lunes, 20 de noviembre de 2023

Saber enseñar

A todo el plantel de docentes y discentes
de todas las escuelas de arquitectura.


Siguiendo el alto estándar de calidad y rigor de este blog hoy voy a contaros una anécdota que me ha contado un amigo y para cuya comprobación no tengo ninguna otra fuente.

Mi amigo es persona seria, y él me asegura que se la oyó hace años a un profesor que a su vez se la había oído al protagonista, o al menos a alguien que sí se la había oído al protagonista. En definitiva, yo me fío completamente de su veracidad, sin otra salvedad que la de que tal vez adorne yo aquí un poquitín lo que me ha contado mi amigo, quien a su vez seguramente recuerde con alguna magnificación lo que le contó el profesor, quien por su parte tal vez exagerara un poquito lo que le contaron a él (y que ya venía de entrada ligeramente adornado) que había contado el sujeto (quizá un poco retocado y recompuesto por la memoria). Pero en todo caso quiero creer que es completamente cierto.

Mies van der Rohe dando clase

Kevin Roche nació en Dublín en 1922. En 1924 su familia se mudó a Mitchelstown, en el condado de Cork, porque su padre, Eamon Roche, que era todo un personaje (líder republicano irlandés y preso político), fue contratado como gerente de la empresa lechera de la ciudad.

Kevin Roche

Kevin comenzó la carrera de arquitectura en Dublín en 1940 y la terminó en 1945. Su primer proyecto fue una pocilga encargada por un granjero y él siempre sostuvo que fue su primer éxito porque a los cerdos les gustó muchísimo.

Sin embargo, ese primer pelotazo no le hizo anclarse en Irlanda, sino que solo tres años después, en 1948, se fue a los Estados Unidos de América. Y se matriculó en el IIT de Chicago para hacer el postgrado bajo la inmensa dirección de Mies van der Rohe.

Estudiar con Mies era un privilegio. Inculcó a sus discípulos el rigor y la exactitud. (Se dice exageradamente que el primer trimestre consistía exclusivamente en aprender a afilar el lápiz). Pero al mismo tiempo era apasionante. Fijaos en cómo le escuchan en esta foto.

Sin embargo, el gran genio también tenía días malos, como todo el mundo. Era un constante fumador de puros, y casi igual de constante bebedor de Dry Martinis (aunque tampoco le hacía ascos a otros licores, pero el Dry Martini era su bebida favorita). Quien bebe con esa constancia y esa dedicación suele haber adquirido un estado de equilibrio (algo inestable, pero equilibrio al fin y al cabo) que le permite cumplir, en general, con sus obligaciones profesionales, sociales y personales sin desmoronarse demasiado. Y se dice que Mies podía beber (y lo hacía) durante horas sin que se le notara. Pero a veces te cae mal la penúltima copa y todo eso se derrumba y colapsa.

Kevin Roche contaba (o, mejor dicho, mi amigo me cuenta que su profesor contaba que le habían contado que Kevin Roche contaba) que una mala tarde, después de comer (y sobre todo de beber) Mies llegó a duras penas a clase, se sentó ante la mesa y se puso a fermentar. Se conoce que algo de lo que había tomado le había sentado mal. Se quedó con los ojos semicerrados, el lápiz flojo y casi caído en su mano derecha, y resoplaba y farfullaba. Tal vez roncaba.

Roche le puso delante el croquis del proyecto que les tocaba desarrollar, para que el maestro se lo corrigiera.

Mies resoplaba, decía algo así como "frrr, grrr, pffff" y, sin fuerza en la mano, intentaba deslizar el lápiz sobre el dibujo del alumno. Este, ávido por obtener una pista, deseoso de escuchar una palabra del genio, de descubrir un gesto trascendental en su trazo, se quedó bastante desconcertado. Unos minutos después, otro "frrrggg, ehhhhh, ffff" y un movimiento de la mano, cuyo lápiz no llegó ni a rozar el papel, le sugirió una crítica y a la vez una posibilidad.

-¡Sí, sí, ya lo he entendido!

Y se retiró de la mesa de corrección para ir a su tablero. Enmendó frenéticamente lo que creía que Mies le había podido sugerir. Mientras tanto este "atendía" a otros alumnos.

Al cabo de un rato Kevin dio por terminados los arreglos y volvió a esperar turno de corrección. Cuando le llegó enseñó al maestro el diseño mejorado, y este volvió a farfullar y a intentar (sin éxito) deslizar el lápiz sobre el papel de croquis. Y silencio. Silencio. Incomodísimo silencio. Pero al mismo tiempo un silencio cromlech cargado de significado (menos es más). (O, mejor dicho, abierto a cualquier significado que uno quisiera interpretar).

-¡Ahora sí que lo entiendo!

Y volvió al tablero a seguir puliendo y mejorando su trabajo.

No sé cuántas rondas de correcciones le dio tiempo a tener aquella tarde, pero él decía que al final el proyecto estaba muchísimo mejor.

¿Qué significa esto? Probablemente nada. Pero como me gusta sacarles algo de sustancia a los meros chascarrillos quiero creer en algo positivo: Quiero creer que lo mejor que puede hacer un profesor es acompañar, ser testigo, dejar que el estudiante pruebe, investigue, arriesgue, se dé la bofetada, vuelva a probar, mejore, evolucione... No le puede decir cuál es el camino, porque no hay un camino, no hay un solo camino o una sola forma de resolver. Tiene que encontrar SU forma. Ni siquiera SU forma definitiva y para siempre de solventar cualquier problema, sino SU forma provisional y momentánea de resolver este problema de hoy. Mañana ya veremos, y en el acúmulo de todos los mañanas y todos los ya veremos podremos hablar de aprendizaje y de madurez.

Lo mismo que se dice que el primer principio del médico es "no hacer daño", el del docente puede ser "no contaminar ni estropear". Y Mies lo cumplía a rajatabla. Cuando estaba lúcido y más hablador (nunca demasiado) no daba consignas gloriosas ni ampulosas, sino consejos directos, observaciones concretas y siempre lacónicas. Así que aquella tarde vergonzosa tampoco lo hizo tan mal ni tan distinto de las otras.

Quino

Los psicoanalistas tópicos (los de la caricatura que tenemos en nuestra imaginación) no hablan, no toman la delantera ni el protagonismo. Dejan al paciente que se explaye y ni siquiera le dan consejos ni pautas. Escuchan. Toman notas y callan. Es el propio paciente quien expone y desarrolla su problema, lo despliega, lo extiende, lo dispone y ese mero ejercicio le hace verlo. En este chiste lucidísimo (como todos) de Quino la mujer de la limpieza aprovecha que está en el despacho del especialista para tumbarse en el diván y largar. Qué más da que el psicoanalista no esté y no la escuche. Se escucha ella y eso es suficiente. Probablemente no se había escuchado nunca con tanta calma ni tanta atención, y este monólogo en el vacío la ayudará a entenderse mejor y seguramente a tomar alguna decisión, como el silencio abismal de Mies van der Rohe, su ausencia infinita y remotísima, le ayudó a Kevin Roche a hacer un gran proyecto.

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