lunes, 29 de junio de 2020

Simón y Garfúnkel

Me han recriminado en Twitter que escribiera Simón y Garfúnkel, con sendas tildes, tal como lo acabo de hacer aquí. Ya, ya sé que no las llevan. También sé (ahora) que sus apellidos se pronuncian algo así como Saimon and Gárfancol. Pero a mis catorce años eso no era así.

Las tildes en rojo son mías, claro.

A los catorce o quince años empezamos a hacer guateques en la casa de mi primo Carlos o en la de mi amigo Antonio, que eran formidables, porque ambas tenían unos cuartos separados, en el patio, que servían estupendamente para ese fin, con suficiente independencia y comodidad. (También los hacíamos en casa de Javier, de Alfredo y de algún otro, pero en esas era cuando no estaban sus respectivos padres).

Fumábamos, bebíamos algún que otro cubata excepcional entre las habituales mirindas, fantas y cocacolas, y, sobre todo, bailábamos con las chicas de la pandilla. (Bueno, en realidad lo que hacíamos casi siempre era recoger calabazas).

Para bailar agarrao las dos grandísimas (y larguísimas) canciones eran Mediterráneo, de Serrat y Puente sobre aguas turbulentas, de Simón y Garfúnkel. Eran dos elepés que estaban siempre. Bueno; tampoco teníamos tantos.

Muchos de los éxitos que escuchábamos eran de discos de los hermanos y primos mayores. Seguíamos bailando músicas de grupos que ya llevaban años separados. Las cosas antes iban más lentas y duraban más. No se pasaban de moda.

Teníamos algunos elepés y bastantes sínguels. Los elepés los poníamos por las canciones más famosas, y este de Bridge Over Troubled Water era tan solo para escuchar la canción que le daba título, que en aquella época de mi vida fue mi favorita y lo siguió siendo durante años.
Lo que pasaba es que a veces dejábamos correr el disco, y sobre todo cuando el disyoquei era curioso y traviesón (y ponía discos porque no ligaba nada) dejaba caer una canción de ese mismo álbum que se titulaba So long, Frank Lloyd Wright, que, según supimos, quería decir Hasta luego, Frank Lloyd Wright. Yo sabía quién era ese Frank Lloyd Wright porque mi primo (el que solía poner el local) tenía un libro de esos de Maravillas del Mundo, o así, que traía unos dibujos de la casa de la cascada, que nos parecía impresionante.

Esa canción de So long, Frank Lloyd Wright no nos gustaba mucho porque era un poco sosa, pero, sobre todo, porque era bastante corta, y para una vez que conseguías que una chica quisiera bailar contigo era una pena que la cosa se terminara tan pronto. Aunque por otra parte estaba bien, porque a algunas chicas les daba cosa decirte que sí en una canción larga y romántica, no te fueras a pensar (tú y los demás) que les gustabas o algo, pero con un azuquimosqui cortito y soso te decían que sí porque era como que comprometía menos. Se charlaba un poquito (apenas nada), se estaba el resto del tiempo en silencio y ya.

Podría decir que subliminalmente esa canción contribuyó a que yo con el tiempo fuera arquitecto. La verdad es que quedaba ya poco (un par de años) para escoger carrera y había que irlo pensando. Yo tenía más o menos claro que iba a ser ingeniero de telecomunicaciones, que no sabía bien en qué consistía: Bueno, sí, en trabajar en la Telefónica en un puesto bastante mejor que el de mi padre. Él estaba orgulloso de imaginárselo. Se me daban muy bien los estudios, era muy bueno en matemáticas y en física y parecía que podría hacer esa carrera. Bueno. De acuerdo. Además tenía fama de difícil y eso me daba como un aura anticipada de gloria y heroísmo: Iba a ser ingenierodetelecomunicaciones. (Se le llenaba a uno la boca incluso cuando no lo decía; solo de pensarlo).

lunes, 22 de junio de 2020

Desaparecer

Acabo de enterarme por casualidad (como pasan estas cosas) de que una piscina que hice en un pueblo toledano hace muchos años lleva ya tiempo convertida en un skate park. (En español podríamos llamarla "pista de patinaje acrobático" o algo así).
Primero he sentido un poco de pena y de nostalgia, pero en seguida un gran alivio, y esa sensación es la que voy a intentar contaros hoy.

Imagen de un skate park en Zaragoza. (No tiene nada
que ver con el que yo digo, del que no quiero dar pistas).

