lunes, 29 de agosto de 2011

Santiago (y cierra España)

Voy a meter la pata otra vez. Lo sé.
He estado una semana en Galicia, y uno de los días he ido de visita a Santiago de Compostela. Creo que es la cuarta vez en mi vida que voy a Santiago. Hasta ahora no había observado detenidamente la fachada de la catedral. Es horrorosa. Es un engendro tremendo.
(He buscado imágenes grandes para que las cliquéis y las podáis analizar con detalle).
Se dice y se lee que esta excesiva vomitona de piedra fue encargada en el siglo XVIII al arquitecto Fernando de Casas Novoa para proteger el excelso Pórtico de la Gloria, que estaba deteriorándose mucho por la dura meteorología del lugar.
(Si era por eso, haberle puesto un plástico).
Está más que claro que este exceso pétreo no es un mero protector. (Un protector que se cargó parte de las figuras y que no deja ver bien la fachada original).

Esta fachada, como las demás (todas fruto de la fiebre barroca, ¿o profiláctica?) tiene su encanto, a pesar de todo. La humedad barniza la piedra con una pátina oscura y con una población de musgos, que, por contraste, brillan maravillosamente en los escasos ratos en los que sale el sol. Además, en esos raros momentos de potencia solar, el ringorrango de la disparatada composición crea relieves que son muy agradecidos a la hora de arrojar sombras.

Pero si nos plantamos en la Plaza del Obradoiro y miramos la fachada un rato veremos cuánta mentira, cuánta ampulosidad, cuánto disparate arquitectónico. Cada tramo de cada torre es de su padre y de su madre. Cada partición de la vidriera frontal tiene unas curvas y unas contracurvas que no se sabe a dónde van. Cada moldura, cada estatua, cada coliflor, cada boloncio, cada farfolla, son un más, y más, y más... hasta dejar exhausto al mismo Dios.
-Oiga, Don Fernando: ¿Y no podría haber puesto más columnas en cada torre?
-No me cabían más.
-¿Y un dinosaurio?
-No se me ocurrió.

Por más imaginación que le eche, no soy capaz de sospechar siquiera la emoción del peregrino medieval que llegaba a Santiago después de meses o años de viaje, sorteando peligros de todo tipo, viviendo pobremente, durmiendo al raso, trabajando en lo que saliera para ganar unas monedas para comer, o incluso mendigando, habiendo abandonado su casa y su familia (o, peor aún, viajando con ella) para encontrar al final, en la soñada meta, el sentido de su vida; para vivir un éxtasis tan fuerte que justificara toda su fe y toda su entrega a aquella loca empresa.
La arquitectura desempeñaba un papel fundamental: El peregrino no habría visto jamás un edificio tan grande, tan majestuoso, tan sublime. Jamás habría contemplado bóvedas similares, ni estatuas, ni nada de nada. Era la presencia de Dios mismo hecho espacio sagrado.
Me molesta la arquitectura espectacular de ahora, pero eso no es nada comparado con lo que tenía que ser la catedral de Santiago en sus siglos de esplendor.
Todo aquello, incluida la leyenda del hallazgo de la tumba del apóstol, es de una irracionalidad delirante desde nuestra manera de pensar. Pero tendríamos que ponernos en la mentalidad de la época (otra cosa de la que no soy capaz). La Edad Media es para mí un misterio incomprensible y fascinante.
La catedral románica ya intentaba ser todo lo más impresionante que podía, y el Pórtico de la Gloria, delicioso y elegante como él solo, será cualquier cosa menos comedido y minimalista.

No obstante, tiene un encanto que la nueva fachada no tiene en absoluto.
Ante la carencia de talento (perdón, Don Fernando), la tendencia natural es huir hacia adelante: Más formas, más torres, más columnas, más de todo.
Y el observador sencillo y poco cultivado confunde casi siempre el exceso con la excelencia.
Todo esto me parece que denota una escasísima confianza en la fe, en la pura fe. Pero así era el Barroco: Inventó las procesiones y los espectáculos de todo tipo para reforzar (e incluso sustituir) a la debilitada fe con un par de juegos malabares. En el caso compostelano, si uno no cree demasiado en el poder de Dios, siempre se le puede hacer creer en el poder de la forma arquitectónica. No sé. Me parece muy poca cosa que el poder de Dios se vea suplido por el poder de la alternancia de columnas de fuste prismático y cilíndrico. Demasiado poca cosa.
Eso mismo he sentido estos días con la reciente visita del Papa, que le han traído la custodia de Arfe de la catedral de Toledo para la vigilia de oración. Otra barroquez. Para un cristiano la hostia consagrada es Dios; no una mera representación simbólica ni nada parecido: Dios. Ver la hostia es (o debería ser) suficiente. Pero no: Para alojar a Dios, se le hace una joya tremenda de oro. Excesiva y ampulosa. ¿A quién pretenden impresionar con eso? ¿A Dios? No creo que Él se deje engatusar por unos cuantos kilos de oro. Es para impresionar al fiel que, se supone, no cree tan firmemente como debiera en el sacramento de la Eucaristía.
Y eso me desanima. ¿Acaso los dirigentes de la Iglesia pensaban que, después de aquella tremenda prueba, los peregrinos no tenían suficiente fe, y sintieron que debían reforzarla con la arquitectura? Creo que sí. Y, ya puestos a utilizar la arquitectura como elemento místico, ¿tenía que ser esa?
No entiendo nada. No sé nada de marketing.

2 comentarios:

  1. Ni yo. Pero me parece que casi siempre anda a la derecha del business.

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  2. El equivalente de esta fachada hoy en dia son las de los Eroskis. Escandalosos reclamos para atraer adeptos. Esconden una realidad vacia de contenido. The things remain the same.

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