!
METÓN: ¿Qué?
PISTETERO: Ya sabes que te quiero; pero voy a darte un buen consejo: Márchate cuanto antes.
METÓN: ¿Qué peligro corro?
[...]
PISTETERO: Que hemos tomado por unanimidad la decisión de pulverizar a todos los impostores.
METÓN: En ese caso voy a largarme.

Aristófanes era un tipo muy sarcástico, que criticaba muy fuertemente la tontería y el vicio, como han hecho siempre los humoristas.

Pistetero está empeñado en la construcción de una ciudad en las nubes, Nefelococigia, para las aves, y durante su duro trabajo se le presentan todo tipo de espabilados, como este Metón, un hábil geómetra, un urbanista celeste, un arquitecto etéreo, que le ofrece planos y que, como habéis visto, dice tener el conocimiento y los medios suficientes para trazar la ciudad en el cielo.

Metón es un personaje convincente, pero Pistetero, muy inteligente, sabe que es un estafador, un impostor y hace que se vaya. (Esta crítica de Aristófanes a los vocingleros aprovechados debió de ser porque eran habituales en la Grecia clásica. Por suerte aquí y ahora no tenemos nada de eso y no nos hacemos cabal idea de lo que es). 

Zumos contra el cáncer y lejía contra el coronavirus 
Todo por la verdad

Los humoristas siempre han tenido la santa misión de criticar lo que otros se toman en serio, de burlarse de todo y de correr el velo de la estupidez y de la credulidad para dejar la superchería al desnudo. En esta obra Aristófanes lo hace muy bien, y al personaje de Metón, aunque sale muy poquito, lo desenmascara y lo revuelca por el fango.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El espacio trampa

A Nao Casanova (@NaoCasanova),
que nos contó esto en Twitter y que
cuenta muchísimas cosas interesantes.
Muchas gracias.


El día 11 de noviembre de 2020 Nao Casanova escribió este tuit:

No había oído hablar de un Eruv en mi vida, y me pareció una trampa bastante estúpida: ¿No creen los judíos que Yahveh es todopoderoso y omnisciente? ¿Y pretenden engañarlo con esa chorrada? No sé: No me cuadra. En mi escéptica sesera me llaman mucho la atención dos cosas: La primera es que alguien crea en un dios tan puñetero (con perdón) como para ser capaz de promulgar esos mandatos, capaz de prohibirte treinta y nueve cosas cotidianas en shabat (entre ellas atar poleas acanaladas, unir o separar dos hilos y transportar un objeto o a una persona de un lugar privado a uno público o viceversa), y la segunda es que piense que con un truco tan tonto como colocar un hilo delimitando un barrio lo va a engañar.

¿No creen que Yahveh es todopoderoso y omnisciente? ¿Y entonces cómo piensan que esa chorrada lo va a confundir? Estas cosas de las religiones siempre me han llamado la atención.


Pero, pasando por alto (que ya es pasar por alto) que ese mandato de no poder llevar ni un mechero, ni unas llaves, ni a un bebé en brazos cuando se entra a la sinagoga en shabat me resulta de todo punto incomprensible y no se me ocurre qué puede pretender Yahveh con ello, creo que -hecha la ley, hecha la trampa- una vez aceptada tal cosa está muy bien lo del Eruv: Es mucho más sutil y coherente de lo que parece a la primera. Con un hilo delimito un espacio, con una línea virtual señalo un lugar y lo hago mío. Mejor dicho: lo hago nuestro. Son todos los miembros de una comunidad judía quienes ceden parte de su privacidad al resto. Yo consiento en que mi casa quede dentro del Eruv y así te permito que entres y salgas de ella como tuya (simbólicamente, claro); y lo mismo haces tú con tu casa para que entre yo (simbólicamente, por supuesto). Y cada uno con la suya, y con la sinagoga, y con la calle, y con el parque.

Ese tonto hilo del Eruv tiene en sí toda la fuerza de la comunidad. No el hilo en sí como material, sino la delimitación que señala cuando se le tiende de poste a poste. (Es en cierto modo como lo de la princesa Dido fundando Cartago con una piel de buey).

Eruv en Seattle, WA, EE.UU.

Eruv en Nueva York, NY, EE.UU.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Arquitecto pedante, fracasado

Vaya unos días que llevo: Resulta que la penúltima entrada de este blog, la titulada "Todo tan mal", ha tenido un éxito inesperado e indeseado para mí.

Reconozco que me gusta que la gente lea mi blog, cómo no. Pero normalmente cada entrada la leéis unas ochocientas personas, a menudo mil, y algunas que tienen éxito llegan a dos mil o incluso más. Esta a la que me refiero va ya por más de treinta y una mil visitas, aunque afortunadamente el tsunami ya está terminando. Todo a partir de que alguien la resaltó en un sitio que se llama menéame, donde la leen muchísimas personas a quienes no les interesa especialmente este asunto, pero que opinan desaforadamente. Y ya lo creo que le dieron un buen meneo: Allí tiene cientos de comentarios que no he osado mirar, pero algunos se han tomado la molestia de venir aquí a hacerlos también, y me llaman la atención tanto los demasiado favorables y entusiastas como los muy denigrantes; en especial los que vuelven al eterno sonsonete de que los arquitectos (sobre todo yo) somos unos prepotentes, faltones, déspotas e incapaces de la menor empatía con los clientes que nos dan de comer.

No quiero regodearme en el dolor: Si os apetece, aquí al lado tenéis los comentarios a esa entrada en este blog, y si tenéis ya una curiosidad malsana podéis ir a ese sitio de éxitos y vanidades a leer muchos más y mucho más fuertes, según lo que me han contado. Pero tenéis que daros prisa, porque la vanitas vanitatis es tan fulgurante que igual que te suben a la cresta de la ola un día, al siguiente ya te han sumido en lo hondo del piélago y has desaparecido.

Este blog no tiene publicidad. No saco nada en limpio (ni en turbio) de que mis entradas se lean mucho o poco. Tan solo la vanidad, la maldita vanidad. Y cuando parece que tengo algún motivo para sacarla a pasear y gallearme con ella me calzan un guantazo que me tiran de espaldas, así que hay que ser tonto para seguir con este afán.

La vanidad o, como diría Cyrano, mon panache (que es muy bonito, porque más que a la vanidad se refiere a la dignidad: Sí, un tanto arrogante, pero ya que nos ponemos...). Aunque, en definitiva, tener vanidad por el éxito de una entrada que concluye precisamente en que soy un vanidoso y un prepotente no es que tenga mucha gracia.

Pensando en esto y burlándome de mí me he insultado con un "arquitecto pedante, fracasado" que me ha salido espontáneamente y me ha sonado bien, y es porque (luego me he dado cuenta) sin querer he hecho un endecasílabo. Y entre eso y que estoy pensando en Cyrano me he puesto poético y desvergonzado y me ha salido este soneto casi al vuelo. (Ya, ya sé que no tengo pudor. Podéis decirme lo que queráis):


Arquitecto pedante, fracasado,
burlador de quien te nutre y paga,
escoria sin razón, basura, plaga,
infame pintamonas desnortado.

