En una entrada reciente decía que había que atacar el afán simbolista en la arquitectura, y que había que clamar siempre contra la arquitectura que simboliza cosas. Y relacionando esta idea con el kitsch y con el espíritu romántico, apunté brevemente que "el kitsch es romántico, y el romanticismo es una actitud reaccionaria ante el sexo. El romanticismo necesita una muy buena excusa para acceder al sexo, y esta arquitectura kitsch necesita una muy buena excusa para apelar a los sentimientos y al honor de un pueblo. Pero en ambos casos son excusas simbolistas, falsas, postizas, manipuladoras".
Llámalo amor y romanticismo, pero ya sabemos lo que quieres decir
Como no me puedo callar la bocota, prometí desarrollar esa insinuación en una posterior entrada. Bueno, pues a ver cómo cumplo mi promesa y cómo, ligando sexo y kitsch, puedo hablar de arquitectura simbólica.
(En menudos líos me meto. Menos mal que mi asesor personal, Jesús Julián Federico Alfonso Vélez de la Revuelta y Díaz de Montenegro Santafé -Chusi-, me dice que poniendo la palabra sexo en el título voy a batir records. Pues sea por ello. Me meto en el charco).
En su imprescindible y curioso libro Kitsch, Vanguardia y el Arte por el Arte (1), Hermann Broch dice que en el origen del romanticismo está "el origen, por un lado, de la exaltación de quien, desdoblando todas las energías espirituales, incluidas las artísticas, intenta elevar a una esfera absoluta o pseudoabsoluta el mezquino acaecer cotidiano de la vida terrenal y, por otro, del terror de quien intuye el peligro de una empresa de este tipo. De hecho, de dicha exaltación y de dicho terror deriva esa particular incertidumbre del alma romántica que, trémula y vacilante, quisiera volver atrás, quisiera correr hasta el seno de la Iglesia para refugiarse nuevamente en su certidumbre sobre el absoluto".
Vamos, que el romántico quiere exaltarse por cualquier chorrada o, mejor dicho, quiere que todo lo que le pasa sea sublime. Sólo quiere vivir en una exaltación continua, en una excitación permanente. Pero se da cuenta de que por ese camino acaba sacralizando todos sus instintos y todas sus circunstancias, y se asusta. No quiere ser un "pagano naturista" o algo así. Se siente culpable. Es puritano, y le da vergüenza descubrir tanta intensidad en sus sentimientos, tanta sensualidad.
"Toda ascesis, toda represión del placer tiene un centro de gravedad sexual. Es cierto que el puritanismo no imponía una castidad monástica, sino una rigurosa monogamia. Precisamente, lo que había que confirmar y reforzar era la monogamia; tanto más cuanto que, de esta manera, se podía impregnar el corazón de libertinage. El amor monógamo quedaría a salvo, si se lo intensificaba hasta la exaltación que en otro tiempo había sido rigurosamente prohibida por la ascesis".
El monógamo envidia al libertino, y para vencerle resuelve que lo suyo es mucho más puro y mucho mejor. Está seguro de su superioridad ética y moral sobre el libertino, pero pierde pie cuando considera que el libertino se divierte y disfruta más que él, y dedica todas sus energías a corregir esa sensación, de manera que decide que su monogamia es mucho más intensa, sublime, estupenda, completa, etc.
"La nueva época, es decir, la época de la burguesía, aprueba la monogamia, pero al mismo tiempo quiere gozar de todos los placeres del libertinage, de forma todavía más concentrada, si ello fuera posible. Por ello, no se contenta con elevar hasta las estrellas el acto sexual monógamo; obliga a las estrellas, junto con las demás cosas eternas, a descender a la tierra para ocuparse de la vida sexual de los hombres y permitirles alcanzar mayor intensidad de placer. El medio para alcanzar dicho resultado es la fantasía reforzada con la exaltación".
El "enamoramiento romántico" es algo sublime, y tan fuerte que obliga al propio Dios a ser su testigo y su cómplice. Hay una falta absoluta de medida, de proporción y de límite. Nada es suficiente para exaltar tanto amor. Toda la historia de la humanidad, todos los milenios transcurridos hasta ahora sólo han tenido como objetivo que yo me enamorara de esa mujer. Mi amor convoca a todas las fuerzas cósmicas y las conjura.
"La nueva época, es decir, la época de la burguesía, aprueba la monogamia, pero al mismo tiempo quiere gozar de todos los placeres del libertinage, de forma todavía más concentrada, si ello fuera posible. Por ello, no se contenta con elevar hasta las estrellas el acto sexual monógamo; obliga a las estrellas, junto con las demás cosas eternas, a descender a la tierra para ocuparse de la vida sexual de los hombres y permitirles alcanzar mayor intensidad de placer. El medio para alcanzar dicho resultado es la fantasía reforzada con la exaltación".
El "enamoramiento romántico" es algo sublime, y tan fuerte que obliga al propio Dios a ser su testigo y su cómplice. Hay una falta absoluta de medida, de proporción y de límite. Nada es suficiente para exaltar tanto amor. Toda la historia de la humanidad, todos los milenios transcurridos hasta ahora sólo han tenido como objetivo que yo me enamorara de esa mujer. Mi amor convoca a todas las fuerzas cósmicas y las conjura.
