Hay una película, quizá bastante "menor" y que solo he visto una vez y hace muchísimos años, pero que se me quedó bien grabada en la memoria. Su título original es Being There, que en España (¡ay!) se cambió por Bienvenido Mr. Chance). (Al vicio de traducir testicularmente unieron el de omitir la coma del vocativo).
El protagonista de la película -personaje que representa Peter Sellers- es un jardinero con escaso cociente intelectual que, por circunstancias casuales, da con alguien que interpreta sus simplezas como agudísimos comentarios llenos de dobles intenciones y significados sofisticados, y toma esos comentarios como consejos inteligentísimos y los sigue. Interpreta como alegorías o metáforas muy penetrantes lo que solo son bobadas.
Yo tuve la suerte de que me pasara lo mismo.
Mi querido profesor Juan Daniel Fullaondo me apreció mucho (en seguida veremos que más de lo que yo merecía) desde el primer día. Él era un hombre cultísimo y muy intelectual, que daba unas clases de proyectos llenas de referencias cruzadas y puentes interdisciplinares. Era difícil seguirlo, pero yo alguna vez pillaba el dato e incluso hacía algún comentario, que a él le parecía interesantísimo. Y, sobre todo, le encantaba que algunos le siguiéramos el rollo.
A mí me gustaba mucho que siendo tan culto no fuera nada pedante. Tenía un sentido del humor que siempre navegaba por encima de toda esa erudición, y para él era tan natural sacar a colación a Joyce o a Borges para reforzar una opinión arquitectónica, musical o pictórica, como a Las Virtudes o a Cantinflas. Y lo digo literalmente: a menudo empezaba a hablar, por ejemplo, del afeitado de Buck Mulligan en la torre Martello, y lo empalmaba sin solución de continuidad con el juicio a Cantinflas en Ahí está el detalle, sacando siempre conclusiones inteligentes y creativas. Yo disfrutaba mucho con eso y, en la medida de lo posible, colaboraba con alguna parida que él celebraba con entusiasmo.
De acuerdo: él magnificaba algo que realmente había en mí. Le daba más importancia de la que tenía, por supuesto, y lo exageraba, pero por lo menos sí que había algo. Yo leía bastante desde niño y tenía buena memoria para acordarme (más o menos) de lo que había leído, así que podía entender bastantes referencias e incluso completar alguna. Él pensaba que yo era más culto de lo que en realidad era, pero vale: algo sí que había.
Sin embargo, en alguna que otra ocasión (y recuerdo especialmente una) mi mente estaba completamente ayuna, y él ya no engrandeció esa nada imposible de engrandecer, sino que creó directamente lo que no existía.
Comentó un concepto complejo del que yo no había oído hablar jamás, y que procedía de un autor importantísimo a quien yo nunca había leído. A veces uno puede soslayar su ignorancia asintiendo ligeramente, sin comprometerse a más y sin intervenir; dejando pasar el apuro y esperando que la cosa se termine pronto y llegue otra. Pero esa vez él tenía ganas de insistir e incluso de profundizar, y me miraba pidiéndome opinión.
No tuve más remedio que tomar una decisión drástica: reconocer mi ignorancia total desde el principio. No podía alimentar su torrente de ideas con asentimientos de cabeza, ruiditos tipo: "ajá, ajá", ni sonrisas cómplices, porque el globo se seguiría inflando y acabaría por explotarme en las narices. Así que le confesé limpiamente:
-Perdóneme, pero no entiendo. ¿Qué es lo que quería decir Fulano con eso?
Él se calló, se quedó unos segundos pensando y al final estalló en una carcajada:
-¡Jajajaja! ¡Tiene razón! ¿Qué es lo que quería decir Fulano con eso? ¿Qué es lo que quería decir? ¡Jajajaja! ¡Señor Hernández Correa, es usted fantástico!(1)
Tomó por una enorme agudeza mía, e incluso por un descaro intelectual con el que ponía en crítica el pensamiento del prócer lo que no era más que desconocimiento total, ignorancia completa. Tanto apuro me dio que incluso le confesé que no, que no, que no pretendía hacerme el listo, sino que de verdad que no tenía ni idea, pero él siguió celebrando mi chispa.
(De tonto no tenía un pelo, y jugó a considerarme superingenioso en vez de superignorante porque le daba más juego, le hacía más gracia y, sobre todo, a mí me dejaba muchísimo mejor).
Siempre fue de una generosidad apabullante con todos sus discípulos, y yo disfruté mucho con esa injusticia.
Cada día estoy más convencido de esto: no hay en la vida nada más dulce que una injusticia favorable. Que tengas más amor, más amistad, más dinero, más salud, más respeto, más... de todo lo bueno, que los que mereces. Y yo veo que siempre los he tenido. Bendito síndrome del requeteimpostor, aunque en mi caso siempre haya sido involuntario. (Y eso lo hace bueno de verdad: que esas injusticias favorables no sean buscadas trabajosamente, sino que te vengan de gorra, como un regalo de los dioses).
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