sábado, 24 de octubre de 2020

Una casa. Una vida

Soy arquitecto en ejercicio desde hace un montón de años. Hasta hace no tantos, eso de que vinieran a encargarme el proyecto de una casa era lo habitual. Demasiado habitual incluso. A menudo se superponían varios encargos y era angustioso atenderlos a todos en plazo.

Siempre había algún trabajo entre manos. Qué tiempos. Y si encima os digo que se cobraban unos honorarios bastante buenos ya os mato de envidia (y me mato a mí mismo de envidia retrospectiva y de nostalgia).

Todo aquello acabó hace tiempo. Ahora es muy raro que alguien quiera encargar una casa, y cuando eso ocurre es una fiesta y una gran emoción.

Pues bien, el otro día vinieron a mi estudio un chico y una chica a contarme que estaban pensando en hacerse una casa y que les habían hablado muy bien de mí.

¡Les habían hablado muy bien de mí! Tuve que carraspear para deshacerme el nudo de la garganta, y aun así con la primera palabra que dije me salió un gallo.

La magia de hacerse una casa. El extraño proceso por el que varias personas imaginan una casa y se ponen a construirla. Para mí es una experiencia muchas veces repetida, pero siempre emocionante. Para los interesados es, seguramente, la mayor aventura de su vida.

Todos son diferentes, todos se sienten diferentes, originales, únicos, y ciertamente lo son, pero también, de otra manera, todos son iguales.

Todos traen las contradicciones de costumbre. Pretenden cosas incompatibles entre sí, fruto de muchos anhelos desbocados, de muchas casas diferentes vistas, de muchos consejos de parientes y amigos y de muchas revistas de decoración. Ninguna de ellas es mala en sí misma, pero a menudo se juntan varias incompatibles entre sí.

Y ya si juntamos las cosas que tienen clarísimas con las que yo tengo clarísimas se forma un buen cacao. Hay un punto crítico en que todo parece imposible, pero al final, sigo sin saber muy bien cómo, sale.

viernes, 16 de octubre de 2020

Su mejor obra (peregrinación) (II)

A Eduardo Almalé
A todos los compañeros peregrinos de Ronchamp durante 2018


El año 2018 nos lo pasamos, entero, hablando de Ronchamp.

A finales de 2017 había aparecido este libro:

                                            QUETGLAS, Josep,
                                            Breviario de Ronchamp,
                                            Ediciones Asimétricas, Madrid, 2017, pp. 275.

Como su título indica, y la nota "al lector" remacha, se trata de un breviario al modo religioso, que está dividido en 52 entradas o ejercicios para ser leídas en cada una de las 52 semanas del año. Quiso la casualidad que en diciembre lo tuviéramos unos cuantos amigos y que nos animáramos por Twitter a afrontar el año nuevo leyendo una entrada a la semana y comentándola cada domingo a partir de las cinco de la tarde bajo la etiqueta #BreviarioRonchampN (siendo N el número de la semana y del capítulo). Podía entrar quien quisiera y contar lo que quisiera siempre y cuando enarbolara las palabras mágicas del #

Estas cosas se empiezan siempre con la mejor intención, pero se desinflan en seguida. En este caso no fue así. Desde el primer domingo del año (siete de enero) hasta el último (treinta de diciembre), sin fallar ni uno solo (incluso conectándose a veces alguien desde la playa, desde una boda o desde el cumpleaños de un hijo), hicimos tertulia a las cinco de la tarde.

Los habituales éramos más o menos fijos, pero también se sumaban (y restaban) unos cuantos cada semana.

El libro tenía un par de características endiabladas: Por una parte, había algunos capítulos de un solo párrafo (¿cómo puede dar eso materia para una semana de lectura y reflexión y una tertulia dominical de aproximadamente una hora?), y por otra, Quetglas se ponía muchas veces a divagar sobre el naufragio de María Magdalena, sobre los toros o sobre Maya Deren (¿y qué tiene que ver todo eso con la iglesia de Ronchamp?)(1). Pero los intervinientes eran tan cultos y tan penetrantes que documentaban cualquier sugerencia del autor con toneladas de material interesante, de modo que cada pase que Josep Quetglas había tirado tan inteligentemente al hueco era rematado con brillantez por estos compañeros sabios.

Y, sobre todos nosotros, el incansable Eduardo Almalé organizaba cada cita, recopilaba después todas nuestras intervenciones y las ordenaba y archivaba. Gracias a él todo este guirigay llegó a buen puerto.