No juzgues al cliente, so atontado.
No digas tú que al dibujar divaga.
¿Lloras porque tu habilidad no halaga?
¿Sufres porque sin ti lo ha dibujado?

Pues pégate una ducha de agua fría,
date un tripazo y espabila, tonto.
Intenta serle útil, no una arpía.

Parece que solo te preocupa el monto
y dices que eso que ha hecho es porquería.
Pues cámbiate ya el chip; cámbialo pronto.

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jueves, 5 de noviembre de 2020

El último mono

A Francis, que pasaba por ahí y sin
comerlo ni beberlo se ha encontrado
con esta entrada dedicada.
Y, naturalmente, a Karlos Garmendia.




Mi amigo Francis me ha mandado por WhatsApp el texto que pongo aquí debajo, capturado del periódico bilbaíno El Correo. Lo ha hecho porque le ha recordado a cosas que ya he contado otras veces.

(Si lo clicáis lo veréis más grande)

Le ha recordado concretamente lo que conté aquí. No debería repetir lo que ya dije (y menos después de haberos puesto el enlace a aquello, para que lo leáis si queréis), pero es que precisamente Carlos (¿o Karlos?)(1) Garmedia es amigo virtual mío de las redes y le sigo y le admiro desde hace tiempo. Primero lo admiré como fotógrafo (todas las fotos de esta entrada son suyas, y pueden verse, con otras cuantas más, en su web), y después, casi simultáneamente, por sus tremendas obras de arquitectura y por su formidable abuela.

Vi una reforma que hizo en una oficina de Bilbao que convirtió en vivienda y me quedé entusiasmado, y recuerdo perfectamente cuando me enseñó esta obra recién terminada y ya me maravilló. En ambos casos, muy audaces, no paraba de alabar a sus clientes. Parece que este no le ha pagado con la misma moneda.

(El dueño)

Carlos es un arquitecto brillante, lleno de talento y de valentía. Optimista, creativo, feliz. Creo que estas cualidades son buenas para todo el mundo, pero si eres arquitecto con más razón, porque siempre estás proponiendo cosas inciertas, dudosas, arriesgadas, y necesitas una enorme dosis de optimismo y de confianza para hacerlas realidad logrando el apoyo y concertando el entusiasmo de todos los demás, especialmente de los clientes.

Carlos Garmendia trabaja con Álvaro Cordero Iturregui, a quien no conozco, pero no es justo que no lo mencione. Ambos se meten en unos proyectazos que le dejan a uno sin aliento.

En esta ocasión se enfrentaron a la ardua tarea de meterle mano a una muy pequeña iglesia (muy poco más que una ermita) en ruinas, en el municipio de Sopuerta (Vizcaya). Fue construida a finales del siglo XVI y reformada y ampliada en el siglo XVIII. Cuando ellos llegaron allí no tenía tejado (bueno, sí lo tenía, pero todo caído en el suelo), estaba abandonada y sus muros se encontraban en una situación muy inestable. El edificio estaba desacralizado y completamente arruinado, y a su nuevo propietario le sedujo la idea de convertirlo en una vivienda de fin de semana y vacaciones.

Aquí hay que decir que bravo por el propietario, que olé por su visión -no a todo el mundo se le ocurriría hacerse una casa en las ruinas de una iglesia; da un poquito de repelús-, que Carlos siempre ha valorado y agradecido, y llamó a su amigo para que le hiciera el proyecto.

Por supuesto, en una cosa tan especial la colaboración entre arquitecto y cliente es fundamental, la confianza ha de ser ciega y el trabajo conjunto y muy fluido, pero cabe preguntarse qué habría logrado este ingrato sin Carlos. Dice que todo es suyo: "jefe de obra, planos, pisos, escaleras..." Ya, claro que sí, majete. Y añade: "Se me fueron ocurriendo a mí sobre la marcha". Los cojones.


-¡Hernández! ¡Esa boquita!
-Perdona, cariño. Me he cegado.
-¡Pues no se ciegue!

domingo, 1 de noviembre de 2020

Todo tan mal

Como continuación de la última entrada voy a contaros una de tantas situaciones ridículas y estúpidas por las que he pasado en mi impresentable trayectoria profesional y que aún me deja la boca amarga y la cara de tonto. (Modifico cualquier detalle que pudiera hacer sospechar a mis lectores más cercanos -o incluso a los protagonistas, si llegaran a leer esto- a quién me estoy refiriendo. Por otra parte, como ya conté la otra vez, podría ser cualquiera. Creo que esta historia la hemos sufrido todos muchas veces).

Esta vez me llamó un matrimonio y quedamos en un bar-restaurante al lado de la parcela que habían comprado y en la que se querían construir una casa. Me invitaron a la cerveza que me tomé mientras él sacaba con amor unos papeles, los ponía sobre la mesa y me los explicaba.

Estaban grapados y metidos en una subcarpeta de cartulina, muy ordenados y formando un dossier. (Todo, aunque demencial, estaba hecho con mucha meticulosidad. Eran una pareja de oficinistas aplicados y se les notaba).

El marido me dijo claramente, para empezar, que estaban pidiendo presupuesto a tres arquitectos (incluido yo), y que se decantarían por el más barato. La carpeta era para mí: Les habían dado otras iguales a los otros dos. (Yo era el último).

En ese momento debería haber apurado la cerveza, haber cogido un puñado de almendras, haberme levantado, haberles dado las gracias por la invitación y haberme ido, pero estaba visto que todos estábamos haciendo lo que no debíamos, y aguanté por el ansia de recibir el encargo. Así que acepté participar en un concurso de honorarios.

Ella apenas hablaba. Él se explayó mostrándome las primeras páginas, en las que habían insertado una colección de imágenes sacadas de aquí y de allá de cosas que les gustaban. Detalles neoclásicos a porrillo, pero con alguna inserción extraña como barandillas de pletinas de acero inoxidable o cocinas con isla. Era una colección de golpes dados a lo loco, de palos de ciego, de trivialidades y de vacuidades. ¿Qué tenían que ver esas imágenes con un hogar? ¿Qué tenían que ver con sus vidas? Nada. Eran unas imágenes estándar de revistas de decoración y de catálogos, que habían examinado exhaustivamente y habían escaneado. Eran trozos de decorados, de artificios, de no-lugares, de tierras de nadie. No eran casas. No eran sitios para vivir. Y, además, como siempre, eran una colección de aspiraciones frustradas, de tío Paco con la rebaja, de imitaciones, de quiero y no puedo.

