Llevaba mucho tiempo sin escribir sobre jazz y ahora dos entradas casi seguidas. Digamos que por una parte tenía mono, y por la otra me sigo acogiendo a vacaciones. Creo que con esto dejaré el tema por una temporada.
Hoy os quiero hablar de Billy Strayhorn, un genio de la música.
Billy nació en 1915 en Dayton, Ohio, EE.UU. Su padre era alcohólico y su madre lo mandaba por largas temporadas a Hillsborough, Carolina del Norte, con los abuelos para protegerlo. Así que Billy prácticamente se crio con sus abuelos maternos. La abuela, aunque solo fuera como aficionada (que no es poco), lo introdujo en la música.
Estudió en el Instituto de Música de Pittsburgh, donde mostró su altísimo talento, y siendo adolescente formó un trío con unos compañeros y tocaba a diario en la radio local. Compuso musicales y piezas de todo tipo, pero su sueño era convertirse en compositor de música clásica. Lo malo (tal como contamos el otro día con Nina Simone) es que era negro, y, quién sabrá por qué, la sociedad en la que vivía creía firmemente que una alta concentración de melanina en la piel era incompatible con ese tipo de música y solo valía para el chunda chunda desvergonzado que tocaba esa chusma.
Tal vez si hubiese sido rico lo podría haber intentado, pero no lo era. Así que se dedicó a componer música de esa de "mal vivir". Pero no podía evitar que se le notara lo que había estudiado y lo que llevaba dentro, y, aunque muy joven, era capaz de hacer música verdaderamente compleja.
En el año 1933, con dieciocho años de edad, asistió en Pittsburg a un concierto de la orquesta de Duke Ellington y quedó encantado. Eso era auténtico jazz, con indudable swing y desparpajo bailón, pero a la vez tenía armonías, estructuras y formas que pertenecían sin duda a la "música culta". Aquella rara mezcla y comunión era justo lo que él anhelaba y aún no sabía que fuera posible. Era exactamente eso lo que necesitaba, así que desde ese momento su principal objetivo en la vida fue unirse a aquella orquesta.
Cinco años después, en 1938 (con veintitrés años), se presentó ante Duke Ellington y, con el mayor de los respetos pero con seguridad y autoridad, le mostró cómo se podría arreglar alguna de sus famosas piezas. El duque, lejos de enfadarse por el descaro del joven, le escuchó con atención. Era cierto. Los cambios que había introducido, las modificaciones de armonías, los puentes y todo lo demás eran un acierto tras otro. Y si desde hacía cinco años el único pensamiento de Billy había sido "yo quiero formar parte de la orquesta de Duke Ellington", desde ese instante el pensamiento del líder fue "este muchacho no se me escapa". A partir de ese momento la colaboración fue estrechísima.
La colaboración entre los dos genios de la música duró hasta la muerte de Billy, de cáncer de esófago, en 1967, a los cincuenta y un años de edad.
Duke Ellington quedó deshecho sin su compañero y su amigo. Impotente y destrozado, le dedicó un disco de homenaje en el que la orquesta interpretó obras suyas. Lo tituló "...and his mother called him Bill" ("...y su madre lo llamó Bill").
El disco está grabado en cuatro sesiones, los días 28 y 30 de agosto, 1 de septiembre y 15 de noviembre de 1967. Todo él es de una gran belleza y plenitud, porque muestra a la fantástica orquesta tocando esa fantástica música, y a la vez es de una gran emoción, pero hay un momento mágico, y es que uno de esos días, cuando la sesión ya había terminado, Duke Ellington, solo, tocó Lotus Blossom (Flor de loto).
Duke Ellington siempre decía que cuando se ponía a tocar el piano, él solo, la pieza que más le gustaba, la que tocaba siempre, la inevitable para él, era Lotus Blossom. Veía en ella, aparte de sus evidentes cualidades musicales, muchas evocaciones íntimas. Para él era una especie de remanso, de símbolo o de talismán. y se encontraba muy a gusto y muy en paz tocándola.
De hecho en este disco toca esa canción en trío con Harry Carney al saxo barítono y Aaron Bell al contrabajo. Pero la toca además (viene dos veces en el disco) él solo en un momento que me emociona.
Al terminar una de las sesiones están los músicos recogiendo, charlando, despidiéndose, y Duke Ellington, reconcentrado y solo, se pone a tocar Lotus Blossom en el piano. Podemos oír el ruido de fondo del resto de músicos. No guardan silencio porque nadie cuenta con que esa interpretación esté siendo grabada y vaya a salir finalmente en el disco. Es una de tantas veces en las que el líder la toca: en cualquier momento, en cualquier pausa del trabajo, en cualquier circunstancia. La toca para sí mismo. Está solo. Mientras los demás músicos se despiden hasta mañana o quedan para salir juntos, Ellington está solo. Su amigo ha muerto. Ya no quedará más con él para seguir repasando partituras a horas intempestivas. El enorme creador de música ha dejado un enorme silencio, un abismal vacío.
Esa composición de su amigo le encanta, le calma, le hace pensar y recordar. Toca Lotus Blossom ensimismado, sin importarle los ruidos de fondo, sin darse cuenta ni de que los hay. Ni siquiera parece que esté hablando con su amigo mediante esa música. Está hablando con la pura música de su amigo, con su estructura, con sus sabias armonías, y sobre todo está hablando con su propia y desolada soledad.
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