viernes, 20 de marzo de 2015

Creación y construcción

El otro día escribí aquí sobre el placer y el misterio de dibujar, sobre el acto de conocimiento, creación y percepción que supone dibujar. Pero casi al mismo tiempo veredes ha sacado a la luz un "viejo" texto mío, en el que hablaba de la pasión de construir y en el que decía que cuando la arquitectura se queda en el papel y no se construye no es arquitectura.
En el proyecto está la concepción del edificio, y en él se encuentran anticipadas las principales cuestiones espaciales y constructivas. El mero dibujo ya convoca al geniecillo de la arquitectura.
Lo que pasa es que en los dibujos no están resueltos todos los problemas, ni mucho menos. Los más gordos se dan en la obra y hay que ser capaz de meterles mano. Hace falta una gran serenidad y un gran cuajo para sacar adelante una obra con tanta gente, tantos puntos de vista diferentes, tantos intereses, tantos tropiezos y tantos sinsabores.
El pintor Edvard Munch y el escritor Robert Louis Stevenson quisieron ser arquitecto e ingeniero de faros respectivamente, y sus familias les hicieron abandonar semejantes pretensiones (más sangrantemente la de Stevenson, que era precisamente de ingenieros constructores de faros). ¿Por qué lo hicieron? Porque ambos eran jóvenes enfermizos, y las personas que les querían bien les hicieron ver que para ejercer esas profesiones hace falta una salud de hierro.
En ese mismo sentido, Kevin Roche ha dicho a menudo que para ser arquitecto hace falta una gran fuerza intelectual y psicológica, una enorme resistencia mental y una determinación inflexible, pero también, además de todo eso, y sobre todo eso, una gran fuerza física.
(Conozco a un arquitecto que se mueve en silla de ruedas, y os puedo asegurar que tiene una enorme "fuerza física" y una "salud de hierro". Os pido que entendáis esto en sentido amplio).
Todo esto lo digo para decir que una cosa (fundamental) es dibujar, pero otra (decisiva y definitiva) es partirse el pecho, llegar a la amenaza física, a las manos, al chantaje e incluso a la faca para levantar un edificio y para que en el proceso siga siendo "nuestro" edificio y no se adultere demasiado ni se arruine ni se le vaya todo el gas.

Un compositor tiene una sinfonía en la partitura, y sólo queda que una orquesta la interprete. Tampoco en ese caso la música está entera en el papel. La interpretación es fundamental. Pero sí lo está mucho más que la arquitectura en los planos. La distancia (constituyente, íntima, orgánica) que hay entre el proyecto y el edificio es muchísimo mayor que la que hay entre la partitura y la ejecución musical. Además, al músico no le llega en plena ejecución el político de turno, o el cliente, o quien sea, para decirle que quiere que los fagots tengan más protagonismo, pero al arquitecto sí le mangonean en plena construcción, y le cambian cosas, y le obligan a rehacer y a reconcebir, y le adulteran todo sobre la marcha. Al compositor tampoco le paran la sinfonía por un hallazgo arqueológico, o por una protesta vecinal, o por una corriente de agua subterránea, o por un coste sobrevenido, o por un cambio de gobierno.
La arquitectura padece este tipo de problemas angustiosos y atenazadores. Pero lo fascinante de ella es que al dar un paso atrás o a un lado para afrontarlos, mejora. Las mutilaciones y adulteraciones que le infringen tantas absurdas circunstancias son su ley de vida, su ámbito natural, y, perdiendo en muchos aspectos parciales, siempre gana en el resultado final.
Quien termina un edificio es maestro de quien aún no lo ha empezado a construir.

Veamos un ejemplo famoso: Jorn Utzon soñó para su Ópera de Sidney un perfil así:


Pero tras muchas luchas y derrotas (y también victorias), quedó así:


Las "velas" o "cáscaras" que eran su signo de identidad quedaron menos esbeltas, menos elegantes y más "contundentes" y "duras". De hecho dejaron incluso de ser cáscaras, láminas continuas de hormigón, para convertirse en sucesiones de nervios. Muchos han señalado ese error causado por la imprevisión de Utzon, y mantienen que la idea inicial era una imagen elegante, pero que el resultado final fue decepcionante y traidor. Pues bien: yo lo prefiero. A mí la obra construida me parece una maravilla, y creo que mejora notablemente la imagen dibujada. Tiene más fuerza, más peso, más enjundia. Y, sobre todo, esta construida. Es un cuerpo cierto, una realidad bajo el sol, un artefacto, un mamotreto objetivo, real, físico, un logro, una realización, un triunfo.
Lo de Utzon fue un concurso de ideas, una brillante intuición que -pensó- ya resolvería en su momento. En un concurso las cosas son así, pero en el proyecto final esos problemas ya están resueltos. No fue así en este caso, y empezaron a cimentar sin saber aún cómo seguiría la cosa.
No obstante, por muy resuelto que esté todo en un proyecto bien hecho y bien calculado, siempre hay un salto tremendo hasta su construcción.

Los constructivistas rusos son mis héroes. Derramaron una creatividad pasmosa sobre el papel. Pero apenas construyeron. No sólo no pretendo quitarles mérito, sino que proclamo mi admiración hacia ellos. Pero, lamentablemente, el hecho de no haber construido sus dibujos les relega a la condición de no-arquitectos.
Lo siento mucho: Un pensador de arquitectura es la primera parte de un arquitecto, pero no es un arquitecto entero.


La decisión sobre los materiales, sobre los precios, sobre las limitaciones técnicas o logísticas, sobre un efecto de luz, sobre un pulido o una rugosidad, sobre la tosquedad de un encofrado o la pulcritud de la tornillería de una carpintería... todo eso son estrategias y argumentos del arquitecto, y los grandes de todos los tiempos nos han dejado la historia de la arquitectura llena de magníficos ejemplos. Ante ellos, los dibujos de arquitectura no construida son tristísimos y emocionantes abortos, arquitecturas no nacidas, muertas antes de ver la luz.


Lloremos respetuosísimamente por tantos magníficos dibujos que se quedaron en nada; pero, con todo nuestro dolor, no los podemos llamar arquitectura.



El gran Mies (maldito Mies) era aún más exagerado, y decía: "La arquitectura empieza en el momento en que dos ladrillos se ponen con esmero uno junto a otro". O sea, que no empieza cuando se piensa, cuando se proyecta, cuando se dibuja, sino cuando se construye. Claro, que en esa misma línea siempre dijo: "Rechazamos reconocer problemas de forma; sólo problemas de construcción".
Esto no impide que Mies dibujara como los ángeles, pero en él el dibujo era sólo una herramienta, una excusa para llegar a la construcción. Podía usar el dibujo para convencer al cliente, para seducirle, pero para él mismo el dibujo no tenía ningún valor frente a la obra construida, y los dibujos de los edificios no construidos no merecían ni su nostalgia ni su cariño.


Duras ideas para unos tiempos en que apenas construimos, y en los que nos podemos refugiar en el dibujo como sucedáneo de la arquitectura. Pero hay que ser consciente de ello: de que es un mero sucedáneo.


(Si te ha gustado clica el botón g+1 que verás aquí abajo. Muchas gracias).

1 comentario:

  1. buen articulo, felicidades, es tan dificil ser arquitecto, sin embargo siento profunda realizacion personal "siendolo" norman15

    ResponderEliminar