miércoles, 30 de enero de 2019

Cuando Alvar encontró a Paco

Hace tiempo ya hablé aquí de la sorpresa que me produjo encontrar cerca de mi pueblo una urbanización cuyas calles tenían nombres de arquitectos ilustres.

El otro día, yo creo que por autoescandalizarme y hacerme daño gratuitamente, quise pasear virtualmente por la calle de Alvar Aalto utilizando el Google Street y vi cosas como esta:


Es la calle de Alvar Aalto esquina con la calle de Sáenz de Oiza en Illescas (Toledo). A esa casa se entra por la calle del navarro, pero la foto está tomada desde la del finlandés. (Curioso encuentro el de ambos maestros).

Puse en twitter esta misma captura de pantalla, acompañándola de una maldición grosera que no voy a repetir aquí, principalmente porque este blog lo lee mi director espiritual y el twitter no; así que allí me permito exabruptar con soltura.

Sí diré que esa maldición grosera que solté fue compartida e incluso aplaudida por algunos, pero un compañero me la afeó muchísimo, lo que me movió a querer darle explicaciones. Lo que pasa es que twitter es un muy buen sitio para tirar la piedra, pero no tanto para pedir excusas o matizar argumentos, por aquello de su brevedad. Por eso me lanzo a escribir esta entrada.

Empezaré diciendo que mi grosería no iba dirigida contra el arquitecto firmante de esa bazofia ni contra nadie en particular. Estaba en plural e iba dirigida a todos. Era (o quería ser) como la maldición que lanza George Taylor al final de El Planeta de los Simios. "Yo os maldigo a todos".

Yo os maldigo a todos. [...]. Os maldigo.

Y me maldigo a mí mismo, pues confesé allí, y vuelvo a confesar aquí, que he hecho casas peores que la de la foto. (Lo que pasa es que ni en la calle de Alvar Aalto ni en la de Sáenz de Oiza).

lunes, 21 de enero de 2019

Polvo, hormigón, vanidad

A mi padre.



Algo que deberíamos repetirnos los arquitectos todos los días es que los edificios que hacemos están en la ciudad o en el paisaje, y que lo agradables que puedan ser depende de su capacidad de diluirse en su entorno, de "estar bien" allí.
El edificio que diseñemos no va a salvar nunca a la humanidad, ni va a arreglar la calle en la que esté, ni va a darle sentido al entorno. Sí que puede, por el contrario, causar dolor o estropear el ambiente circundante.
Esto es bueno que nos lo digamos a menudo. Tenemos que ser conscientes de que los arquitectos no somos los protagonistas de la jugada ni los reyes del mambo. Somos -debemos ser- unos profesionales útiles que hagan discreta e inteligentemente su trabajo. Es que, de verdad, no sé qué nos hemos creído.

Vivimos en un entorno construido y estamos constantemente viendo edificios. Edificios anónimos. Edificios no muy buenos, pero en general aceptables siempre que no digan "aquí estoy yo". En ese caso, uf, qué jartibles.
La mayoría de nosotros somos capaces de hacer cosas decentes, bien pensadas, sensatas y agradables. Pero a veces se nos va la olla intentando hacer la obra maestra, el gran cacharro epatante. No somos capaces de reconocer nuestras limitaciones, y ahí metemos la pata hasta el fondo y obsequiamos al mundo con un nuevo bodrio. Y anda que no hay. Demasiados.

Los edificios son como las personas. Hay pocos realmente apasionantes. Con la mayoría ya nos vale (y nos vale muy bien) con que sean educados, respetuosos y correctos. Pero siempre están los zafios pesados que interrumpen cualquier conversación para decirnos que les han operado de la vesícula, y nos explican su operación y sus dolores y sus síntomas con pelos y señales, y nosotros estamos deseando que terminen y que se vayan o nos dejen escapar: Pues esos son los edificios con ringorrangos y jeribeques, los edificios que se creen importantes y lo eructan. Qué cansancio.

Madrid. Una calle cualquiera con edificios cualesquiera.
(Imagen anodina sacada del Google Street. Y sin embargo yo fui muy feliz ahí).

