Hace unos días ha sido el cumpleaños de Le Corbusier (nació el 6 de octubre de 1887), y a cuento de la efeméride alguien ha lanzado la pregunta de cuál es nuestra obra favorita de entre las suyas.
Yo no he sabido qué contestar y no lo he hecho; pero como tengo un blog para explayarme voy a hacerlo aquí. (Los blogueros somos así de pesados). Por una parte no sabría cuál elegir, pero por otra estoy a punto de comprarme un coche por ir a ver una de ellas. Algo tendrá, cuando me está llamando desde hace años.
El personaje que interpreta
Richard Dreyfuss en
Encuentros en la tercera fase (1977) siente un obsesivo e inexplicable impulso de construir una forma que no sabe qué es. Empieza modelando febrilmente el puré de su plato, sin ni siquiera saber por qué lo hace, va a más y a más y acaba construyendo una enorme maqueta de una montaña en el salón de su casa. De repente, en una noticia de la tele, reconoce la montaña que lleva metida en su cabeza, se entera de dónde está y sale a su encuentro. En el viaje conoce a más gente a la que le ha pasado lo mismo, y que también va ciegamente hacia esa montaña sin saber a qué. No lo pueden evitar.
Es una verdadera peregrinación, y, de la misma manera, año tras año desde hace más de sesenta, muchas personas de todo el mundo nos proponemos hacer una similar. En mi caso llevo diciéndoselo a mi mujer desde hace tiempo, y ella me contesta:
-Hernández, con nuestro coche no podemos hacer un viaje tan largo. Imagínese que nos deja tirados allí, tan lejos. Lo haremos cuando tengamos uno nuevo.
Pero nuestro sufrido vehículo se obstina en sobrevivir. Tiene diecinueve años y cuatrocientos treinta y siete mil kilómetros y sigue tirando. Cascajeando y tosiendo, pero tirando.
Hace tres meses se escachifolló, y mientras llamaba a mi seguro en mitad del desolado campo y esperaba a la grúa bajo el sol inclemente, también lo fui yo y firmé su sentencia de muerte. Después, mientras el gruista bielorruso me contaba diversas anécdotas pintorescas de la vida en su país y de los contrastes con la de España, yo solo pensaba en escupir mi coche al taller y pedirles que se hicieran cargo de los trámites de su desguace y de su muerte civil.
Me sentía ingrato. Tantos años de servicio, y tan bueno, y se lo pagaba así. Pensé en un mundo idílico con residencias públicas para coches viejos, a los que pudiéramos ir a ver en domingos alternos, y a los que, aunque ya no anduvieran, cambiáramos el aceite por su cumpleaños. Pero no hay tal: Este mundo es cruel y despiadado y yo solo pensaba en darle la puntilla a mi otrora amado coche.
Sin embargo, al cabo de un par de días me llamaron del taller para decirme que mi cascajo tenía arreglo, y no disparatadamente caro, y accedí a ello pensando que lo necesitaría hasta que tuviera el coche nuevo.
Mi mujer y yo llevábamos años, ya digo, pensando en que nos teníamos que comprar un coche, pero ni habíamos decidido aún cuál, así que en los días que estuvo el viejo en el taller redujimos nuestras opciones a tres finalistas, y cuando finalmente nos lo dieron ya arreglado cometimos la felonía de hacer que sus tres primeras misiones fueran llevarnos a los tres concesionarios de nuestros candidatos.
Con qué amor y con qué lealtad nos llevó. Me siento un miserable. Con qué resignación supo asumir su final y con cuánta lealtad -la que no tuvimos con él- nos transportó confortable y puntualmente a lo que iba a ser su matadero.
Al cabo de unos días nos decidimos, y de nuevo nos llevó a concretar nuestro pedido. Y he de decir aquí que hay que ver cuánto tardan en entregarte el coche elegido. Qué barbaridad. Tanto es así que todavía no lo tenemos y aún nos servimos del coche viejo, que se está portando como un jabato, el muy cabrito.
(El otro día subiendo una larga y dura cuesta y notando cómo, aunque ya no tenía la potencia de cuando joven, aún poseía la suficiente para defenderse con solvencia, lloré. Lloré y le di unas palmaditas en el salpicadero. Y con voz trémula le dije: "Muy bien, guapo. Eres el número uno").
-¿Qué dice usted, Hernández?
-Nada, nada, querida. Tonterías mías.
-Oiga, Hernández. ¿No iba a escribir usted una entrada sobre Le Corbusier?
-¡Anda; es verdad! Pues se me ha vuelto a ir la pinza.
-Como de costumbre.
-Me he alargado ya mucho y no me va a caber lo que quería contar. Voy al menos a terminar esta primera parte de la entrada.
-Más le vale.