martes, 17 de agosto de 2010

El esmero de Mies

El arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe dijo que la arquitectura empezaba en el momento en que se ponían dos ladrillos con esmero uno junto al otro. Casi podríamos decir que para él la arquitectura empezaba y terminaba ahí. Nunca quiso enredarse (públicamente) con disquisiciones filosóficas (aunque se interesaba mucho por la filosofía) ni entró en discusiones estéticas, ni siquiera funcionales. Sólo le interesaba la construcción. (Eso decía él, pero creo que no es del todo cierto. Le interesaba la metaconstrucción, la sublimación de la construcción).
Mies no fue un arquitecto funcionalista ni racionalista. En sus edificios no le interesa nada la función. Mies fue platónico.
Curiosamente, Mies no se hizo nunca una casa para él. Estuvo años viviendo en un hotel en Chicago. Sus casas no eran “máquinas para vivir”, sino templos. Vivir, vivir, se vivía mucho mejor en los hoteles.
El esmero de Mies es fanático, paranoico, maniático, pero es que su arquitectura es igualmente maniática.
Cuando empezó, su obra era correcta y esmerada, limpia. La obra de un artesano que había aprendido el oficio como aprendiz de cantero y de estucador, y que tenía un talento innato para construir limpiamente. Sin más.
Pero a medida que pasó el tiempo Mies dejó de ser un arquitecto para convertirse en un ser sobrehumano, heroico, capaz de crear arquetipos que estuvieran al otro lado del mito de la caverna.
Mies hace una casa y se propone que sea un paralelepípedo de vidrio y acero. Eso sería una tontería (como tantísimas secuelas que vemos por doquier) si el desafío no llegara hasta el final: Una caja pura. Esto es, una estructura vista de acero cuyas soldaduras no se vean. ¿Es eso posible? No. Pero Mies lo ha hecho.

Cuando fue profesor en el IIT, empezaba por enseñar a sus alumnos a afilar el lápiz. Decía que era la lección más importante. Les ponía a afilar y luego tenían que trazar diez paralelas en un milímetro. Al cabo de un año conseguía que la unión de dos líneas en ángulo recto (¿es que hay otro ángulo?) fuera perfecta.

Mies hizo que los estores enrollables del edificio Seagram tuvieran sólo tres posiciones: subidos del todo, bajados del todo y a la mitad. Y esto tras duras negociaciones. No podía tolerar que el capricho de los usuarios restara orden a su obra. Le habría gustado que a cierta hora todas las cortinas del edificio estuvieran abiertas, a otra hora cerradas y a otra a la mitad, pero eso no lo pudo conseguir, y tuvo que soportar el caos y el desorden de que cada uno hiciera con su estor (y con la luz eléctrica) lo que le apeteciera.


Mirad, mirad las tres posiciones:


Los tornillos de los junquillos de las carpinterías tenían que estar en la misma posición, todos con las ranuras de las cabezas paralelas al vidrio. Y si eran de estrella, la cruz tenía que ir en la dirección de la estructura: paralela y perpendicular a fachada.
La famosa silla Barcelona tiene un cruce que no me explico. Hay por ahí una versión barata en la que se ve el pegote, pero en la buena no se ve nada. Iba a escribir “no se ve un fallo”, pero recapacito en que “no se ve el cómo”. Ya la mera materia es un fallo para Mies; por eso dije antes que Mies no es constructor, sino metaconstructor, constructor metafísico. Yo no consigo entender cómo está hecha la maldita silla, porque si las pletinas se cruzaran, si estuvieran soldadas, se vería algo por algún sitio, y no se ve nada de nada.


Mies no es sólo el arquitecto del esmero. Lo suyo no es esmero. Mies es el hombre cabreado con Platón que no acepta que sus obras sean pálidos reflejos del arquetipo, y que construye el arquetipo. Los pálidos reflejos los hacen los arquitectos de todo el mundo parodiando su estilo, pero sin su irreductible locura transplatónica.

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