domingo, 8 de agosto de 2010

Kitsch

Me gusta consultar el diccionario de la Real Academia aunque sea un diccionario muy genérico, como el pato, que hace muchas cosas pero ninguna especialmente bien. (En estos tiempos de superespecialización me gustan los patos).
Pues el DRAE define el término kitsch como “dicho de un objeto artístico: Pretencioso, pasado de moda y considerado de mal gusto”. Yo creo que están mal las tres cualidades. Si acaso puede valer la primera, porque el kitsch pretende lo que no es, y en ese sentido sí es "pretencioso". Lo de “pasado de moda” no viene a cuento, porque el kitsch ni está de moda ni se pasa de moda. (El propio concepto de moda y de estar a la moda es muy kitsch). Y lo de “mal gusto” es lo típico. En todas las definiciones del kitsch, tanto del DRAE como de otros diccionarios, tanto de esta edición como de las precedentes, siempre aparece el inevitable sambenito del “mal gusto”.

Pensemos en el mal gusto ¿Es de mal gusto este cuadro de Goya?



Para mí sí, sin la menor duda. Me parece un cuadro tremebundo, de muy mal gusto, que yo nunca pondría en mi salón. También me parecen de muy mal gusto casi todos sus grabados de Los Caprichos y de Los Desastres de la Guerra.
Pero no tienen nada de kitsch.











¿Y estos dibujos de Leonardo?

También los veo “de mal gusto”.





Sin embargo, esta figurilla de Lladró me parece de muy buen gusto:



















Como también me parecen de muy buen gusto el embajador y los demás invitados de Isabel Preysler y el guardarropa y demás faramalla de Josemi Rodríguez Sieiro, y también el estilo del saxofonista Kenny G. Mucho más que el de Ben Webster, de quien hablamos el otro día.

Si el otro día discutíamos sobre la pertinencia de seguir utilizando el término “belleza”, con la que está cayendo, no digamos nada de usar la expresión “buen gusto”. La mera idea de que algo pudiera ser “de buen gusto” es kitsch. Es la esencia del kitsch.
El kitsch no nos repugna porque sea feo, sino porque pretende ser bonito, y a menudo (¡ay, Dios!) lo es.
El kitsch es un fraude, una mentira, que suministra una buena excusa seudoestética y seudoartística a la gente a la que el arte no le interesa en absoluto, pero que quiere tener esa sensación tan agradable de la fruición estética, que, encima, les hace sentir buenos, felices y cultos. No quieren complicaciones ni dudas, ni debates, ni dolores de cabeza. Quieren sentirse como recién duchados y con un albornoz petado de suavizante.
El flamenco y el jazz pueden doler, pero Luis Cobos es muy agradable.
Aquí se explica mucho mejor. ¡Me aburro, Beethoven!


Al final de este último vídeo vemos otra característica típica del kitsch: el espectador, el usuario, el fruidor de la obra, es profundamente agradecido y sublima la emoción seudoestética. Obsérvense los aplausos a Luis Cobos. (Por cierto, el otro día le dieron en Madrid a Plácido Domingo un aplauso de veinticinco minutos. El tenor no está en su mejor momento, pero sus oyentes, no muy acostumbrados a la ópera, y conscientes de que no le volverán a ver jamás, no podían creer tamaño privilegio. Levitaban, y en el fondo se aplaudían a sí mismos, o, mejor dicho, aplaudían ese momento mágico, ese milagro. Por muy bien que cante un tenor, hacerle salir a saludar veinte veces es de bobos, pero esos bobos tienen que creerse que asisten a un milagro).

1 comentario:

  1. para seguir con tu reflexión, me atrevo a sugerir dos lecturas de Unberto Eco publicadas por Lumen.
    Historia de la Fealdad, e Historia de la Belleza
    salu2

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