Cuando empecé a escribir esta serie pensé que necesitaría tres entregas. Al final fueron cuatro, porque añadí un tema personal sin conexión con lo que contaba en las tres primeras. Pues bien: ahora veo que, aunque quede ya fuera de todo, aún quiero contar una cosa más. Esta es ya la última. Lo prometo. (Al menos de esta serie; quien sabe si volveré a hablar de melancolía en alguna otra ocasión).
[Nota a posteriori: La divido en dos, V-a y V-b, por la gran cantidad de dibujos, que pesan mucho, pero lo que cuento en total cabría en una sola entrada. Considerad por tanto que esta y la siguiente son solo una].
Hace ya demasiados años (de todo hace ya demasiados años) tuve en Toledo una comida deliciosa y divertidísima con mis amigos. Publicábamos por entonces una vez al mes y de forma "colegiada" (hoy yo, el mes que viene tú, el siguiente él...) un artículo sobre arquitectura en la revista local Ecos y comíamos juntos el día que salía, para leerlo en grupo y comentarlo. Esa vez le había tocado a Pablo Alguacil, que hacía una reseña sobre un libro de un arquitecto estadounidense muy comercial y un pelín cínico: Paul Watercil.
Después de leernos su artículo, Pablo nos preguntó si conocíamos a Paul Watercil. Yo contesté que no, y menos mal que fui honrado y no insinué que me sonaba vagamente, porque era una trampa: se lo había inventado él. Lo había traducido tramposa y macarrónicamente de su nombre [A(l)gua-cil = Water-cil]. (Yo, siempre tan puntilloso y tiquismiquis, le dije que entonces sería mejor Waltercil: A(l)gua-cil = Wa(l)ter-cil. A veces soy bastante insoportable).
En la sobremesa nos pusimos, muertos de risa, a inventarle anécdotas disparatadas a ese arquitecto ficticio. Partiendo de que era cínico y descaradamente comercial lo ubicamos en Hollywood haciéndoles casoplones a las estrellas de cine; también relacionándose con los arquitectos más grandes y corrigiéndolos; haciendo carrera política; trabajando para los capos de la mafia californiana... Todo valía, en todas las salsas cabía Paul Watercil.
Yo propuse que entre todos hiciéramos una monografía sobre él. Podríamos repartirnos el trabajo para que, como es usual en este tipo de libros, hubiera distintos autores colaborando. Yo me propuse como Raymond H. Belt (Belt = Correa) para escribir la nota biográfica. Otro podría hacer un ensayo crítico; alguien dibujaría planos watercilianos de edificios impresentables y muy pomposos; también habría fotos de edificios kitsch que viéramos por ahí (yo tenía una pequeña colección), incluso aún más exagerados digitalmente, que haríamos pasar por obras suyas, y testimonios de clientes, de críticos, de historiadores... Éramos unos cuantos amigos y entre todos podríamos hacer algo grande.
Lo pasamos muy bien aportando ideas estúpidas y celebrando la amistad y el ingenio, pero, obviamente, pasados los efluvios del entusiasmo momentáneo, la idea se diluyó.
Sin embargo, en mi cabeza seguía bullendo ese proyecto semanas después. No sé por qué extraña razón, fue atrapándome la idea de que Paul Watercil había sido un joven nazi alemán, tal vez aprendiz y ayudante en el estudio de Albert Speer, que tras la derrota bélica se había hecho pasar por víctima y había huido a los Estados Unidos, donde había sido acogido con generosidad y se había inventado un pasado, un nuevo nombre y una nueva vida de superviviente sin escrúpulos.
Todo aquello seguía teniendo un tono de esperpento y de humor disparatado y ridículo, pero poco a poco en mi mente la historia iba oscureciéndose. Escribí un cuestionario proustiano, un informe de su psiquiatra, un esquema biográfico desglosado en años, y de vez en cuando les pedía -sin éxito- a mis amigos alguna colaboración. Pablo me mandó una perspectiva de un proyecto de Watercil: la Villa Savoye con tejado a dos aguas, pero poco más. Me había quedado solo.
Así que lo que iba a ser una monografía de arquitectura se convirtió en una novela. En ella Pablo Alguacil viajaba a California a conocer a su cuasi tocayo, ya muy anciano, y a intentar reconstruir su historia real oculta tras un laberinto de mentiras.
Yo quería que la novela siguiera teniendo algún tipo de material extra, y así el cuestionario proustiano, algún artículo de prensa y otras cosas variadas iban como "regalitos" entre capítulos. Me lo pasé muy bien aprendiendo los rudimentos del Photoshop y de la falsificación, y a algunos documentos les di una apariencia de verosimilitud bastante aceptable.
Puse a mis hijos (entonces niños) a dibujar al niño Paul tocando el acordeón ante Hitler y quedando fascinado ante su energía febril.
Yo mismo hice más dibujos, recompuse fotos y poco a poco fui avanzando la historia, que cada vez tenía menos de divertida, pero cada vez me interesaba más.
El protagonista se enamoraba en París de una joven pintora, cuya obra ilustré con cuadros de mi hermana Gema, y a la que le proporcioné un pasaporte photoshopeado poniéndole la cara de mi mujer.
Y de repente mi amigo Antonio Esteban, uno de los partícipes de aquella comida, y por lo tanto fundador del "Proyecto Watercil", que yo creía que también pasaba ya de todo a esas alturas, me mandó un dibujo inicial a la cera y me pidió que le enviara lo que llevara escrito para hacer más.
Ese dibujo había sido su propia visión espontánea, al margen de lo que yo llevara escrito. Pero una vez que le mandé lo que tenía, se puso a la tarea y no paró de enviarme cosas, siempre a la cera y siempre en cuaderno.
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