Leches, si tenéis las santas gónadas de decantaros por el neoclasicismo ponedme fotos de cosas de Juan de Villanueva, de Karl Friedrich Schinkel, de John Soane, pero no de ese salón de Casayjardín con esa chimenea leroymerlinesa.

Pero aguanté. Estaba dispuesto a lo que fuera. Estaba abierto a cualquier cosa con tal de hacer ese proyecto. (Hay algo curioso en mi profesión. No sé si les pasará a mis compañeros, pero a mí hasta cierto punto me ha salvado. Y es que aunque el proyecto me parezca una lástima y una nueva ocasión perdida para la arquitectura, hay un momento en que estoy dibujando con el autocad, concentrado al máximo, y abro una puerta hacia donde la tengo que abrir, o coloco un armario empotrado en el mejor rincón, aprovechando perfectamente la mocheta que hace el tiro de la chimenea, o pongo la ducha en su sitio. Y de la misma manera calculo la estructura y disfruto porque el armado de las vigas es muy sensato y las cosas funcionan bien. Es el puro placer de hacer un proyecto, y luego pasa lo mismo dirigiendo la obra, aunque sea la de un pseudopalacete paleto: Veo que la cimentación está correctamente ejecutada, o que el solado está muy bien puesto y disfruto).
-Me encanta hacer edificios cutres.
-Querrás decir edificios buenos.
-Uf, eso ya debe de ser la leche. 

Tras el calentamiento estilístico de motores entramos en harina: Apareció la planta baja. Y qué planta baja. Era la típica planta baja que te hace cuestionarte por qué estudiaste arquitectura, por qué te dedicas a esta profesión, por qué has nacido.

Planta baja. Fragmento

Era simétrica, y había caído en todas las trampas de la simetría. No la quiero describir demasiado. Tampoco entonces dije apenas nada. Tan solo que la rampa del garaje rompía toda la composición, a lo que me contestaron: "Ya, pero hay que hacer una rampa para el coche", cosa que era absolutamente razonable.

También les pregunté qué era ese rectángulo que habían dibujado detrás de las únicas seis huellas que se veían de una escalera imperial, y me dijeron que el aseo. ¿El aseo ahí? Sí. Lo habían visto en muchos ejemplos: Se aprovechaba el espacio bajo el tiro de la escalera. Yo pensé en Sissi Emperatriz bajando ceremoniosamente con un vestido blanco de larga cola, y a Francisco José saliendo mientras tanto del uvedoblecé, agachado (porque seis peldaños no dan para más) y abotonándose la bragueta. No le vi el glamour ni a esa escena ni a la escalera.

Les pregunté si no había escalera para bajar al sótano, y me dijeron, poniendo cara de extrañeza ante mi estulticia, que sí, que naturalmente, que era esa misma. "Las escaleras suben y bajan varias plantas: Es lo normal" (sólo le falto añadir: "imbécil"). Se suponía que la línea que habían dibujado para marcar el primer peldaño que subía a la planta alta era la misma que la del último que venía desde el sótano. En el dossier no me habían puesto ninguna foto de ninguna escalera como esta:

(aparte de que a ver dónde ponemos entonces a defecar al emperador), pero decidí no hacer más preguntas. Se trataba solamente de dar un presupuesto de honorarios. En caso de ser el elegido ya intentaría paliar en algo todos esos despropósitos.

sábado, 24 de octubre de 2020

Una casa. Una vida

Soy arquitecto en ejercicio desde hace un montón de años. Hasta hace no tantos, eso de que vinieran a encargarme el proyecto de una casa era lo habitual. Demasiado habitual incluso. A menudo se superponían varios encargos y era angustioso atenderlos a todos en plazo.

Siempre había algún trabajo entre manos. Qué tiempos. Y si encima os digo que se cobraban unos honorarios bastante buenos ya os mato de envidia (y me mato a mí mismo de envidia retrospectiva y de nostalgia).

Todo aquello acabó hace tiempo. Ahora es muy raro que alguien quiera encargar una casa, y cuando eso ocurre es una fiesta y una gran emoción.

Pues bien, el otro día vinieron a mi estudio un chico y una chica a contarme que estaban pensando en hacerse una casa y que les habían hablado muy bien de mí.

¡Les habían hablado muy bien de mí! Tuve que carraspear para deshacerme el nudo de la garganta, y aun así con la primera palabra que dije me salió un gallo.

La magia de hacerse una casa. El extraño proceso por el que varias personas imaginan una casa y se ponen a construirla. Para mí es una experiencia muchas veces repetida, pero siempre emocionante. Para los interesados es, seguramente, la mayor aventura de su vida.

Todos son diferentes, todos se sienten diferentes, originales, únicos, y ciertamente lo son, pero también, de otra manera, todos son iguales.

Todos traen las contradicciones de costumbre. Pretenden cosas incompatibles entre sí, fruto de muchos anhelos desbocados, de muchas casas diferentes vistas, de muchos consejos de parientes y amigos y de muchas revistas de decoración. Ninguna de ellas es mala en sí misma, pero a menudo se juntan varias incompatibles entre sí.

Y ya si juntamos las cosas que tienen clarísimas con las que yo tengo clarísimas se forma un buen cacao. Hay un punto crítico en que todo parece imposible, pero al final, sigo sin saber muy bien cómo, sale.

viernes, 16 de octubre de 2020

Su mejor obra (peregrinación) (II)

A Eduardo Almalé
A todos los compañeros peregrinos de Ronchamp durante 2018


El año 2018 nos lo pasamos, entero, hablando de Ronchamp.

A finales de 2017 había aparecido este libro:

                                            QUETGLAS, Josep,
                                            Breviario de Ronchamp,
                                            Ediciones Asimétricas, Madrid, 2017, pp. 275.

Como su título indica, y la nota "al lector" remacha, se trata de un breviario al modo religioso, que está dividido en 52 entradas o ejercicios para ser leídas en cada una de las 52 semanas del año. Quiso la casualidad que en diciembre lo tuviéramos unos cuantos amigos y que nos animáramos por Twitter a afrontar el año nuevo leyendo una entrada a la semana y comentándola cada domingo a partir de las cinco de la tarde bajo la etiqueta #BreviarioRonchampN (siendo N el número de la semana y del capítulo). Podía entrar quien quisiera y contar lo que quisiera siempre y cuando enarbolara las palabras mágicas del #

Estas cosas se empiezan siempre con la mejor intención, pero se desinflan en seguida. En este caso no fue así. Desde el primer domingo del año (siete de enero) hasta el último (treinta de diciembre), sin fallar ni uno solo (incluso conectándose a veces alguien desde la playa, desde una boda o desde el cumpleaños de un hijo), hicimos tertulia a las cinco de la tarde.

Los habituales éramos más o menos fijos, pero también se sumaban (y restaban) unos cuantos cada semana.