Me cuentan que mi obra llevaba años sin tener el tirón que tuvo. Cada vez había más piscinas particulares y la gente tenía menos ganas de ir a la pública. (Así nos va con todo: En vez de disfrutar con algo colectivo grande y bien dotado lo repetimos incansablemente en sucedáneos privados, pequeños y peores, pero de uso exclusivo). El coste de mantenimiento era muy alto para el poco partido que se le sacaba. El ayuntamiento ponía a concurso su explotación, con su bar-restaurante correspondiente, y nadie se presentaba. Un desastre. Al final ya ni la abrían. Así que han hecho esto del patinaje que parece que tiene más tirón.

Habría que hablar del alivio que le supone a un arquitecto que demuelan o alteren profundamente su obra, extinguiendo así su responsabilidad civil sobre cualquier cosa desagradable que pueda pasar de ahí en adelante, pero ese no fue, esta vez, mi caso. Hice la piscina hace muchísimos años y el período decenal estaba ya más que extinguido, e incluso doblado.
No; no era eso. Fue una especie de limpieza interior: Una obra menos, una resta, un aligeramiento de peso. Sentí el placer de ir tachando.

Sin embargo, en el inicio de la profesión, en el inicio de la vida, lo normal es que uno intente dejar huella, llamar la atención, hacer muchas cosas y muy espectaculares. Cuesta mucho ir desocupando esa vanidad, irla vaciando, y casi nunca es un acto libre y voluntario, sino la consecuencia de las decepciones y bofetadas que te va dando la vida. Y el cansancio. Y el hastío. Y la única ansia que al final te queda es la de que te dejen tranquilo, la de vivir en paz lo que te quede y no marear demasiado.

lunes, 15 de junio de 2020

El abuelo

El otro día pusieron en TCM Eva al desnudo (All About Eve), una magnífica película de 1950 de Joseph L. Mankiewicz (ya van dos veces seguidas que hablo de él).

Lo comenté en Twitter junto con una amarga reflexión: Estas grandiosas obras de arte ya solo nos entusiasman a cuatro desubicados. A la chavalería no les dicen nada ni les interesan lo más mínimo.

Como decía Borges, se podrá mantener a salvo el manuscrito de una obra literaria, limpiar con mimo y conservar el lienzo de una pintura, restaurar un edificio, lo que se quiera, pero todas esas obras de arte habrán muerto definitivamente cuando no interesen a nadie.

(Así, por ejemplo, el Libro de Buen Amor (y no digamos el Poema de Gilgamesh) se estudia y se seguirá estudiando, y para los especialistas seguirá teniendo valores inmarcesibles, pero para la "gente normal", incluso para quienes amamos la lectura y la literatura, murió hace ya siglos, y todo lo que podemos saber de él es lo que nos metieron a la fuerza en el colegio (antes nos metían esas cosas en el colegio; ahora creo que ya ni eso). Pero, sin ningún género de dudas, ya no ilumina nuestras vidas, ni las alegra, ni las alecciona).
(Perdón por este inciso, pero es para decir que hablo de películas que ya solo son una pálida sombra en la vida de unos pocos seres perdidos).

Aparte de esa reflexión, dije que a mí la película me sigue emocionando, y que el hecho de que la actriz que interpreta a Eve Harrington (Anne Baxter) fuera nieta de Frank Lloyd Wright me da un punto extra.

Anne Baxter

Hubo gente que lo ignoraba y se sorprendió, y como este es un servicio público y no solo aspiro a divertiros, sino también a informaros, os lo cuento por si no lo sabíais.

Tras dos años de noviazgo, Frank Lloyd Wright se casó el día 1 de junio en 1889 con la señorita Catherine Lee Tobin. Él tenía diecinueve años (le faltaban solo siete días para cumplir veinte(1)) y ella dieciocho.

Al año siguiente nació su primer hijo, Lloyd, y después, muy seguidos, John, Catherine, David, Frances y Robert Llewellyn. Seis en total.

Pues bien, la tercera de sus hijos, Catherine, se casó con Kenneth Stuart Baxter, un muy importante ejecutivo de la Seagram's Distillery(2) y fue madre de Anne Baxter.

martes, 9 de junio de 2020

Dinero fácil

A Emilio.


Hoy quiero contaros una envidiable historia que se puede leer en este libro que me prestó mi amigo Emilio(1).


En él Joseph Mankiewicz dice que su colega Norman Krasna le contó una buena idea que se le había ocurrido para una obra de teatro. Estaba inspirada en un linchamiento que había ocurrido en el norte de California:

-¿Te imaginas si una turba enfurecida...?
-Uf. Sí. Sería tremendo.

