martes, 30 de marzo de 2021

Profesional y artista

Hace treinta años en mi pueblo no había ninguna peluquería, así que empecé a ir a la de un municipio vecino, al que por entonces iba a casi todo porque aquí no había casi de nada.

Mi pueblo creció, creció mucho, y ya tiene varios peluqueros, pero yo sigo yendo al mío de siempre. Me acostumbré a él, me gusta y no he encontrado ningún motivo para cambiar.

Sin embargo, ahora, a causa del cierre perimetral por el COVID, no puedo ir a mi peluquería porque ese municipio, si bien lindante con el mío, está en otra comunidad autónoma. Así que me armo de valor y decido ir al peluquero al que va mi hijo menor, a cincuenta metros de casa.

Voy algo asustado, porque mi hijo, y sobre todo sus amigos, gustan de esa moda de no tener pelo al sur del ecuador de la cabeza, y de tenerlo abundante, fosco y saltarín al norte de dicha línea, y yo, la verdad, no me veo así.

Acudo a la peluquería ensayando todo tipo de argumentos, pensando negociaciones, estudiando incluso amenazas al desaforado criminal que va a subirme el centro de gravedad de mi cabeza al menos un par de centímetros. (También, por qué no confesarlo, voy con la resignación y el buen conformar de que un nefasto corte de pelo no es para siempre, y de que ya crecerá y algún día podré volver a mi peluquero a que deshaga el entuerto mientras yo derramaré lágrimas de gratitud porque la vida vuelva a su cauce).

Pero cuando entro veo que el peluquero es un señor de unos cuarenta años con un aspecto serio y decente y un corte irreprochable. (A lo mejor no tenía que haber venido aquí, sino a la peluquería donde se lo cortan a este hombre; pero en todo caso él es consentidor de este tipo de corte y lo asume para sí).

Entonces tengo un irrefrenable optimismo y una ciega esperanza en que a lo mejor no le tengo que explicar demasiado y me entiende a la primera. Así es: Apenas me salen las palabras. No nos conocemos y le tengo que aclarar toda mi vida, mis gustos, mis anhelos, mis convicciones. No sé muy bien qué decirle y lo resumo con:

-Así, como lo tengo, pero cortito.

Él me dirige a una bacía, me lava el pelo sin hablar, me pone el delantal, me protege el cuello con papeles engomados y corta.

Yo no digo una palabra. Que sea lo que Dios quiera.

miércoles, 24 de marzo de 2021

El juego como oración

Hace tiempo escribí aquí sobre una formidable ermita del arquitecto Julio César Moreno Moreno y hoy vengo a escribir sobre esta otra, suya y de Susana Velasco, que acabo de descubrir, y que está muy próxima a aquella.

He visto esta foto y mi primera impresión ha sido: "¿Qué ha pasado ahí? Eso ha colapsado". Pero ha sido un segundo.

La verdad es que si solo se ve esa foto puede dar esa impresión. Son unas tablas de madera basta en medio del campo, que componen una figura en la que no hay ninguna línea horizontal ni vertical. Nuestro instinto y nuestra costumbre tienden a pensar que aquello fue una habitual construcción horizontal y vertical, y tan precaria que se ha venido abajo, causando el retorcimiento de aquellas líneas antes derechas(1). Por otra parte, el material sugiere una construcción pobre, provisional y frágil.

Sin embargo, lo que sí podemos apreciar ya en esta foto es que el terreno no es horizontal. Ahí hay un desnivel, un repliegue. La "choza caída" no está descansando sobre el terreno; está más bien agazapada tras él. No es un soldado abatido en una llanura, sino uno resguardado en una trinchera y expectante.





Es una obra hecha sin apenas planos, una obra de espontánea adaptación a un terreno, espontánea creación de un espacio y espontánea expresión de un juego.

Colaboraron los artesanos locales y buena parte del pueblo. La obra es muy pequeña, muy barata y muy elemental, y fue acogida por sus destinatarios con felicidad.

Las maderas estaban en el taller desde hacía décadas. De estas cosas que tiene uno ahí y no tira porque "ya servirán para algo", y lo mismo los adoquines hexagonales: Estaban en el olivar de detrás del taller.