El libro tenía un par de características endiabladas: Por una parte, había algunos capítulos de un solo párrafo (¿cómo puede dar eso materia para una semana de lectura y reflexión y una tertulia dominical de aproximadamente una hora?), y por otra, Quetglas se ponía muchas veces a divagar sobre el naufragio de María Magdalena, sobre los toros o sobre Maya Deren (¿y qué tiene que ver todo eso con la iglesia de Ronchamp?)(1). Pero los intervinientes eran tan cultos y tan penetrantes que documentaban cualquier sugerencia del autor con toneladas de material interesante, de modo que cada pase que Josep Quetglas había tirado tan inteligentemente al hueco era rematado con brillantez por estos compañeros sabios.

Y, sobre todos nosotros, el incansable Eduardo Almalé organizaba cada cita, recopilaba después todas nuestras intervenciones y las ordenaba y archivaba. Gracias a él todo este guirigay llegó a buen puerto.

De este libro aprendí que la iglesia de Notre Dame du Haut no es solo un buen edificio, un gran edificio, sino que es un destino, un sueño, una necesidad, un símbolo, una aspiración, un deseo, un canto, una emoción, y también que todo se puede argumentar con todo, todo se puede cruzar con todo y que las inteligencias se buscan y se comprenden, de modo que una sugerencia, un reto o una mera boutade del autor eran estímulos entendidos y contestados por mis compañeros. Y todo ello creaba una realidad narrativa paralela a la propia realidad del edificio y a la de su leyenda.

Cuando el proceso de lectura, análisis y comentario dominical del libro estaba ya muy avanzado (no recuerdo exactamente en qué momento), la editorial -Ediciones Asimétricas- hizo saber al autor lo que estábamos haciendo y este, divertido y perplejo, se llevó las manos a la cabeza de que gente tan estúpida hubiera seguido al pie de la letra las indicaciones (que no dejaban de ser una broma) de leer el breviario semana a semana durante un año. Cada uno tiene sus debilidades, y una de las de Quetglas era que llevaba muchos años coleccionando postales de Ronchamp (incluso postales antiguas que mostraban la vieja iglesia, anterior a la de Le Corbusier), y en un acto de generosidad se desprendió de ellas y nos las regaló a quienes veníamos participando asiduamente en estas tertulias, de modo que me tocó un pequeño tesoro que tengo enmarcado y colgado en mi estudio. Y además escribió un texto ex profeso para nosotros y nos lo hizo llegar junto con una foto de unos peregrinos llegando al santuario por el camino norte.


Si ya me entusiasmaba desde siempre esa capilla mágica, ¿cómo no voy a estar ahora deseando ir hacia ella?

Y sin embargo:

sábado, 10 de octubre de 2020

Su mejor obra (peregrinación) (I)

Hace unos días ha sido el cumpleaños de Le Corbusier (nació el 6 de octubre de 1887), y a cuento de la efeméride alguien ha lanzado la pregunta de cuál es nuestra obra favorita de entre las suyas.

Yo no he sabido qué contestar y no lo he hecho; pero como tengo un blog para explayarme voy a hacerlo aquí. (Los blogueros somos así de pesados). Por una parte no sabría cuál elegir, pero por otra estoy a punto de comprarme un coche por ir a ver una de ellas. Algo tendrá, cuando me está llamando desde hace años.


El personaje que interpreta Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase (1977) siente un obsesivo e inexplicable impulso de construir una forma que no sabe qué es. Empieza modelando febrilmente el puré de su plato, sin ni siquiera saber por qué lo hace, va a más y a más y acaba construyendo una enorme maqueta de una montaña en el salón de su casa. De repente, en una noticia de la tele, reconoce la montaña que lleva metida en su cabeza, se entera de dónde está y sale a su encuentro. En el viaje conoce a más gente a la que le ha pasado lo mismo, y que también va ciegamente hacia esa montaña sin saber a qué. No lo pueden evitar.

Es una verdadera peregrinación, y, de la misma manera, año tras año desde hace más de sesenta, muchas personas de todo el mundo nos proponemos hacer una similar. En mi caso llevo diciéndoselo a mi mujer desde hace tiempo, y ella me contesta:

-Hernández, con nuestro coche no podemos hacer un viaje tan largo. Imagínese que nos deja tirados allí, tan lejos. Lo haremos cuando tengamos uno nuevo.

Pero nuestro sufrido vehículo se obstina en sobrevivir. Tiene diecinueve años y cuatrocientos treinta y siete mil kilómetros y sigue tirando. Cascajeando y tosiendo, pero tirando.

Hace tres meses se escachifolló, y mientras llamaba a mi seguro en mitad del desolado campo y esperaba a la grúa bajo el sol inclemente, también lo fui yo y firmé su sentencia de muerte. Después, mientras el gruista bielorruso me contaba diversas anécdotas pintorescas de la vida en su país y de los contrastes con la de España, yo solo pensaba en escupir mi coche al taller y pedirles que se hicieran cargo de los trámites de su desguace y de su muerte civil.

Me sentía ingrato. Tantos años de servicio, y tan bueno, y se lo pagaba así. Pensé en un mundo idílico con residencias públicas para coches viejos, a los que pudiéramos ir a ver en domingos alternos, y a los que, aunque ya no anduvieran, cambiáramos el aceite por su cumpleaños. Pero no hay tal: Este mundo es cruel y despiadado y yo solo pensaba en darle la puntilla a mi otrora amado coche.

Sin embargo, al cabo de un par de días me llamaron del taller para decirme que mi cascajo tenía arreglo, y no disparatadamente caro, y accedí a ello pensando que lo necesitaría hasta que tuviera el coche nuevo.

Mi mujer y yo llevábamos años, ya digo, pensando en que nos teníamos que comprar un coche, pero ni habíamos decidido aún cuál, así que en los días que estuvo el viejo en el taller redujimos nuestras opciones a tres finalistas, y cuando finalmente nos lo dieron ya arreglado cometimos la felonía de hacer que sus tres primeras misiones fueran llevarnos a los tres concesionarios de nuestros candidatos.

Con qué amor y con qué lealtad nos llevó. Me siento un miserable. Con qué resignación supo asumir su final y con cuánta lealtad -la que no tuvimos con él- nos transportó confortable y puntualmente a lo que iba a ser su matadero.

Al cabo de unos días nos decidimos, y de nuevo nos llevó a concretar nuestro pedido. Y he de decir aquí que hay que ver cuánto tardan en entregarte el coche elegido. Qué barbaridad. Tanto es así que todavía no lo tenemos y aún nos servimos del coche viejo, que se está portando como un jabato, el muy cabrito.
(El otro día subiendo una larga y dura cuesta y notando cómo, aunque ya no tenía la potencia de cuando joven, aún poseía la suficiente para defenderse con solvencia, lloré. Lloré y le di unas palmaditas en el salpicadero. Y con voz trémula le dije: "Muy bien, guapo. Eres el número uno").

