A veces Antonio iba más rápido que yo y me pedía que le contara por dónde iba a ir la historia, qué más iba a pasar. Y con apenas una sugerencia incierta mía emitía dibujos sin freno. Y otras veces, ante mi lentitud, seguía dibujando al personaje, haciendo series ensimismadas.
Le conté que Paul huía a América y durante unos días muy creativos Antonio se empeñó en que el barco en el que iba naufragaba. Hizo una auténtica serie sobre ese episodio:
No había forma de decirle que eso no pasaba, que eso rompía todo y daba por terminada la historia. Daba igual: estaba entregado a su serie de dibujos, que me enviaba infatigable.
Como no los quería desechar inventé que la travesía fue dura, que Paul se mareaba, que apenas podía dormir y que cuando brevemente lo conseguía estaba inmerso en pesadillas horribles de naufragios. Por una parte me sentía muy desorientado por tener que seguir a la fuerza lo que a Antonio se le ocurría, pero por otra era muy excitante verlo tan metido en el proyecto y dejar que sus dibujos me sugirieran cosas.
Otra serie fascinante (horrible y muy triste, pero potentísima) había sido la del campo de concentración:
Finalmente llegamos a acabar la novela, que titulé El poliedro de la melancolía y mandé a un concurso, sin otra consecuencia que la sensación de haberme quitado un gozosísimo peso de encima. No pasó nada. Pero nada de nada.
Acabó siendo una novela triste con detalles divertidos, una mezcla peligrosa que siempre me ha gustado, y que esta vez me atrapó. Volqué en ella buena parte de mis mayores ilusiones. El resultado, a mi juicio, es el de la calidad que se le supone a un mero aficionado sin conocimiento de la técnica y sin control sobre lo que debería ser capaz de conducir. Pero sobre todo es una sensación de paz, de nostalgia, de... ¿cuál sería la palabra exacta? Melancolía. MELANCOLÍA.
Me permití varias licencias deliciosas y completamente innecesarias, como que Paul Watercil se diera de narices con una escena violenta en la que disparan en la calle a un señor que está comprando fruta ante su hijo impotente. La describí con el mayor detalle posible para que el lector se diera cuenta de que era el atentado contra Vito Corleone. Vi la escena muchas veces y la fui contando paso a paso, todo ello con la excusa de implicar a Paul Watercil. ¿Por qué? Por el placer de contar, de mezclar historias, de crear lazos, de vivir en un mundo narrativo paralelo. Yo qué sé. Igual que en el París tomado por los nazis le hice conocer a Picasso y que este le regalara un dibujo del poliedro de la melancolía.
Tuve hasta la desfachatez de hacer el dibujo, y de doblarle una esquina a la hoja, que se suponía que había sido guardada apresuradamente. Decir que me lo pasé muy bien sería frivolizar mucho. No se trataba de pasarlo muy bien; era más bien sentir la necesidad de hacerlo, verme con una especie de misión. Y sí, me lo pasé muy bien.
Lamentablemente he perdido muchos de los dibujos. Lo siento mucho; no os imagináis cuánto. Conservo lo que quedó en la versión definitiva, pero esta había sido ya "aligerada" de bastante material.
Al cabo de los años Antonio y yo coincidimos en Madridejos (Toledo) para un trabajo, y él me llevó allí el cuaderno Watercil(1) y me lo regaló. Qué alegría me dio. (Si alguien me sigue en las redes y ve que llevo meses mostrando mis torpes músicos de jazz, pintados a la cera sobre cuaderno, que sepa que Antonio y mi hermana Gema son los culpables por meterme el gusanillo).
Aparte de mandar la novela a un concurso y de no obtener el más mínimo gesto (fue como haberla lanzado al agujero negro Sagitario A*), se la di a leer a tres amigos y a mi prima Eli, de quienes me fío mucho, para ver si me atrevía a insistir y a cansar una por una a todas las editoriales de lengua española. Hubo división exacta de opiniones: dos me dijeron que buenísima y dos que muy mala. Ni que decir tiene que ahora solo me fío mucho de los dos primeros.
No: es broma. Todo ello hizo que me desanimara, ya que desconté el plus de entusiasmo y parcialidad de las dos opiniones positivas y medité sobre las dos negativas, de gente que me quiere tanto y que tuvo que pasar el mal trago de decírmelo, y todo acabó en un cajón, donde la novela lleva muerta casi dos décadas.
Melancolía. De mi entusiasmo, de mi juventud, de mis tontas ilusiones, de mi mediocridad, de mi felicidad, de mi fuerza pasada y de todas las cosas malas y buenas que me han sucedido siempre en general, y con la novela de Paul Watercil en particular. Dejando de lado la falta de talento y de acierto (qué remedio) afrontar una empresa como esta me llenó y me transportó.
Mereció la pena. Melancolía.
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Es muy difícil tener espíritu renacentista y destacar en todas las disciplinas. En mi opinión, con tener un buen dominio de todas las artes, aun sin llegar a ser un maestro en cada una de ellas, debería ser suficiente. Y a veces, sólo a veces, el artista toca la fibra de su audiencia. En eso, amigo José Ramón, no fallas nunca.
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