sábado, 17 de marzo de 2012

Un finlandés en El Escorial (I)

He conocido la disparatada historia de un viaje de Alvar Aalto a Madrid, gracias a Eduardo Delgado Orusco y (una vez más) a Juan Daniel Fullaondo. La interpretaré muy libremente, a mi manera. No esperéis una gran fidelidad histórica. O sí. Tal vez esta delirante narración sea absolutamente cierta. Tal vez haya restituido lo que la exquisita educación de los narradores había corregido y omitido.

En el invierno de 1951 el Colegio de Arquitectos de Cataluña invitó a Alvar Aalto a dar dos conferencias en Barcelona y, como la rivalidad entre Barça y Madrid no es de ahora, Carlos de Miguel -director de la Revista Nacional de Arquitectura, del Colegio de Arquitectos de Madrid, (y coautor de la magnífica tribuna del Estadio de San Mamés)- corrió a invitarle también.
Alvar Aalto llegó a Madrid y se encontró a unos cuantos arquitectos calvos y con bigotito. (Carlos de Miguel, Alejandro de la Sota, Luis Gutiérrez Soto, Miguel Fisac, etc), que le estrecharon la mano, le metieron en un coche y le llevaron a El Escorial.
En Madrid era costumbre: A cada arquitecto extranjero que venía (Le Corbusier, Van Doesburg...) se le llevaba a El Escorial, para que aprendiera lo que valía un peine. El Escorial era la esencia de España y la cumbre de la arquitectura.
Fueron en varios automóviles, en una loca carrera por las carreteras adoquinadas de la España de los cincuenta. A veces llegaban a los ochenta kilómetros por hora, un disparate, y los ocupantes saltaban en los asientos y perdían sus sombreros.
Alvar Aalto estaba fascinado, disfrutando de cada curva de la carretera, que trepaba trabajosamente por la sierra. Celebraba las formaciones graníticas como un niño. Daba suspiros o jadeos de admiración. Al pasar cerca de Galapagar pidió por favor que pararan. El conductor, naturalmente, obedeció, y los demás coches hicieron lo mismo. El finlandés se apeó, sacó un cuaderno y se puso a dibujar una casucha con gran pasión.

Los allí presentes eran todos arquitectos, y todos dibujaban muy bien (algunos extraordinariamente bien). Se sintieron un poco violentos ante el entusiasmo gráfico de ese arquitecto de fama mundial. El boceto era corrientucho, de una casa corrientucha. Vaya decepción.
El forastero, completamente ajeno al sentir de sus anfitriones, terminó el croquis esbozando una higuera que asomaba al fondo, a la izquierda. Pero no se contentó con esto para guardar el cuaderno y ordenar que siguiera la excursión, sino que, por el contrario, invadió la propiedad para llegar hasta aquella higuera. Y toda la comitiva le siguió.
-Vaya compromiso en el que nos está metiendo este señor.
-Verás como salgan los dueños.
-No te preocupes. Les explicamos el caso y les damos un duro por las molestias.
Alvar Aalto, a lo suyo, se puso a emborronar la higuera.


Y, ya puestos, se enfrascó en el detalle de unos higos que brotaban de una rama.


Y hasta firmó el dibujo. Seguramente esperaba que alguno de los arquitectos españoles se lo pidiera. Él ya estaba dispuesto a regalarlo. Pero nadie dijo nada.
Así que, finalmente, Don Alvar guardó el cuaderno.
-¡Hala, a los coches!
-¡Venga, que ya estamos al lado!

Finalmente, ya en El Escorial, se dirigieron al monasterio.
El invitado dijo que no quería verlo.
-¿Cómo que no quiere verlo?
-Que no. Que no. Que no quiere.
-Pero si le hemos traído aquí aposta para verlo. ¿Por qué no lo ha dicho antes?
-No sé. No se había enterado bien.
-Vamos, que no quiere.
-Solo dice: "Yo, El Escorial, no. Yo, El Escorial, no".
-¡Pues tócate los cojones, con el franchute este!
El más disgustado era Gutiérrez Soto, que había hecho en la década de los cuarenta el Ministerio del Aire de Madrid, con un claro estilo escurialense, que había sido aplaudido por todos como una obra actual y contemporánea que había sabido beber las esencias, etc, etc.
Este Aalto, por el contrario, no quería beber nada de nada.
Y eso que el propio Gutiérrez Soto había dicho muy pocos años antes que ya estaba bien de referencias históricas, que la arquitectura española estaba anquilosada y que había que renovarse, y él mismo estaba en esos momentos liado con las oficinas del Alto Estado Mayor, magnífico edificio (como todos los suyos) en una línea moderna.
Pero eso de que un guiri no quisiera ni siquiera mirar el monasterio... Eso era un insulto.
-Vamos a llevarlo al Hotel Felipe II. Desde allí hay una vista magnífica. Seguro que le gusta.
Y así lo hicieron. Aalto se dejó llevar. Fueron a la terraza. El invitado salió con gusto, porque desde el interior se veían los repechos de la sierra, los estratos graníticos, los robles trepando por las laderas, y el cielo azul, casi blanco del invierno. Pero cuando salió a la terraza y avanzó unos metros surgió ante él, inesperadamente, el rotundo volumen del monasterio. Dio una ágil y rapidísima media vuelta y se quedó de espaldas al monumento nacional, al orgullo patrio.
Cerró los ojos. Respiraba fuerte, jadeando. Era el Antisíndrome de Stendhal. En vez de sucumbir a la belleza parecía sucumbir ante el horror.
Los anfitriones le rodearon, para que ni un solo fotón rebotado del monasterio pudiera herir sus ojos.
-¿Qué le pasa a este hombre?
Entre los jadeos solo atinaba a decir: "Perdón, perdón, perdón. No quiero ofender. Perdón, perdón".
Dijo que no toleraba que ninguna obra clásica, ordenada, le perturbara. Dijo que le afectaba muchísimo y que si la veía no sería capaz de quitársela de la cabeza. Explicó, a modo de disculpa, que en Italia le había pasado lo mismo. Había traído sus cuadernos llenos de casas de pueblo, de paisajes, de flores, de burros... pero no había podido mirar ni un solo monumento renacentista o barroco. Explicó que la seriada regularidad de columnas, ventanas, arcos, le causaba un efecto demoledor, y le dejaba impotente para trabajar.
Los anfitriones, consternados, le pidieron perdón por haberle llevado hasta el borde del abismo. Pero, claro, ellos no sabían nada y solo habían querido hacerle la visita agradable. Alvar Aalto, a su vez, les pidió perdón a ellos. Etcétera.
-Qué delicadito.
-Quién lo diría, con la pinta de gañán que tiene.
-Debe de ser medio mariquita.
-¡Joder con el franchute!

1 comentario:

  1. Conocía la anécdota aunque no tan bien contada...

    Te envío una foto que tal vez te guste de esa visita a España. Aunque a Barcelona... Aalto con Antoni Moragas en los toros...

    Saludos y Enhorabuena

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