-¿Qué dice usted, Hernández?
-Nada, nada, querida. Tonterías mías.
-Oiga, Hernández. ¿No iba a escribir usted una entrada sobre Le Corbusier?
-¡Anda; es verdad! Pues se me ha vuelto a ir la pinza.
-Como de costumbre.
-Me he alargado ya mucho y no me va a caber lo que quería contar. Voy al menos a terminar esta primera parte de la entrada.
-Más le vale.

viernes, 2 de octubre de 2020

Pistolitas

A Mari Carmen


Esto que voy a contar es cierto, pero no quiero dar datos ni pistas que ayuden a identificar a quienes menciono porque es algo que no tiene la más mínima importancia, puesto que de lo que pretendo hablar es de una actitud muy humana y muy general, especialmente en arquitectos (hay más de un arquitecto en esta historia), y los detalles de este ejemplo no son necesarios. He vivido muchos parecidos.

Supongamos que, hace bastante tiempo, yo tenía un asunto que me importaba mucho con una consejería, un ayuntamiento, una universidad, un colegio profesional... qué más da. El caso es que tenía un enorme interés en resolver una cosa y que unos representantes de esa entidad, la que fuera, quedaron en recibirme y reunirse conmigo para (se suponía) ayudarme a resolverla.

Fui con toda mi ilusión y mi diligencia donde me habían citado. Llegué con media hora de adelanto: lo normal; por si acaso. Esperé a que llegara el momento. En estos casos uno está muy perdido y no sabe qué hacer. Paseé un rato y por fin me decidí a entrar a la sede dos minutos antes de la hora convenida.

Gente por aquí, gente por allá, todo el mundo muy ocupado y muy activo. Pregunté por el jefe que tenía que presidir la reunión y me dijeron que estaba por algún sitio y que esperara.

Pasaron a mi lado dos personas que me sonaban. Estaba seguro de que también venían a la reunión conmigo y me presenté a ellas con mi mejor sonrisa conejil. Me dieron los buenos días pero no me hicieron más caso. Hablaban con vehemencia de pistolas. Mejor dicho, de una pistola.

Andy Warhol. Gun. 1981-82

Lo decían delante de mí, sin importarles que me enterase, y yo no tenía mejor cosa que hacer que escucharlos.

Al parecer esa entidad iba a hacer un acto digamos que "cultural" o "social", y uno de los dos había hecho una especie de cartel para darlo a conocer. Era un cartel casero y, por lo que dijeron, muy inmediato, de uso prácticamente interno; no era una cosa que fuera a tener ninguna repercusión fuera del ámbito de esa entidad, pero, no obstante, la prensa local siempre se hacía eco de esas cosas, y a lo mejor hasta describían el cartel o, lo que era peor, lo reproducían. Eso era casi imposible, porque bastante tenían con poner una notita de cuatro o cinco líneas en el apartado "sociedad" o tal vez en "cultura".

Lo que al otro le preocupaba mucho era que se hablara del cartel, porque en él aparecía una pistola.

-¿Y qué más da? -decía el autor-. Una pistola. Ya ves tú. Es algo metafórico.

-Ni metafórico ni leches. Es una pistola, tío; una puta pistola. ¿Qué va a pensar la gente?

-Nada. ¿Qué quieres que piense? Que es un cartel. Nada más que un cartel. Y además la pistola está apuntando para abajo. Es inofensiva. No amenaza. Es una metáfora, coño.

En esto llegó el jefe. Se le veía con prisa. Saludó a los dos casi con un gruñido y se me quedó mirando. Me presenté y le recordé el motivo de mi visita. Asintió y nos hizo pasar a todos a una sala. Me mostró una silla y me senté.

viernes, 25 de septiembre de 2020

La esperanza

A todos los profesores y alumnos,

pero especialmente a los de arquitectura de la URJC



Aunque soy bastante bocazas y entre este blog y las redes sociales cuento casi todo lo que me ocurre y se me ocurre, llevo tiempo evitando este asunto porque me da pudor. Pero creo que ha llegado el momento de contároslo.

Y es que en este curso 2020-2021 voy a ser profesor asociado en la Universidad Rey Juan Carlos y estoy encantado e incluso entusiasmado (y también un poco muerto de miedo). En realidad ya lo fui durante el segundo cuatrimestre del curso pasado, pero me daba no sé qué decirlo porque tenía un cierto sentimiento de provisionalidad (excepto Jordi Hurtado todos somos provisionales en todas partes) y de inseguridad (también todos estamos siempre inseguros), como si aún no lo fuera plenamente. Ahora que me han renovado ya me veo más seguro.

En la clase de Introducción a Proyectos de Raquel Martínez,
en el edificio Pavía de Aranjuez, cuando aún no era profesor.
(Fui invitado a una sesión crítica y lo pasé muy bien).
(Fotografía del también profesor y amigo Enrique Parra).

En el curso pasado fue una pena que nos confinaran al poco de haber empezado mi misión después de las vacaciones de Navidad. Apenas disfruté de dos meses, y casi cuando empezaba a conocer a los alumnos me tuve que conformar con darles clase desde casa y ver las fotos de sus caras en pequeño. Ya hablé del enorme esfuerzo que han hecho y de la gran disciplina y espíritu de trabajo que han tenido para defenderse con sus medios y espacios disponibles. También he disfrutado mucho de esos meses de clases telemáticas desde casa, pero he echado de menos el trato directo y físico con los alumnos y con mis compañeros.

Este curso va a empezar igual, y quién sabe cómo va a terminar. Ante su inminente comienzo me asaltan todo tipo de dudas: ¿Sabré enseñar algo? O, al menos, ¿sabré no estorbar e incluso ayudar a que los alumnos vayan trazando su camino? ¿Sabré conseguir algo de cercanía y de buena comunicación por el sistema telemático y el "semipresencial"? Qué raro todo, qué difícil todo. Confieso que al pensar estas cosas me asusto un poco, y que mi talante y mi edad me llevan hacia una cierta desazón.

Pero no puedo. Mis compañeros no me dejan desazonarme. Al revés. Son todos entusiastas, creativos, trabajadores. Ante cualquier dificultad se vienen arriba y proponen estrategias, ideas, alternativas. No se amilanan. No se desaniman nunca. Y son contagiosos. Los veo tan entregados y tan concienzudos que no puedo permitirme ser flojo.

Son jóvenes, muy jóvenes, y como tales son muy optimistas. Pero no por ello son menos realistas y responsables. Lo que quiero decir con esto es que en ellos hay una esperanza, una luz que dice que todo va a salir bien, o al menos que va a salir lo mejor posible. Aunque soy el novato, soy con diferencia (con gran diferencia, a mi pesar) el más viejo del grupo. Me hace mucho bien este contacto contagioso. Yo, que, según el trayecto natural de la vida y también según mi carácter, me empezaba a sentir viejo y un tanto inane, he recuperado la vitalidad. Es como si esta gente me hubiera hecho una transfusión de vida.

