Soy un pésimo lector de poesía. Mi mente me castiga a no alimentar evocaciones, a no dejarme llevar, a no disfrutar de la mera sugerencia, de la mera ensoñación, del mero estímulo. Mi mente quiere comprender, hacer un esquema, una estructura, un argumento. Estoy mucho más cómodo, mucho más en mi ambiente con la narrativa que con la poesía. En la narrativa sí admito, e incluso disfruto, saltos en el tiempo y en el espacio, tramas divergentes, voces variadas e incluso contradictorias: Las intento encajar en una estructura y a menudo lo logro. Pero con la poesía no suelo entender nada. O, mejor dicho, nunca lo entiendo todo.
Me intento convencer a mí mismo de que en la poesía no hay que entender. Hay que percibir y sentir. Hay que disfrutar de la belleza y de la sorpresa. Hay que tener el valor de asomarse a la maravilla y de dejarse atravesar por ella. Sí. Lo sé. Pero mi yo mezquino, mi yo racionalista (y funcionalista) se pregunta: "¿y entonces qué?", "¿y esto qué significa?", "¿y por qué?", y se queda insatisfecho.
Si frecuentáis este blog os habréis dado cuenta de que me gusta explicar tanto lo que muestro como lo que pienso, a veces incluso con alguna pesada prolijidad. De la misma manera me gusta que me expliquen las cosas, y la poesía no suele explicar nunca nada.
Aun así leo poesía; no tanto como leo novela, ni mucho menos, pero la leo. (Algo. Poco). Y la subrayo. La subrayo pensando con arrogancia que señalo lo más evocador y fantástico, pero me temo que lo que señalo es lo que entiendo, que no solo no es lo mismo sino que seguramente sea lo contrario. Lo evocador y lo fantástico debe de ser lo que no entiendo, y precisamente porque no lo entiendo.