Se improvisó colocarlos sobre un mallazo para formar "fachada" y también para trasdosarlos con el propio granito que había salido de la pequeña explanación. Una especie de gaviones muy elementales y primitivos, habida cuenta de que el talud era muy firme y tampoco hacía falta mucho para sujetarlo.

Incluso dejaron visto el corte cuando salió roca.




Los arquitectos aprendieron mucho de los artesanos, se dejaron llevar por ellos y todos trabajaron juntos con un propósito común.

La obra iba pidiendo; había que escucharla y la supieron escuchar.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Por mi vida

Perdonadme quienes os asomáis a este blog esperando algún comentario sobre arquitectura o sobre temas relacionados con ella. Hoy os voy a decepcionar. Yo quisiera tener otro canal para contar lo que sigue, pero solo tengo este y voy a utilizarlo traicionando su línea habitual (si es que la hay). Lo siento.

Esta historia tiene bastante de morbosa porque me ha hecho apostar contra mi vida, y me parece curiosa. Su resolución, hoy mismo, ha sido rotunda y me ha sentado muy bien. A ver si sé hacer que os interese.

Hace una pila de años, siendo aún bastante joven, contraté un seguro combinado de vida y pensiones, que consistía en que si me moría por cualquier causa antes de cumplir los sesenta y cinco años les darían un buen dinero a mis herederos, pero si conseguía cumplir los sesenta y cinco me darían mucho más (prácticamente el doble) a mí.

Año a año se ha ido consolidando el capital y ahora, a un mes de cumplir los sesenta y uno, lo tengo ahí esperándome como una fruta madurada con los años.

Hago un solo pago anual, del que casi ni me entero porque está domiciliado (mejor dicho, me entero a posteriori cuando miro los movimientos de la cuenta) y aquello se va revalorizando solo, sin que yo le dé mayor importancia ni le preste atención.

Mejor dicho, no le prestaba atención hasta octubre del año pasado, cuando me llamó un agente comercial de la compañía de seguros. El muy canalla supo meterme el miedo en el cuerpo. Me dijo la suculenta cantidad de dinero que yo iba a cobrar cinco años después, pero me hizo ver que si, lamentablemente, no llegaba vivo a esa cita, mi mujer y mis hijos recibían apenas la mitad, los pobres.

Me habló del COVID y me dijo sin pudor que yo ya tenía una edad de riesgo y que ay de mí si lo pillaba. En fin, una fiesta. Una juerga. Y me propuso un seguro puente para estos cinco años. Por solo sesenta euros al mes yo podría hacer que mi familia cobrara íntegramente la cantidad gorda aunque yo palmara antes de tiempo.

Me dio muy mal rollo. Además yo soy de esos perezosos que están a lo que están (a lo mejor calculando una viga o a lo mejor leyendo un cómic o escribiendo en este blog) y que cuando les llama un comercial de lo que sea contándoles una película le dicen que no, que no les interesa en absoluto, y cuelgan. (Normalmente por la molestia que supone intentar entender la película que les están contando).

Más o menos hice eso, pero me quedó el runrún. Se lo conté a mi mujer. Por tres mil seiscientos euros (más o menos) aseguraría todo el capital. Me reconcomía apostar por morirme, pero al fin y al cabo eso es un seguro: En el de incendios ganas si se quema tu casa; si no lo hace estás pagando por nada. Y en el de vida ganas más cuanto más pronto te mueras.

Quino. Apostando entre la vida y la muerte

Por estos tres mil y pico euros yo ganaría una pasta si me moría. (Bueno, la ganarían mis hijos). Pero es que además si palmaba no iba a ser precisamente el último mes de la apuesta. Si fuera antes no habría llegado ni a pagar los tres mil seiscientos y ya estarían mis herederos agarrando el premio a mi previsión y a mi amor patriarcal. (Es que me emociono y todo. Qué buen padre y esposo soy).

Mi mujer y yo decidimos que sí, que lo iba a contratar. Yo fui quien más insistió. Después de haber planteado el asunto ya me parecía una cerdada retraerme y perjudicar con ello a mis hijos.