Los alumnos también son la esperanza, y aún más que los profesores. Casi todos son algo más jóvenes que mis hijos y veo con enorme ternura su afán por salir adelante, por labrarse un porvenir y por trabajar y conocer. Así ha sido desde siempre, y es bueno comprobar lo obvio: que la rueda sigue girando y que el mundo tiene esperanza, tiene futuro, tiene solución.

Otro de los motivos por los que no me he atrevido hasta ahora a escribir esto es porque me conozco y sé que puedo ponerme de un meloso y de un ñoño asustador. (No sé si notáis que estoy haciendo un gran esfuerzo por ser comedido).

Hace ya unos años que fui entrando en contacto con algunos de los profesores de la URJC. Desde el principio han sido muy generosos conmigo. Me han invitado a algún que otro acto, me han honrado con todo tipo de gestos; se han hecho eco de este blog y me han hecho sentir siempre como miembro de su equipo, aunque fuera ajeno. He de decir que esto me ha pasado también con otros cuantos profesores de otras cuantas universidades, tanto españolas como americanas. Qué fácil y qué directa y cercana es la comunidad virtual y telemática, en la que, aunque no lo creáis, se forman extraños vínculos de amistad y de conocimiento.

No quiero decir el nombre de nadie porque son todos. Son personas fantásticas, muy formadas, muy brillantes y, sobre todo, muy generosas. He tenido una enorme suerte. Son gente que tiene una clara vocación de enseñar. He visto de todo en cuanto a inventiva para hacer las asignaturas más claras, las prácticas más formativas, las actividades más interesantes. Esta gente da vértigo, de verdad. Y a mí ahora me está dando muchísimo. Bendito vértigo.

Fui profesor en la ETSAM, durante un solo curso, el año que cumplí treinta de edad, y lo vuelvo a ser el año que cumplo sesenta. Espero que ahora no se acabe aquí y que no me tengan otros treinta años esperando. Dar una charla a los noventa no sé si podría tener algún interés para alguien.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Ocho que ochenta

Hace unos días me han publicado este artículo en el blog de la Fundación Arquia. Trata un tema que ya toqué hace unos años aquí. Y ahora estoy escribiendo otra vez sobre lo mismo. No me gusta insistir, de verdad, pero es que "ellos" insisten e insisten, y yo me sigo enfadando como el primer día. Así que perdonadme, pero voy de nuevo con ello.

El arquitecto Miguel Fisac vivió noventa y dos años, y los vivió con lucidez. Quién pudiera. Pero por muy enérgico y muy vital que fuera (que lo fue), a los noventa, cuando unos jóvenes arquitectos (Fernando Sánchez-Mora, Sara González, Blanca Aleixandre y Leonardo Oro) fueron a verlo, ya estaba retirado. (¡Qué me dices!) Le pidieron que se presentara con ellos a un concurso y se animó; incluso se entusiasmó, y se presentaron a varios.

Ganaron el del Polideportivo de la Alhóndiga en Getafe (Madrid). Podemos considerarlo una "obra menor" en su historial, un proyecto nada espectacular, pero muy sereno y equilibrado (que era de lo que se trataba), e incluso muy elegante en su sencillez.




Fue, con una vivienda en Almagro (Ciudad Real), su última obra. Una discreta y muy decente y limpia despedida.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Vanidad

En la escuela de arquitectura todos nos teníamos por artistas, hasta los más torpes. De alguna manera el ambiente nos ayudaba a creérnoslo.

Incluso yo, que era un alumno aseado y resultón, pero no brillante, acariciaba esa vanidad, y eso que siempre he sido una persona muy realista. Los rascacielos y los palacios de ópera que entregábamos en clase eran más provocativos y más cachondos que los que se ven en el mundo real, así que por qué no íbamos a hacerlos fascinantes cuando nos los encargaran. (Y ya sabíamos que en la puerta de la escuela había montones de promotores esperando que saliéramos con el título para echarse en nuestros brazos).

Nos veíamos destinados al brillo profesional, al despliegue apabulllante de obras maestras y, naturalmente, y solo para empezar, al número monográfico de El Croquis.

(Aquí, y solo para vacilaros, os diré que un número monográfico no tengo, pero sí un proyecto publicado en El Croquis. Claro, que sería mentir contando la verdad; como si os digo que tengo tatuajes. Las dos cosas son verdad, pero no significan lo que podríais inferir de ellas. O sea, que son mentira).

Conozco casos de gente que sí que ha estado realmente en el disparadero de que le publicasen su obra, y lo que ha llegado a hacer ha sido a veces vergonzoso. También conozco la estúpida pretensión de un estudio con bastante obra que le pidió a una prestigiosa editorial que le publicase una monografía, comprometiéndose a comprar todos los ejemplares que no se vendieran. Conozco casos que harían sonrojar a cualquiera, y siempre la puñetera vanidad.

¿Y todo para qué? Se dice que el periódico de un día sirve para envolver el pescado del día siguiente. Las revistas de arquitectura duran un poco más, pero manifiestan de la misma manera la futilidad y la fugacidad de estas vanidades. Yo tiré al contenedor azul casi todas las que tenía cuando cerré mi estudio en 2010, y ahora un amigo mío tiene así las suyas:


Está pensando donarlas a alguna universidad, porque ya le estorban, y ante la remodelación de su estudio no sabe ni dónde ponerlas. Además las revistas caducan. Llega un momento en que no sabes ni qué buscar en ellas, ni qué sacar en claro de ellas. La ya citada El Croquis (la más cara de todas) lleva bastantes años haciendo monográficos, que es una forma de disimular el carácter de publicación periódica y convertirla en libro, algo mucho más estable y duradero.

Pero de todas formas acaban estorbando. Y por no hablar del dinero que han costado. A ojo ahí me da para un Skoda Fabia o para un Dacia Logan. Y me dice mi amigo que tiene repartidos varios montones similares por diversos rincones para no concentrar el peso, que hablamos mucho de las piscinas en las terrazas pero nada de las revistas en los estudios de arquitectura. O sea, que sumando todos los montones sí que le da para un cochazo alemán.

La foto que me ha mandado mi amigo me ha traído todo esto a la mente: La vanidad de salir publicado en una de esas revistas termina en el suelo, y la constancia de irlas comprando una detrás de otra y de irlas colocando y clasificando durante años termina en el hastío. Vale que ya no son útiles, ¿pero cuándo y, sobre todo, cuánto lo han sido? ¿Cuánta enseñanza han producido y cuánto placer han dado? En mi estudio estuvimos suscritos a varias revistas durante unos años y llegó un momento en que las hojeábamos con prisa según llegaban, las colocábamos en la estantería y a otra cosa. Y al final acabaron en el contenedor azul.

