lunes, 3 de noviembre de 2025

Soberbia

Hace muchos años, cincuenta, una eternidad, le conté a un cura que quería estudiar arquitectura, y él me dijo que qué profesión tan bonita, que consistía en hermosear la obra de Dios. A mí aquello me produjo tal sofoco que aún lo recuerdo. ¿Cómo iba yo a poder hermosear la obra de Dios? ¿Cómo podría hacerlo alguien? Desde entonces lo he pensado muchas veces, y a lo único que soy capaz de llegar es a que bastante bien nos podríamos conformar si no la cagáramos demasiado, si no dejáramos tantísima mierda ni tantísima rutina, vagancia, mezquindad y fealdad como dejamos.

Leo ahora esta frase de Paul Auster, pero que podría ser de cualquiera porque es un lugar común, una obviedad:

Es algo que no tiene que ver solo con los arquitectos, sino con todo el mundo: dejar el mundo más limpio, reciclar, plantar un árbol o hacer un jardín, arreglar alguna cosa, dejar algo de mérito, y no me refiero a una obra maestra (eso está al alcance solo de tres privilegiados), sino a una cacera, a un jersey, a una mesa de pino, que tendrán una vida limitada, pero que alguna vez habrán servido para algo y que, ojalá, alguien pueda seguir usando y disfrutando durante algún tiempo más tras nuestra marcha.

Me refiero, por supuesto, a esa historia que una vez escuché atribuida a Cicerón y que, a fuerza de buscarla y de no encontrarla, he acabado por pensar que es un lugar común y no una anécdota real del gran romano. Pero es hermosa. Cuentan que Cicerón, ya anciano, estaba plantando un melocotonero, y un amigo lo vio y se burló de él, porque esos árboles tardan muchos años en crecer y dar fruto y el viejo agricultor aficionado cometía una gran estupidez si esperaba llegar a comer esos melocotones. Él le contestó que había disfrutado de los melocotones desde niño, y eso era porque alguien había plantado melocotoneros antes de que él naciera. Por lo tanto él les debía ese mismo placer y ese mismo regalo a quienes vinieran detrás de él.

Dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos también es añadir algunas risas que sin nosotros no habrían existido, y amigos, y besos, y payasadas. Algo que apenas valga nada, pero que ese "apenas" sea un número muy pequeño pero positivo, un cero coma y luego muchos ceros, pero al final un unito. Un pequeño átomo a sumar.

Si me permitís rizar la analogía, también lo pienso cada vez que entro en un aseo público: "Déjalo un poco mejor que como lo encontraste, un pelín más limpio, una nada, una insignificancia, pero mejor que como lo encontraste. Y si eres un cenutrio absoluto, por lo menos déjalo igual". Pero lo hacemos justo al revés: entro en un aseo tan guarro, que me da tanto asco que meo desde lejos; y lo dejo aún peor. Así vamos por la vida. Así dejamos el mundo.

Y pienso también, por supuesto, y cuanto más viejo soy más lo pienso, en el emocionante final de la película Saving Private Ryan (en España Salvar al soldado Ryan).

-Dime que he vivido dignamente.
-¿Qué?
-Que soy una buena persona.
-Lo eres.

¿Y yo? ¿He sido una buena persona? Creo que en general sí. Con cobardías y debilidades bastante vergonzosas, pero creo que he sido, en general, y en el buen sentido de la palabra, bueno.

¿Pero he sido buen arquitecto? ¿Dejo en el mundo algo construido que valga la pena? Creo honradamente que sí, que he hecho alguna cosa que está bien, es útil y casi hermosa, pero también sé con total certeza y sin la menor falsa modestia ni disimulo que he hecho muchas muy malas, feas, incómodas, inadecuadas, inútiles, y que son más estas que aquellas; de manera que mi saldo es negativo, así que si nunca hubiera sido arquitecto, si jamás hubiera diseñado nada, el mundo sería mejor que tras perpetrar mi obra.

Qué mazazo me acabo de dar.

El año pasado, y al principio de este, escribí una serie de entradas sobre la melancolía. Entre otras cosas, allí dije que, de los cuatro humores clásicos, la melancolía es el característico de los arquitectos. Ahora añado que la mezcla explosiva del arquitecto es melancolía más soberbia. Soberbia por querer mejorar la obra de Dios, como me dijo aquel cura remoto, y melancolía al constatar con toda claridad que no podemos, pero que no solo nos quedamos en la inopia y en la impotencia, sino que la estropeamos con saña. Dejamos el váter más sucio que como estaba, y encima agotamos el papel higiénico. Y no plantamos un melocotonero, como Cicerón, sino plantas de crecimiento rápido y de fácil e inmediata pitanza, que esquilmen el suelo y lo quemen, que lo dejen todo hecho un erial para que podamos tener un superfluo y estúpido penúltimo capricho.

Sí, la arquitectura, como la venta de cuadernos, la fabricación de estropajos, la preparación de almácigas y todo lo demás, es una actividad ética. Si no, no es nada más que ventosidad y flatulencia.

Decidme que he vivido dignamente; que soy una buena persona.

No hay comentarios:

Publicar un comentario