jueves, 31 de julio de 2025

Una casa (2)

Tengo una imagen muy viva de mi tía Pepa asomada a ese balcón (el que está marcado con una elipse roja).

Llevaba un  jersey de color azul eléctrico, que he evocado tantísimas veces en mi vida que me vuelve a parecer que lo estoy viendo, y nos hacía señas, muy contenta.

He dicho que la imagen es muy viva, y también que llevo toda la vida rememorándola, pero no por eso ha de ser cierta. La memoria es una traicionera. No obstante, lo voy a contar como creo que lo recuerdo.

Mis padres acababan de comprar ese piso en Madrid. Yo tenía tres años (siempre he pensado que ese día que vi a mi tía Pepa en el balcón yo tenía tres años, pero vete a saber). Por lo tanto era (o debía de ser) el año 1963.

Veníamos de la Estación de Radio de Pozuelo del Rey, en cuyo poblado para empleados habíamos estado viviendo unos años. (Según me contó muchas veces mi madre, yo había dicho allí mi primera frase(1) y también, por lo visto, me daban unos enormes zumos de tomate en un vaso de cristal con lunares rojos. Y ya está. No puedo decir más de mi paso por la estación de radio).

Yo iba con mi abuelo Vicente, pasajeros en la cabina del camión de la mudanza, y cuando enfilamos la calle (que entonces era de dos sentidos) vimos a mi tía y nos pusimos muy contentos, seguramente porque nos sirvió de indicación de cuál era la casa, que no conocíamos.

Estrenamos ese piso. Toda esa calle, de nuevo trazado, se estaba construyendo al mismo tiempo, o casi. Ese fue mi entorno, mi barrio, mi mundo. Desde mis tres años hasta mis veintisiete, que me casé e hice el camino inverso del de mis padres (me volví al pueblo), esa fue mi casa.

Contar cosas de esa casa es contar mi vida, que es tan anodina como la de cualquier otra persona, pero a la vez tan irrepetible, tan fantástica y tan apasionante como la de cualquier otra persona.

Mi madre cocinaba de maravilla, y aún huelo sus sartenes y sus ollas en aquella cocina pequeña y oscura, pero deliciosa. Le gustaba inventarse historias de la gente, de la vecina del quinto D, del portero del bloque de enfrente, de una señora que tenía un perrito. Y era fabulosa. Tenía una imaginación bárbara. Yo quería ser aprendiz suyo y a veces echaba una leñita al fuego, aportaba algún detallito, pero ella sí que era buena.

Mis hermanos. Mi colegio. La biblioteca de mi barrio. Las tiendas. Y años después el 12. Mi carrera de arquitectura, para la que, por cierto, esta casa fue mi Neufert(2), supongo que como las casas de todos los estudiantes de arquitectura. Mi cuarto. La vecina de la ventana de enfrente de la mía... Qué os voy a contar. Tonterías, y al mismo tiempo tonterías importantísimas. Una vida.

Ya casado iba de vez en cuando de visita, pero poco después, cuando tenía mi estudio en Madrid, iba a comer con mis padres un día por semana. Estaban ya solos: sus tres hijos nos habíamos marchado. Pero se mantenían muy activos y charlábamos con mucha animación.

Poco a poco, año a año, íbamos envejeciendo. Yo ya era un señor más que maduro, con hijos mayores, que seguía yendo a ver a sus padres cada vez más ancianos.

Y entonces... Buá. Me pongo muy triste.

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He parado un rato. Sigo.

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Mis hermanos y yo vendimos el piso a unos inversores reformadores que iban a darle un cambio total. Tenía ya casi sesenta años (tres menos que yo, si mi recuerdo es cierto) y lo iban a redistribuir y a cambiar las instalaciones y los acabados. En fin, que lo iban a dejar en esqueleto y lo iban a rehacer.

Ni he vuelto ni quiero volver. Seguro que ha quedado precioso, pero no quiero verlo, ni siquiera desde la calle. No quiero ver caras ni caritas asomándose por la ventana de mi cuarto. Y sin embargo eso es lo que tiene que ser, que nuevas caras se asomen, que nuevos niños hagan sus deberes, que nuevos padres envejezcan. Que el ciclo de la vida se cumpla interminablemente.

Mi hermano y yo jugábamos al fútbol en el pasillo con una bola de tenis. Un día le puse tanto entusiasmo (y tan poco tino), que metí la puntera de mi pie derecho en la puerta del baño. Menudo boquete y menuda bronca. Mi padre, mañosísimo, la arregló. Mi padre lo arreglaba todo. Trabajaba en Telefónica, pero le daba igual encolar una silla que arreglar el motor de la lavadora. Ah, y hacía teles (las hacía más o menos donde he puesto la elipse). Yo presumía mucho de que toda mi familia tenía televisores marca Vicente Hernández. Yo -con  mis hermanos- heredé el piso, sí, pero ninguna de las habilidades de mi padre, ni la inteligencia de mi madre.

Bueno, y a lo que iba, que casi se me olvidaba. En todo lo que cuento, en toda la vida de esa casa, que es la vida de mi familia, ¿tiene algo que decir su arquitectura? Soy arquitecto y quiero creer que sí, que la forma, la orientación y el tamaño de la ventana de mi cuarto influyeron en mi manera de estudiar y de dibujar; que la distribución de las habitaciones tuvo mucho que ver en nuestra intimidad o falta de intimidad personal; que la escasa resistencia de las puertas de paso afectó para mal a mi prometedora carrera de futbolista. Pero no. La forma plácida en que mi padre leía novelas en su sillón, el olor de las patatas al ajillo de mi madre, las carcajadas de mi hermana y la férrea defensa y el hábil regate de mi hermano conformaron mi vida infinitamente más de lo que pudo hacerlo la arquitectura de la casa.

La arquitectura era el marco, el soporte, pero en el fondo la arquitectura, verdaderamente, sirve para muy poquito.


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(1).- "No se ve la tore de Camporerá". (Desde la ventana se veía en el horizonte la torre de la iglesia de Campo Real, pero ese día había niebla y no tuve más remedio que mostrar mi perplejidad ante tal fenómeno).

(2).- Ernst Neufert, Arte de proyectar en arquitectura, es un libro eterno, que no sé cuántas ediciones llevará ya. Y es mágico. Te dice cuál debe ser la anchura mínima de un pasillo, la altura de un peldaño, su huella, el radio de giro de un coche, de un autobús, la altura del tablero de una mesa, del antepecho de una ventana, el fondo de un armario... Todo. Pero quienes no teníamos el libro, que era caro, al menos teníamos una cinta métrica. ¿Altura de techo? la del de mi casa. ¿Anchura de puertas? La de las de mi casa. ¿Altura de barandilla? La de la escalera de mi casa. Y así todo.

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