Este amigo es un estudioso, y seguro que les ha sacado jugo y provecho, pero aun así terminan molestando, sin saber dónde estar, sin ser capaces de seguir soportando en alto las vanidades de sus protagonistas. Los talentos; claro; por supuesto. Pero las vanidades.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Tete Montoliach

A Emilio, quien sin ser nada dado a estas frivolidades

conserva con cariño un autógrafo de Tete Montoliu.


Se terminó agosto y llega ese momento vertiginoso en que compruebo que de todas las cosas apasionantes que me propuse hacer este verano no he hecho nada y que el tiempo se me escurrió (otra vez) en la inanidad.

Así que me pongo un disco de jazz. Qué menos. Escucho al gran Tete Montoliu y recuerdo la única vez que lo vi en directo.

Fue en la Sala Clamores de Madrid, y debió de ser en abril o mayo -o como muy tarde en junio- de 1992. (Lo recuerdo porque mi mujer estaba en un estado muy avanzado del embarazo de nuestro hijo mayor).

Tete Montoliu tenía un aspecto adusto, seco, incluso podía parecer antipático. No era nada de eso. El concierto, aparte de ser un fantástico monumento musical, fue muy cálido y amable; incluso cariñoso. Tete hablaba mucho, contaba anécdotas divertidas entre pieza y pieza, explicaba temas y era muy interesante. Los asistentes estábamos encantados.

Quien le conoció cuenta que era muy tímido -de ahí esa sensación de seco y frío-, pero que cuando tocaba se transformaba y comunicaba su disfrute. Desde luego esa noche al teclado sí que lo hizo.

Contó alguna anécdota muy divertida de Dexter Gordon, con quien tocó bastantes veces y a quien admiraba sin reservas. También nos contó que lo que hacía su gran amigo Serrat (tan culé como él) era puro jazz, y para demostrárnoslo jazzeó una de sus más conocidas canciones. Pero, claro, él podría haber jazzeado con éxito incluso a Estrellita Castro. O a Bach.

A Bach sí que lo hizo esa noche. Y a eso voy:

martes, 25 de agosto de 2020

La casa

Este verano es un buen momento para releer el cómic La casa, de Paco Roca, porque es una obra estupenda y porque las casas de verano son eso, como las bicicletas: para el verano.

Os destripo el cómic. Perdonad:

Trata de que, tras la muerte de su padre, tres hermanos, que son por orden de edad José Ramón ("Mon"), Fernando ("Nando") y Gema (quien tras "Gemusléibol" y otras gracias que le decían sus hermanos cuando era niña quedó sencilla y definitivamente en "Gema") van a la casa de Seseña, que se encuentra en un estado de abandono, para deshacerse de muchísimos trastos y ponerla en orden encargando la limpieza, la pintura y la reparación o sustitución de algunos aparatos.

Sus padres, Vicente y Elvira ("Viri"), seseñeros, nada más casarse se fueron a vivir por ahí. Él era empleado de Telefónica y estuvo destinado en varios sitios, pero durante poco tiempo. En seguida se establecieron en Madrid y allí se quedaron.

No tenían casa en Seseña, y por lo tanto iban allí muy de cuando en cuando a visitar a sus hermanas, y se volvían en el día. Mon, el mayor de sus hijos, recuerda haber pasado una navidad en la casa de su tía Celia. Aún siente vívidamente la alegría de despertarse en casa ajena: esa sensación de euforia y de aventura. Pero pasar una noche en el pueblo era algo excepcional. Las molestias eran considerables para todos.

Hacia 1969 o 1970 uno de los cuñados de Viri (el marido de su hermana Carmen) se lio la manta a la cabeza y se puso a hacer unos pocos chalés porque parecía que el pueblo, bastante cercano a Madrid, iba a tener tirón. Vicente y Viri reservaron el primero. De modo que casi se podría decir que ese boom de Seseña que décadas después devino en locura lo estrenaron ellos.

La casa era modestísima y baratísima: un pequeño rectángulo de planta baja con solera directa de hormigón y muros de carga de medio pie de ladrillo. Justo entonces Vicente se sacó el carnet de conducir, se compró un SEAT 850 (M 562358) y ya no dependieron más de la AISA. A partir de entonces pasaban todos los fines de semana, las navidades y, sobre todo, los veranos, en la flamante casa de Seseña.

A Vicente le tocaba levantarse a las seis para ir a Madrid a la oficina, y Viri trabajaba con muchas más incomodidades que en su casa de Madrid, pero los tres niños, o, mejor dicho, los dos adolescentes y la niña pequeña -Gema había venido cuando ya no se estilaba- se lo pasaban en grande.

Las tardes eran lo mejor: Vicente, después de la siesta, se ponía a regar los setos y los dos chopos, e incluso los tres árboles de la calle que correspondían a la cerca de la casa. Dejaba la manguera correr y se sentaba a leer en una mimbrera ante la puerta, en una zona que por dar al norte estaba casi fresquita. Ante esa puerta cayó casi todo Frederick Forsyth y casi todo Lapierre y Collins. Viri lo dejaba regando y leyendo y bajaba al pueblo (el chalet estaba un pelín retirado y en alto) y pasaba la tarde con sus hermanas: O bien en la ventana de la casa de Carmen (la mejor ventana de Seseña, con dominio absoluto de toda la plaza Bayona y al mismo tiempo en un retranqueo discretísimo, desde donde se podía gacetear a placer sin descaro), o bien en la plaza de la iglesia, ante la casa de su hermana Nandi. Siempre había novedades y, sobre todo, muchas visitas y mucha tertulia.

Mon y Nando salían con sus amigos (cada uno con los suyos, porque se llevaban dos años y eso era un abismo), montaban en bici, jugaban al fútbol, y Gema, la pobre, como era tan pequeña, tenía que ir con su madre a estar con sus tías.

(Inciso: Al seto inicial Vicente le fue añadiendo unas adelfas y unos rosales. Los chopos fueron talados porque causaron un pequeño desastre: Sus raíces invadieron el pozo negro y una especialmente atrevida llegó desde él al manguetón del inodoro, provocando un tapón y una avería considerable(1). Tras aquello, en uno de los alcorques huérfanos nació espontáneamente una higuera, y menos mal, porque según la tía Mercedes el año en que se planta una higuera muere alguien de la familia. Esta no había sido plantada, por lo que ella dijo que la familia estaba a salvo; y en efecto: Se cumplió el año y no murió nadie. En el otro alcorque Vicente plantó un ciruelo, este sí que aposta y a conciencia).

La casa tuvo años de gloria, de esplendor y de alegría, pero Vicente y Viri se fueron haciendo mayores y cada vez iban menos. Vicente conducía ya muy mal (nunca había sido muy bueno, pero ahora era un peligro) y Viri no sobrellevaba bien las incomodidades de la casa, aunque reunirse con sus hermanas le daba la vida. Pero el caso es que por una cosa o por otra les daba cada vez más pereza, con lo a gusto que estaban en su piso de Madrid. Y los hijos, excepto el mayor, iban haciendo su vida por otros sitios.