Llamé al comercial y le dije que sí. Se puso muy contento y me felicitó por mi sensata decisión. Me dijo que en breve se pondría en contacto conmigo el departamento correspondiente y me mandaría la póliza para que la firmara. También me dijo que probablemente me pasara un cuestionario de salud para que lo respondiera, pero que era un mero formalismo sin ninguna importancia.

Le dije entonces que cuatro años antes había tenido un episodio oncológico, ya felizmente superado pero del que me seguía haciendo revisiones periódicas, y me dijo que eso no tenía la menor importancia. Vamos, que me tendría que estar muriendo ahora mismo para que me rechazaran.

-Vale, pues muy bien. Me espero a que me llegue la póliza y el cuestionario, lo cumplimento, lo firmo y lo devuelvo.
-Estupendo. Pues desde ya mismo lo damos por hecho y te empezamos a pasar los recibos.

Estuve de acuerdo, y empecé a pagar el uno de noviembre.

miércoles, 10 de marzo de 2021

I sol tace

Mi estudio es un local en planta baja que da a un soportal. Tiene tres puertas de calle, una por cada módulo de la galería porticada. Un rollo, porque, aunque tengo una ligeramente resaltada por una placa, la gente que pretende entrar lo intenta hacer por cualquiera de las tres.

Están cerradas (esto no es una panadería), pero los visitantes pretenden que estén abiertas y empujan. Me levanto a abrir la puerta en cuestión, pero en ese momento el visitante se aburre de probarla y se va a otra de las tres. Todas tienen vidrio, y desde dentro lo veo forcejear. Intento seguirlo, pero vuelve a cambiar de puerta y estamos así un rato jugando al gato y al ratón.

Me digo siempre que lo que tengo que hacer es, esté el visitante donde esté, abrir la puerta principal (la que al parecer solo yo considero principal), que además -dado el amueblamiento interior- es la mejor para acceder, y esperarle en ella. Pero de pronto llaman a mi espalda y se me olvida. Mi instinto me lleva a acudir allí y de nuevo juego a las persecuciones.

Hoy ha venido uno en ese plan. Hemos estado un ratito fintando y driblando. Y encima me he liado con la mascarilla mientras le seguía. No; la cosa no ha empezado nada bien. Y a partir de ahí no ha hecho más que empeorar.

Al fin le he abierto, lo he hecho pasar y le he sonreído con mi mejor sonrisa mientras le brindaba asiento.

Se ha sentado y me ha empezado a contar una historia llena de sordidez.

-Yo vivo en la calle X -aquí al lado-, en un chalet adosado. El anterior propietario amplió el sótano e hizo un apartamento.

-¿En el sótano?

-Sí. Tengo alquilado mi sótano a una familia. En realidad son dos apartamentos en el sótano. Lo que pasa es que el anterior propietario los hizo sin licencia, y yo los quiero tener legales. Por eso quiero que me haga usted un proyecto.

-Pero vamos a ver... ¿Dos viviendas en sótano y otra sobre rasante? Pero eso ya no es una vivienda unifamiliar... Además la habitabilidad en sótano... Y las plazas obligatorias de aparcamiento... Y también...

(Ufff. ¿Por dónde empiezo? Me sentía como Marcos Mundstock desde el minuto 5:03 hasta el 5:33 de este vídeo:)

(Aprovechad de paso para verlo entero, por favor. Esther Píscore es uno de los hitos de la Humanidad)

-Tranquilícese...

-No, si yo estoy muy tranquilo.

Apenas me he atrevido a decirle, y muy suavemente, que en las normas de este municipio no se admite la habitabilidad bajo rasante. No me ha entendido (los malos veredictos nunca se entienden), pero como esa casa está a cinco minutos andando de mi estudio y como en el fondo tenía una enorme curiosidad por si iba a ver un rascainfiernos (uno siempre espera el milagro), he accedido a ir a ver aquello por la tarde.

A las cuatro y media me he plantado como se plantó Dante ante la puerta del infierno. En el comienzo de la Divina Comedia cuenta que se encuentra en una selva oscura. Unas fieras le amenazan y ve que está perdido. Cae a un profundo lugar en el que el sol calla (I sol tace). Es el infierno.