De este libro aprendí que la iglesia de Notre Dame du Haut no es solo un buen edificio, un gran edificio, sino que es un destino, un sueño, una necesidad, un símbolo, una aspiración, un deseo, un canto, una emoción, y también que todo se puede argumentar con todo, todo se puede cruzar con todo y que las inteligencias se buscan y se comprenden, de modo que una sugerencia, un reto o una mera boutade del autor eran estímulos entendidos y contestados por mis compañeros. Y todo ello creaba una realidad narrativa paralela a la propia realidad del edificio y a la de su leyenda.

Cuando el proceso de lectura, análisis y comentario dominical del libro estaba ya muy avanzado (no recuerdo exactamente en qué momento), la editorial -Ediciones Asimétricas- hizo saber al autor lo que estábamos haciendo y este, divertido y perplejo, se llevó las manos a la cabeza de que gente tan estúpida hubiera seguido al pie de la letra las indicaciones (que no dejaban de ser una broma) de leer el breviario semana a semana durante un año. Cada uno tiene sus debilidades, y una de las de Quetglas era que llevaba muchos años coleccionando postales de Ronchamp (incluso postales antiguas que mostraban la vieja iglesia, anterior a la de Le Corbusier), y en un acto de generosidad se desprendió de ellas y nos las regaló a quienes veníamos participando asiduamente en estas tertulias, de modo que me tocó un pequeño tesoro que tengo enmarcado y colgado en mi estudio. Y además escribió un texto ex profeso para nosotros y nos lo hizo llegar junto con una foto de unos peregrinos llegando al santuario por el camino norte.


Si ya me entusiasmaba desde siempre esa capilla mágica, ¿cómo no voy a estar ahora deseando ir hacia ella?

Y sin embargo:

sábado, 10 de octubre de 2020

Su mejor obra (peregrinación) (I)

Hace unos días ha sido el cumpleaños de Le Corbusier (nació el 6 de octubre de 1887), y a cuento de la efeméride alguien ha lanzado la pregunta de cuál es nuestra obra favorita de entre las suyas.

Yo no he sabido qué contestar y no lo he hecho; pero como tengo un blog para explayarme voy a hacerlo aquí. (Los blogueros somos así de pesados). Por una parte no sabría cuál elegir, pero por otra estoy a punto de comprarme un coche por ir a ver una de ellas. Algo tendrá, cuando me está llamando desde hace años.


El personaje que interpreta Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase (1977) siente un obsesivo e inexplicable impulso de construir una forma que no sabe qué es. Empieza modelando febrilmente el puré de su plato, sin ni siquiera saber por qué lo hace, va a más y a más y acaba construyendo una enorme maqueta de una montaña en el salón de su casa. De repente, en una noticia de la tele, reconoce la montaña que lleva metida en su cabeza, se entera de dónde está y sale a su encuentro. En el viaje conoce a más gente a la que le ha pasado lo mismo, y que también va ciegamente hacia esa montaña sin saber a qué. No lo pueden evitar.

Es una verdadera peregrinación, y, de la misma manera, año tras año desde hace más de sesenta, muchas personas de todo el mundo nos proponemos hacer una similar. En mi caso llevo diciéndoselo a mi mujer desde hace tiempo, y ella me contesta:

-Hernández, con nuestro coche no podemos hacer un viaje tan largo. Imagínese que nos deja tirados allí, tan lejos. Lo haremos cuando tengamos uno nuevo.

Pero nuestro sufrido vehículo se obstina en sobrevivir. Tiene diecinueve años y cuatrocientos treinta y siete mil kilómetros y sigue tirando. Cascajeando y tosiendo, pero tirando.

Hace tres meses se escachifolló, y mientras llamaba a mi seguro en mitad del desolado campo y esperaba a la grúa bajo el sol inclemente, también lo fui yo y firmé su sentencia de muerte. Después, mientras el gruista bielorruso me contaba diversas anécdotas pintorescas de la vida en su país y de los contrastes con la de España, yo solo pensaba en escupir mi coche al taller y pedirles que se hicieran cargo de los trámites de su desguace y de su muerte civil.

Me sentía ingrato. Tantos años de servicio, y tan bueno, y se lo pagaba así. Pensé en un mundo idílico con residencias públicas para coches viejos, a los que pudiéramos ir a ver en domingos alternos, y a los que, aunque ya no anduvieran, cambiáramos el aceite por su cumpleaños. Pero no hay tal: Este mundo es cruel y despiadado y yo solo pensaba en darle la puntilla a mi otrora amado coche.

Sin embargo, al cabo de un par de días me llamaron del taller para decirme que mi cascajo tenía arreglo, y no disparatadamente caro, y accedí a ello pensando que lo necesitaría hasta que tuviera el coche nuevo.

Mi mujer y yo llevábamos años, ya digo, pensando en que nos teníamos que comprar un coche, pero ni habíamos decidido aún cuál, así que en los días que estuvo el viejo en el taller redujimos nuestras opciones a tres finalistas, y cuando finalmente nos lo dieron ya arreglado cometimos la felonía de hacer que sus tres primeras misiones fueran llevarnos a los tres concesionarios de nuestros candidatos.