En resumen: La casa de Seseña fue decayendo poco a poco y acabó por quedar semiabandonada. Gema vivió una temporada en ella, pero no terminó de consolidarse.

jueves, 20 de agosto de 2020

Plagiar a Faulkner

Documento gracioso: carta de ediciones Du Seuil rechazando mi novela (Crónica de San Gabriel). Este rechazo me lo esperaba bien, pero lo que me divierte son las razones que dan. El lector habla de una "aplastante influencia" de Faulkner. Ahora bien, jamás he leído una sola línea de Faulkner (de lo cual me avergüenzo). Es uno de esos autores frente a los cuales, por ignorarlo, siento un complejo de culpa.
Julio Ramón Ribeyro(1)


A pesar del título, en esta entrada no voy a hablar de Faulkner. Es solo que la cita de Ribeyro me ha dado pie a comentar lo que sigue.

William Faulkner

Y, ya puestos a aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid, no tengo más remedio que poner esto:


Respecto a la novela de Ribeyro, la "aplastante influencia" de Faulkner se podría deber, en mi opinión, a uno de estos tres motivos:

1.- Ribeyro nunca había leído a Faulkner, pero leía (y admiraba) a algún autor muy influido por aquel. Sería, por tanto, una influencia indirecta o de segunda mano.

2.- El ambiente en el que escribía Ribeyro, y su actitud ante él, y su forma de expresarlo, y la cultura narrativa en su entorno y demás circunstancias eran similares a las de Faulkner. De este modo, Ribeyro podría ser un segundo Faulkner espontáneo, natural, inevitable.

3.- Ese lector de la editorial, y solo ese, ávido lector de Faulkner, veía coincidencias donde objetivamente no las había: Era una obsesión del lector, que sí que estaba muy influido por el novelista estadounidense.

En cuanto al pseudoFaulkner de Amanece, que no es poco (por cierto, ¿es a mí solo o a alguien más se le da un cierto aire ese actor argentino, Arturo Bonín, a Faulkner?), ¿ha plagiado voluntaria y fraudulentamente Luz de Agosto o le ha salido así? ¿Ha hecho un Pierre Menard?(2)

En este sentido, menciono también la canción My Sweet Lord, de George Harrison, que fue un evidente plagio de He´s so Fine, de Ronnie Mackque todos podemos comprobar, pero que finalmente quedó sentenciado como plagio involuntario. Y eso a su vez me recuerda a lo de Paul McCartney con Yesterday, que estaba probando en el piano y le salió sola, y le pareció tan buena y le había salido tan fácil que pensó que había tocado inconscientemente una música que había oído y se le había quedado dentro. Y les tocó la melodía al piano a todos los que tuvo a mano, para que alguien le dijera de quién era. Le costó convencerse de que la música era suya.

miércoles, 12 de agosto de 2020

La segunda muerte de Anaick Fisac (y II)

El otro día dejé en el aire dos preguntas (que en realidad es una) y desde entonces he recibido algunos mensajes en uno y otro sentido. Ya dije que me temía que esta entrada iba a ser polémica. No me preocupa que lo sea; sí ser capaz de expresar mi opinión con claridad.

Para empezar: La inmensa mayoría de los arquitectos (todos, salvo algún impresentable) ya sabemos que nuestro trabajo está al servicio de la sociedad, en general y en abstracto, y de quien nos lo encarga, en particular y en concreto.

He proyectado y dirigido las obras de muchas casas, seguro que de demasiadas, y casi nunca he sido capaz de plasmar el tipo de arquitectura que a mí más me interesa. Siempre he aconsejado con toda sinceridad a mis clientes, pero también me he adaptado a sus deseos. Por lo tanto, he agotado balaustradas, he extenuado canecillos, he hastiado arcos de ladrillo, he estragado mamposterías... Al menos he pretendido que bajo ese falso y postizo maquillaje que siempre me ha parecido impropio hubiera un organismo que funcionara, que fuera cómodo. Pero a menudo no he conseguido ni siquiera eso.

A los arquitectos siempre se nos acusa de chulos, de prepotentes, de jactanciosos, con nuestros absurdos diseños que nadie quiere y a nadie gustan. Pues yo os digo que al revés, que la inmensa mayoría pecamos de lo contrario, de aceptar sin apenas lucha las soluciones triviales que proponen los clientes. Ojalá hubiera sido yo un poco chulo, prepotente y jactancioso, para mayor placer de mi trabajo y, sobre todo, sí, sobre todo, para haber dado mejor servicio a sus dueños.
Quien se quiere hacer una casa se ve metido en un berenjenal en el que (naturalmente) no sabe orientarse, y sin embargo rara vez confía en el arquitecto que (por obligación legal) le va a hacer el proyecto. Parece hacer caso a cualquier otro antes que a quien va a pagar por diseñar su hogar.

Me atrevo a pensar que ese problema no es exclusivo mío, sino bastante común. No hay más que ver a derecha e izquierda los chalés, los bares, las tiendas, las naves industriales, los hoteles... todo. En todas partes vemos la misma banalidad, los mismos lugares comunes, la misma falta de intención, de ideas y de ganas.

Así que sí, lo reconozco: La mayoría de los arquitectos no somos petulantes, sino solo mediocres. En ese sentido no hay más que añadir. Los adosados lo certifican. "Es lo que quiere la gente", dicen los promotores. Lo dejamos ahí por ahora.

Abro otro melón: Hace veinticinco años leí con una honda emoción Mortal y rosa, de Francisco Umbral, un libro bellísimo, emocionante y muy doloroso. No pude entender cómo alguien puede escribir una cosa así, por lo exquisito de su forma y por lo desgarrador de su contenido. Umbral perdió a un hijo de corta edad y le escribió esta maravilla. ¿Cómo se puede hacer algo así? Yo supongo (y espero seguir nada más que suponiéndolo durante el resto de mi vida) que ante una tragedia tan horrible uno se vuelve loco, se hunde, es incapaz de hacer nada. Pero al parecer no es así. Cuando se le dedica la vida entera a la escritura, a la pintura, a la arquitectura, a la pasión que sea, todos los desgarros del corazón tienen su reflejo en el trabajo, en la obra. Al parecer es la única forma de intentar canalizar el dolor.

Mortal y rosa: Un sorprendente y emocionante monumento literario de Francisco Umbral
Claude Monet, Camille (su esposa) en su lecho de muerte. 1879

(Otro ejemplo emocionante pero a la vez siniestro: Camille Monet murió a los 32 años. Qué atrocidad. El pintor, destrozado de dolor, la pintó. ¿Qué otra cosa iba a hacer, si pintar era su única manera de expresarse, de mirar, de pensar, incluso de rezar?)