Puestas así las cosas, ¿habrá alguna tarjeta postal capaz de expresar lo que siento? ¿Habrá algún perfume, algún regalo, algún dulce, algún adorno digno de este amor? No. Imposible. Nada es suficiente. Nada es demasiado. Necesito más, más y más.
¿Hace falta seguir? No; ¿para qué?
En esta misma línea leemos las letras de algunos boleros: "Sabrá Dios si tú me quieres o me engañas"; "Amor, amor, amor, nació de Dios para los dos; nació del alma"; "Mujer, si puedes tú con Dios hablar pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar"; "Ahorita estaremos juntos, unidos por siempre en nombre de Dios"; "Qué tendrán tus ojos que cuando ellos miran me acercan a Dios". Y muchos más. (Se ve que Dios no tiene mejor cosa que hacer que andar de carabina, o estar ahí plantificado para hacer de testigo, o algo así).
¿Hace falta seguir? No; ¿para qué?
En esta misma línea leemos las letras de algunos boleros: "Sabrá Dios si tú me quieres o me engañas"; "Amor, amor, amor, nació de Dios para los dos; nació del alma"; "Mujer, si puedes tú con Dios hablar pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar"; "Ahorita estaremos juntos, unidos por siempre en nombre de Dios"; "Qué tendrán tus ojos que cuando ellos miran me acercan a Dios". Y muchos más. (Se ve que Dios no tiene mejor cosa que hacer que andar de carabina, o estar ahí plantificado para hacer de testigo, o algo así).
Resumiendo lo dicho por Broch, el libertino emite y reparte material genético a plena satisfacción, sin complicarse la vida ni pensárselo dos veces, mientras que el romántico, muchísimo más limitado en cuanto al reparto, necesita convencerse de que lo suyo es mucho más valioso, e incluso más placentero. Y no repara en exagerar.
Según Broch, esta es una de las características fundamentales del kitsch.
Si hiciéramos ahora una comparación con la arquitectura llegaríamos sin demasiado retorcimiento argumental a la idea nítida de que al diseñar un edificio muchos tratan de decir muchas cosas que no son arquitectónicas: cosas sublimes. (Igual que el romántico para llegar al sexo se da un buen rodeo por un mundo de exageraciones y de morbidez mental que no tiene nada que ver con su intención meramente instintiva-biológica).
No hay idea ni intención arquitectónica en la mayoría de edificios que se construyen. Como en las rancias postales para las novias de los reclutas, en estos edificios nada es suficiente: Más adornos, más emociones, más sentimentalismo, más cursilería, más, más, más. No hay bastantes columnas jónicas, ni arcos, ni puertas con cuarterones, ni dinteles, ni nada, para proclamar que estamos ante el hogar de una pareja que se ama, ante el feliz nido de amor de los tórtolos más felices del mundo, en el que nacerán y se criarán los polluelos más gordos, más sanos y más queridos del planeta.
(Todos esos arcos, dinteles, cuarterones, etc, son falsos, y los hay de todos los precios: Hay una hermosa y emocionante justicia social en el kitsch).
Y si el edificio es institucional no habrá nunca suficientes cantos al heroísmo del pueblo, a su talento, a la riqueza de su suelo, a la belleza de sus paisajes y a la bondad de sus costumbres para que el edificio las cite, las ilustre y las ejemplifique con las más descaradas y vergonzosas gazmoñas.
Tal como dice Broch acerca de que el enamorado romántico exige a las estrellas y a los dioses que bajen a su lecho para bendecir su acoplamiento (que no merece menos), así el político que hace un edificio público representativo exige a todos los poderes de la tierra y del cielo que acudan y aplaudan ante su belleza, ante su armonía, ante sus cualidades, que son las del pueblo al que representa. Y si en el trance caen desmayados, mejor.
Y ese es el fallo: Si de verdad esos edificios representan al pueblo, el pueblo es un desastre de incultura y zafiedad. Y si esos edificios representan los paisajes, las costumbres, la gastronomía, el folclore y todo lo demás, entonces estamos en la peor película de Torrente.
¿No sería mejor que los edificios no representaran nada, no simbolizaran nada y se limitaran a ser edificios de la manera más sensata posible?
Sería mucho mejor. Desde luego, sería mucho mejor que tuviéramos una vida sexual algo más rica y divertida y unos edificios algo más sosos. Todos saldríamos ganando.
(1).- BROCH, Hermann
Kitsch, vanguardia y el arte por el arte,
recopilación de cuatro artículos cuyo título pongo sólo en traducción castellana: "Kitsch y arte de tendencia" (1933), "Notas sobre el problema del kitsch" (1951), "James Joyce y la época actual" (s.d.) y "El arte a fines del siglo XIX y su no-estilo" (s.d.), Rhein-Verlag AG, Zürich, Alle Rechte vorbehabten durch Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1955. (ed. cast. Tusquets, Barcelona, 1970, pp. 80).
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