Con qué amor y con qué lealtad nos llevó. Me siento un miserable. Con qué resignación supo asumir su final y con cuánta lealtad -la que no tuvimos con él- nos transportó confortable y puntualmente a lo que iba a ser su matadero.

Al cabo de unos días nos decidimos, y de nuevo nos llevó a concretar nuestro pedido. Y he de decir aquí que hay que ver cuánto tardan en entregarte el coche elegido. Qué barbaridad. Tanto es así que todavía no lo tenemos y aún nos servimos del coche viejo, que se está portando como un jabato, el muy cabrito.
(El otro día subiendo una larga y dura cuesta y notando cómo, aunque ya no tenía la potencia de cuando joven, aún poseía la suficiente para defenderse con solvencia, lloré. Lloré y le di unas palmaditas en el salpicadero. Y con voz trémula le dije: "Muy bien, guapo. Eres el número uno").

-¿Qué dice usted, Hernández?
-Nada, nada, querida. Tonterías mías.
-Oiga, Hernández. ¿No iba a escribir usted una entrada sobre Le Corbusier?
-¡Anda; es verdad! Pues se me ha vuelto a ir la pinza.
-Como de costumbre.
-Me he alargado ya mucho y no me va a caber lo que quería contar. Voy al menos a terminar esta primera parte de la entrada.
-Más le vale.

viernes, 2 de octubre de 2020

Pistolitas

A Mari Carmen


Esto que voy a contar es cierto, pero no quiero dar datos ni pistas que ayuden a identificar a quienes menciono porque es algo que no tiene la más mínima importancia, puesto que de lo que pretendo hablar es de una actitud muy humana y muy general, especialmente en arquitectos (hay más de un arquitecto en esta historia), y los detalles de este ejemplo no son necesarios. He vivido muchos parecidos.

Supongamos que, hace bastante tiempo, yo tenía un asunto que me importaba mucho con una consejería, un ayuntamiento, una universidad, un colegio profesional... qué más da. El caso es que tenía un enorme interés en resolver una cosa y que unos representantes de esa entidad, la que fuera, quedaron en recibirme y reunirse conmigo para (se suponía) ayudarme a resolverla.

Fui con toda mi ilusión y mi diligencia donde me habían citado. Llegué con media hora de adelanto: lo normal; por si acaso. Esperé a que llegara el momento. En estos casos uno está muy perdido y no sabe qué hacer. Paseé un rato y por fin me decidí a entrar a la sede dos minutos antes de la hora convenida.

Gente por aquí, gente por allá, todo el mundo muy ocupado y muy activo. Pregunté por el jefe que tenía que presidir la reunión y me dijeron que estaba por algún sitio y que esperara.

Pasaron a mi lado dos personas que me sonaban. Estaba seguro de que también venían a la reunión conmigo y me presenté a ellas con mi mejor sonrisa conejil. Me dieron los buenos días pero no me hicieron más caso. Hablaban con vehemencia de pistolas. Mejor dicho, de una pistola.

Andy Warhol. Gun. 1981-82

Lo decían delante de mí, sin importarles que me enterase, y yo no tenía mejor cosa que hacer que escucharlos.

Al parecer esa entidad iba a hacer un acto digamos que "cultural" o "social", y uno de los dos había hecho una especie de cartel para darlo a conocer. Era un cartel casero y, por lo que dijeron, muy inmediato, de uso prácticamente interno; no era una cosa que fuera a tener ninguna repercusión fuera del ámbito de esa entidad, pero, no obstante, la prensa local siempre se hacía eco de esas cosas, y a lo mejor hasta describían el cartel o, lo que era peor, lo reproducían. Eso era casi imposible, porque bastante tenían con poner una notita de cuatro o cinco líneas en el apartado "sociedad" o tal vez en "cultura".

Lo que al otro le preocupaba mucho era que se hablara del cartel, porque en él aparecía una pistola.

-¿Y qué más da? -decía el autor-. Una pistola. Ya ves tú. Es algo metafórico.

-Ni metafórico ni leches. Es una pistola, tío; una puta pistola. ¿Qué va a pensar la gente?

-Nada. ¿Qué quieres que piense? Que es un cartel. Nada más que un cartel. Y además la pistola está apuntando para abajo. Es inofensiva. No amenaza. Es una metáfora, coño.

En esto llegó el jefe. Se le veía con prisa. Saludó a los dos casi con un gruñido y se me quedó mirando. Me presenté y le recordé el motivo de mi visita. Asintió y nos hizo pasar a todos a una sala. Me mostró una silla y me senté.