lunes, 30 de septiembre de 2019

Las casas a la cara

Gracias a Miguel Barahona, a quien, naturalmente, le dedico esta entrada, acabo de descubrir(1) este dibujo:


y, sobre todo, la historia que hay detrás, que os voy a contar.

Pero antes que nada, por favor, clicad la imagen que acabo de poner para verla más grande, y examinadla con cuidado, que luego os la voy a tomar.

Lo primero que habréis visto (pero eso se aprecia ya en pequeño, y casi con los ojos cerrados) es que el dibujo es de Frank Lloyd Wright. Y lo segundo, ya fijándose, es que los nombres de los clientes son Liliane y E. J. Kaufmann.

Otra cosa que viene en ese dibujo es que la casa se iba a construir en Palm Springs, California (finalmente no se construyó), y otra que debéis saber y no viene, pero que ya os digo yo, es la fecha: 1951.

Hay aún otro detalle muy importante que sí aparece ahí, pero no os lo digo por ahora. A ver si lo descubrís. Es de alguna forma el quid de esta entrada, así que dejadme que me lo reserve para el final. (Pero mientras tanto dadle otro vistazo al dibujo).

Empecemos por los clientes: Los Kaufmann. Edgar Jonas Kaufmann era un empresario y filántropo judío. Un rico propietario de Grandes Almacenes en Pittsburg y en todo el oeste de Pensilvania. Estaba casado con su prima hermana Liliane Sarah Kaufmann, lo que, en principio, podría parecer una ventaja porque conservaba su apellido de soltera y así se ahorraba rehacer bordados y todo tipo de rótulos con su nombre. Pero lo malo es que en Pensilvania, su tierra, estaba prohibido casarse entre primos hermanos, y tuvieron que hacerlo en Nueva York. (Así que ya no traía tanta cuenta aquel ahorro en rotulación y tarjetería varia).

El matrimonio tuvo un hijo, Edgar junior.

De izquierda a derecha: Edgar J. Kaufmann Sr., Edgar J. Kaufmann Jr.
(sí: el hijo parece mayor que el padre) y Liliane Sarah Kaufmann.

Edgar Kaufmann senior admiraba a Frank Lloyd Wright, a quien había encargado diversos tanteos fallidos para Pittsburg, y también le había financiado su proyecto utópico de Broadacre City. Tenían tan buena relación personal y familiar que el niño, Edgar junior, estaba en la alegre comunidad de Taliesin haciéndose arquitecto.

Edgar J. Kaufmann, Sr., en su despacho de los Almacenes
Kaufmann de Pittsburg, decorado por Frank Lloyd Wright.

Así que era obvio que los papás le encargaran al viejo su casa de campo en una finca que tenían cerca de Pittsburg (a sesenta y tantas millas; una hora y media de viaje). El maestro les hizo la ya conocida chabola:


Casi nada.

No debieron de pasar allí malos fines de semana ni días de vacaciones, y si me permitís coger el rábano por las hojas, a mí siempre me ha parecido una señal (sí, seguro que la más tonta) de confort y vida agradable e idílica el hecho de que años después pudiera ser posible un libro tan sorprendente como este:


Elsie Henderson: La cocinera de Fallingwater.
El libro de sus recetas y sus memorias.
La fotografía de la señora con la tarta está sacada del propio libro, naturalmente.

Pero Pensilvania es un estado bastante frío en invierno (estaréis hartos de ver fotos de Fallingwater nevada y con la cascada hecha carámbanos), y además un matrimonio rico no tiene ni para empezar con solo una residencia para vacaciones y fines de semana, así que se hicieron otra casa en Palm Springs, California. Pero esta vez no se la encargaron a su querido arquitecto de cabecera, sino a Richard Neutra, a quien conocían precisamente de Taliesin por su hijo Edgar. Esto a Wright mucha gracia, lo que se dice mucha gracia, no le hizo.

Neutra era un arquitecto austriaco emigrado a Estados Unidos y establecido en California. Admiraba a Wright y le había hecho la correspondiente visita de rigor, e incluso había trabajado una temporada a sus órdenes.