Norman Krasna

A Mankiewicz, que por aquel entonces era guionista y aún no había dirigido nada, aquello le caló.

Le caló tanto que tres años después aún se acordaba de ello y se lo propuso al gran (y temible) Louis B. Mayer con la pretensión de dirigir esa película. El jefe le dijo que seguro que iba a ser muy buena, y un fracaso comercial, pero que de acuerdo. Solo que a él lo quería tener como productor, porque no lo veía aún preparado para dirigir(2).
Mankiewicz propuso entonces como director a Fritz Lang, recién venido a EE.UU. y que estaba en esos momentos sin trabajo, y Mayer aceptó.

-Hay una pega -dijo Mankiewicz-, y es que la idea no es mía, sino de Norman Krasna. Se la tendríamos que comprar.
-De acuerdo -le contestó el jefe-. Ofrézcale veinticinco mil dólares por el argumento.

miércoles, 3 de junio de 2020

Ignominia y torpeza

Aunque ya sé que nunca aprenderemos y que siempre seremos igual de imbéciles(1), me enfado cada vez que tengo noticia de un nuevo episodio, pero es siempre el mismo.

Hoy toca hablar, de nuevo, de políticos emocionados con el arte. Pero si no entienden nada, si no saben nada, si no les importa ni un poquito. ¿Para qué destrozan? ¿Para qué ofenden? ¿Para qué vandalizan? No ayuden, por favor, pero tampoco estorben ni arruinen.

Que a los políticos no les interesa el arte, la arquitectura, el diseño ni la cultura es notorio. Ya nos hemos resignado a ello. Pero cuando se entusiasman con algo es peor; es para salir corriendo.

Ya hablé aquí del vergonzoso episodio del "vandalismo artístico" de los silos castellanos. Ahora toca cargarse el faro de Ajo (Cantabria).


En esta foto tenemos a una caterva de impresentables haciendo el ridículo y posando ante la nueva agresión que van a perpetrar. Y tan contentos. Y con esa cara tan grimosa de "¿pero no decías que no nos interesaba el arte contemporáneo?; pues aquí nos tienes".

Uno enrojece, mira hacia abajo, humillado y cansado, y dice: "No es eso. No es eso".

No se enteran de nada. En su inconcebible ignorancia omnímoda escuchan siempre al cantamañanas y nunca al artista, siempre al demagogo y nunca al riguroso, afrontan proyectos absurdos y nunca los verdaderamente válidos y necesarios. Tienen un radar infalible: Apunta siempre al revés. Si caminaran hacia el lado contrario del que les dicta su instinto acertarían siempre.

lunes, 1 de junio de 2020

El flexo

(A -por orden de aparición- Lorenzo,
Darío, José María y Andrea. Muchas
gracias por todo).


¡Taratará tarááá! ¡El flexo! Si has entendido esto y lo has tarareado comilfó es que tienes sesenta años, como yo, y hace cuarenta oías la SER.


Y de eso va esta entrada. Hace un mes conté que cumplía sesenta y no quiero repetirme, pero es que esta provecta edad me está marcando demasiado y también marcó mi parte en lo que sigue y es de lo que quiero hablaros.

El otro día los incansables Stepienybarno convocaron un debate on line sobre arquitectura y blogs y me invitaron a asistir junto con José María Echarte, del blog n+1, y Andrea Griborio, de Arquine. Moderó el arquitecto sevillano-segoviano Darío Núñez, del estudo SF23.

Estuvimos hablando más de una hora y media, y aquí tenéis la sesión completa.


Para mí es una verdadera angustia (y al mismo tiempo una enorme excitación y un estímulo) estar con los directos de Instagram, los Team, los Zoom y los Güebinar, que ni sé lo que son, y aparecer siempre desorientado y desubicado junto a gente joven y, lo que es peor, algún que otro cuarentón que presume de viejo.

Para empezar os diré que tengo varios ordenadores, pero ninguno tiene cámara ni auriculares ni una buena conexión a internet (la justa para trabajar y consultar cosas). No tengo portátil, y para estos bolos me suelo conectar con una tableta que me regaló mi hijo mayor, que, como es natural en su edad, está muy enrollado con los cachivaches.

Para este tipo de eventos, que requieren mucha conexión a internet (técnicamente diríamos "un buen chorraco"), mi estudio no me vale, y el mejor sitio de la casa es el cuarto de mi hijo, ese hijo tecnológicamente integrado del que acabo de hablar, que recibe la fibra óptica directamente en su mesa y que desde ahí tiene la condescendencia de reenviárnosla al resto de la casa.