Divina Comedia. Grabado de Gustavo Doré

El dueño me estaba esperando en la entrada. Desde la calle hay una rampa que baja un metro aproximadamente hasta la puerta del garaje, y la planta baja de la casa está elevada un metro y medio más o menos. Es decir, el sótano es un semisótano. Me he imaginado las escasas ventanas de atrás y cuánto partido les habría tenido que sacar el intrépido zulista.

Confieso que tenía curiosidad. He accedido a la planta baja, he saludado a una mujer y a un niño que se ha escondido tímidamente. Me han hecho salir al patio trasero y me he quedado de piedra. La ampliación que había hecho el anterior propietario consistió en prolongar el semisótano original del garaje hasta ocupar toda la parcela. El patio completo de la casa era, por lo tanto, una terraza al nivel de la planta baja a un metro y medio por encima de los patios de las viviendas colindantes por los lados y por atrás. En el suelo de esa terraza no había ni siquiera una claraboya, ni un tragaluz, ni una baldosa translúcida. Nada. El sótano debía de ser verdaderamente el infierno dantesco.

martes, 2 de marzo de 2021

La unidad churro

La profesión nos lleva por donde quiere, y a mí me ha llevado durante tres décadas y media de pueblo en pueblo, a salto de mata, sobre todo por la provincia de Toledo. También por la de Madrid y, muy esporádicamente, por las de Cuenca y Ávila.

En estos trotes he salido a menudo de casa muy temprano y en ayunas, con la esperanza de desayunar de paso por algún pueblo. Mi colección de fracasos ha sido escandalosa. El último hoy mismo.

Ayer por la tarde quedé telefónicamente con un cliente para verlo hoy a las nueve de la mañana en su casa, que está en un pueblo de la provincia de Toledo por el que he pasado de largo varias veces, pero que no conocía. Así que, previendo que iba a levantarme temprano y que iba a tomarme en casa tan solo un café bebido, y escarmentado de pasar por cada pueblo intermedio con los ojos atentos y sin ver ningún local mínimamente hospitalario (para acabar desayunando en un antro un desabrido café con una antipática pareja de magdalenas industriales en camisa de plástico)(1), me documenté. Tiré de Google y le pedí que me buscara churrerías en ese pueblo o en otro cualquiera de mi camino. ¡Bingo! ¡En el de mi destino había una!

Más interesado en ver su ubicación que la de la casa de mi cliente, vi además unas cuantas reseñas muy favorables. Pues asunto resuelto: Hoy iba a desayunar como un sátrapa oriental pero castizo: un buen café con leche (o a lo mejor hasta un chocolate, ya ves tú) con un par de porras (o a lo mejor tres, que de perdidos al río).

Así que hoy he ido confiado a ese pueblo, sin necesidad ya de pasar por los intermedios mirando a todos lados buscando algún sitio medio decente y con riesgo de tener un accidente. No: Hoy iba sobre seguro. Iba a un pueblo próspero y civilizado que tenía churrería. Mi mirada al frente, mi pulso firme, mi determinación optimista y confiada.

Pero cuando por fin he llegado he visto que la churrería estaba cerrada. Y debía de llevar cerrada más de cinco años, a juzgar por la mierda que había acumulada al pie de la puerta y por lo roñosa que estaba esta.

Y me he encontrado de nuevo en un sitio inhóspito de la España Deschurrada, sin saber dónde y cómo podría desayunar. Y me han venido de golpe toda el hambre y todo el desaliento. Más que hambre, un vacío triste y macilento en el estómago estragado. Qué ganas de llorar.

He preguntado a uno que pasaba por la calle y me ha mirado con cara rara, como diciéndome que la gente decente desayuna en casa. Me ha señalado la plaza del ayuntamiento y me ha dicho que ahí había dos bares.

He ido, me he asomado, y he comprobado que, en efecto, la gente decente desayuna en casa, y a los bares va por la mañana a tomarse el carajillo o el botellín con "alcahueses". He mirado primero en un bar y luego en el otro y no he visto sobre los mostradores no digo ya unos churros, sino al menos bollos, bizcochos, magdalenas... nada. Así que he salido a la calle, he visto una panadería, me he comprado una bolsa de palmeritas industriales muy pringosas y me he ido con ellas al coche, donde me las he comido a palo seco.