El matrimonio Neutra en Taliesin: De izquierda a derecha, Wright,
Richard Neutra, Silvia Moser (con su hijo Lorentz), Kameki Tsuchiura (que
había colaborado en el Hotel Imperial de Tokio), Nobu Tsuchiura,
Werner Moser (tocando el violín) y Dione Neutra (tocando el violoncelo).

Richard Neutra les hizo esta casa a los Kaufmann:


No sé si ha habido clientes más afortunados con sus encargos arquitectónicos, ni más inteligentes para buscar arquitecto. (Sí, bueno, quizá los Médici). Vaya par de casas que se hicieron. Qué barbaridad.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Entre Pinto y Valdemoro. (El pato).

Últimamente me están pasando algunas cosas curiosas, y, como ya sabéis que este blog es el desagüe y la purga de mi corazón, os las voy a contar.

Se trata de méritos científicos-académicos, seguramente modestos, pero que me llenan de satisfacción y de alegría. (Y también de sorpresa).

Lo primero fue que se pusieron en contacto conmigo para ser uno de los lectores-informadores de un artículo candidato a ser publicado en la prestigiosa revista Constelaciones.


¿Yo? ¿Por qué yo? ¿Juzgar yo a un autor? Yo no soy nadie. No tengo ningún mérito académico, ningún peso científico, ningún prestigio.
"Se han debido de equivocar conmigo", me dije. Es algo que últimamente me suelo decir mucho. Mi honradez me lleva a explicarle a quien me ha llamado que no reúno los requisitos adecuados, pero nada: insisten y entonces sí que me dejo querer.

Lo segundo fue que yo, a mi vez, publiqué sin mayor problema, pasando con comodidad y rapidez los preceptivos controles de calidad, un artículo en el número 1 de la revista VAD (Veredes, arquitectura y divulgación) 


Otro "éxito" ha sido que recientemente El Confidencial ha publicado un reportaje sobre Gutiérrez Soto y el autor consultó este blog entre otras fuentes y me entrevistó (junto con gente muy prestigiosa). Me cita mucho. Tanto que después una de las hijas de Gutiérrez Soto se puso en contacto conmigo para agradecerme lo que conté de su padre. (En ese momento sí que me pareció que lo que yo había dicho eran cuatro tonterías).


Ahora me llega este libro, muy profundo y riguroso, de varios autores, entre los que me encuentro:


También me han invitado a participar en una mesa redonda sobre Curro Inza el próximo 1 de octubre en la sede del Colegio de Arquitectos de Segovia. (Todo ello, también, por las dos entradas que le dediqué en este blog).

Y ya, para colmo, estoy en proceso de tener una actividad académica que me va a entusiasmar y de la que contaré algo cuando lo tenga más definido.

Qué locura. ¿Y todo esto de dónde viene? Pues en definitiva de este blog. (Lo de Gutiérrez Soto y lo de Curro Inza directamente, pero lo demás también de alguna forma).

sábado, 14 de septiembre de 2019

Imágenes

La tarde está gris y plomiza, y yo también. Estoy tan bobo (y tengo tan pocas ganas de trabajar) que me quedo medio aplatanado mirando desde mi estudio y pierdo el tiempo. "Cuando el diablo no tiene qué hacer con el rabo mata moscas", así que, como quien no quiere la cosa, cojo el teléfono y "clic".


Hala. Ya está. Acabo de hacer la foto y de ponerla en el blog, pero la podría haber subido también a Twitter, Instagram, Facebook... Lo suyo sería añadirle un título o comentario: "Tarde gris", o mejor: "Meditaciones en una tarde gris", que queda más interesantón. Qué bien, qué bonito y qué sentimental. (Y, sobre todo, qué fácil).

Nos podemos pasar el tiempo que queramos, todo el tiempo, contando nuestra vida segundo a segundo, emitiendo fotos y vídeos, comentando nuestra riquísima existencia, iluminando al mundo con nuestras excitantes experiencias.

Yo mismo, en algún momento y en las distintas redes sociales, he vertido los siguientes testimonios gráficos, todos ellos impresionantes: Fotos de edificios, de libros, de comidas (con predominio del café con leche con porras, pero también un par de veces sendos platos de kokotxas), de botellas de vino con hermosas etiquetas, de detalles chuscos y/o graciosos, fotos artísticas (la textura de una pared con sucesivas capas de carteles pegados y rascados), fotos de mis pies en la playa, del morro de mi coche cagado con saña por los pájaros, de un lápiz, de varias camisetas, autorretratos con gorra, sellos, monedas y medallas, cerveza Estrella Galicia, mi escalímetro bueno, una libreta con gomita, un esqueleto de cartulina a medio armar, mi mesa hecha un desastre... Y un vídeo de la punta norte de Baiona (Pontevedra), donde el parador, filmado muy lentamente de izquierda a derecha y repetido tres veces porque en el momento más inoportuno se plantaba alguien a mirar el mar y no se iba.

A lo tonto, y smartphone en ristre, podemos generar y generamos cientos de fotos cada día. Una diarrea de fotos de cada cosa que nos llame la atención, de cada chorrada que nos haga decir: "Ay, mira", de cada: "Esto lo tiene que ver Fulanito": Un tacón muy alto, una gaviota posada en una balaustrada, un coche con matrícula FLW (lo he hecho) o DWG (también), unas nubes, una rosaleda, unos adoquines, un panel con el menú de un bar...

Sin embargo, no tengo ni una sola foto en la escuela con Emilio, ni con Iván, ni con Joaquín, ni con Paco, ni con Merche, ni con Marta, ni con Arancha, ni con Juan, ni con (otra) Marta, ni con Pablo, ni con Ochan... Y mira que pasamos años juntos; un día, y otro día, y otro... ¿Pero quién se hacía fotos entonces?

Primero, porque inmersos en nuestra rutina cotidiana no nos dábamos cuenta entonces de lo preciosos que eran esos momentos y de la añoranza que nos iban a suscitar años después, y segundo, porque las fotos eran caras: Tenía uno que comprar el carrete y luego revelarlo. Uno se lo pensaba mucho antes de disparar. Te ibas de vacaciones con una película de 36 fotos y tenías más que suficiente. Incluso te sobraban. Volvías a casa sin haberla agotado, calculabas que te quedaban cinco o seis disparos por hacer (nunca era exacto) y los querías aprovechar. Y ya llevabas a revelar el carrete varios meses después, cuando ya no se estilaba.

No había escasez ni penuria alguna, pero sí es verdad que algunas cosas no se parecían nada a las de ahora. Por ejemplo esto que digo de las fotos.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Pocos amigos

Hace mucho que no hablo de jazz, cosa que me suele pedir el cuerpo durante las vacaciones de verano. Pero aunque ya se me han terminado voy a ponerme hoy con ello. Sírvame como excusa que esta vez no voy a hablar de música amable, sentimental, "bonita", "vacacional", sino de un teorema frío, muy inteligente, muy complejo y extraño.

Voy a hablar nada menos que de la pieza que abre uno de los discos imprescindibles de jazz, de los que salen en todas las listas de los cien mejores, de los diez mejores, de los cinco mejores de la historia: Kind of Blue. (Para algunos, directamente el mejor disco de jazz de todos los tiempos).


La pieza a la que me refiero se titula So What, que significa más o menos "Y qué", y además aquí parece dicho con un tono y un gesto de desplante, casi como diciendo: "¿Y a ti qué te importa, imbécil?"


Aparte de la propia evolución del jazz hay también una evolución social e ideológica del músico de jazz: Del negrito bueno y simpático que alegraba las fiestas y hacía bailar a todos, siempre riendo y bastante servil por la cuenta que le tenía (muy similar al flamenco que tocaba y cantaba para las juergas de los señoritos), pasamos al músico más digno, más consciente de su valor cultural, pero aún amable y sonriente, y de ahí al músico cada vez más exigente contra las injusticias y los abusos, más intelectual y más dispuesto a que su música respondiera a su investigación y no a los gustos del público.

Valga esta rápida caricatura, que me sirve para entender cómo se pasa de la adorable y franca risa de Louis Armstrong a la sonrisa elegante de Duke Ellington y a la cara de asco de Miles Davis(1).