A este respecto, el otro día hablé de un cardenal rimbombante y hoy quiero hablar muy brevemente de mi padre, si soy capaz.

Mi padre fue un hombre honrado, serio, cordial, juicioso y cariñoso. Sí, era serio -y levantaba la ceja-, pero tenía un sentido del humor muy especial.
Mi padre era de la generación que pasó de vivir la guerra civil y la miseria en su infancia a descubrir la lavadora, la tele, el utilitario y las vacaciones en la playa. A mis hermanos y a mí nos inculcó el amor por la lectura y por el cine, y a ser honrados y decentes.
Jugaba mucho con nosotros. Nos hizo un campo de fútbol de chapas con unas porterías... qué porterías; y con un marcador...

sábado, 12 de enero de 2019

Polvo, cenizas, nada

El cardenal Luis Manuel Fernández Portocarrero Bocanegra y Guzmán (ahí queda eso) mandó que en su tumba no apareciesen ni su nombre, ni sus títulos, ni sus méritos, sino tan solo el texto "HIC IACET PULVIS CINIS ET NIHIL" (Aquí yace polvo, cenizas y nada).

Tumba del cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo.
(Foto de Miguel Larriba en su blog miratoledo.blogspot.com)

Este gesto se tiene casi unánimemente como una muestra de profunda humildad.

La historia de este cardenal es interesantísima, pero ni me la sé lo suficientemente bien ni creo que este sea el mejor sitio para contarla. Tan solo diré que pasó sus últimos años en Toledo como en una especie de retiro forzado. (Bueno: de arzobispo, que no está nada mal). Quien había tenido gran poder e influencia política en la corte jugó mal su última carta y fue relegado a un puesto muy digno y muy cómodo, pero inofensivo. A muchos ya nos gustaría vegetar tranquila y plácidamente en un lugar agradable y no tener problemas ni apremios en nuestra vida, pero a quien ha sido un águila y un trueno esa perspectiva no le resulta nada halagüeña.

El caso es que sus antecesores se habían hecho enterrar en la catedral con bustos e inscripciones que ponderaban sus vastas virtudes y grandes títulos y honores -una actitud verdaderamente muy poco cristiana, pero muy habitual y extendida-. Especialmente el cardenal Mendoza, dos siglos antes, se había hecho un sepulcro que era casi como una catedral dentro de la catedral.

Contra ello, Portocarrero se mandó hacer esa lápida en la que ni siquiera aparece su nombre. "¿Quién está ahí enterrado?", se pregunta el visitante. "Polvo, cenizas y nada", le responde la lápida.

Pero no es así. En Toledo todo el mundo sabe que esa es la tumba de Portocarrero, las audioguías lo cuentan, los libros para turistas lo ponderan. Qué bueno, qué noble, qué humilde y qué cristiano fue este cardenal y arzobispo.

lunes, 7 de enero de 2019

Esa tierra ordenada

A Peter y a David

El otro día mi amigo virtual Peter (@Speedmaster72) publicó en twitter, bajo la etiqueta #JuevesDeArquitectura -una etiqueta que honra y enriquece para placer y enseñanza de quienes le seguimos-, la magnífica casa que Corrales y Molezún le hicieron a Camilo José Cela.

A las cuatro fotos que la red del pajarillo permite poner como máximo, y que copio por aquí, les añadió este bellísimo texto del Premio Nobel:

Porque del amor del hombre con la tierra nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando pinta en bastos, para seguir amándola(1).


Me parece lucidísimo llamar a la casa "tierra ordenada". Cuando pinta en bastos nos refugiamos en un micromundo que está ordenado, que es coherente, que no nos angustia ni nos aturde con sus contradicciones y sus dramas.
La casa nace del amor que le tenemos a la tierra, pero, a diferencia de esta, está ordenada y nos mantiene a salvo.
Amamos la tierra, pero la tierra a veces nos sacude -cuando pinta en bastos- y tenemos que guarecernos en su contrapunto ordenado: la casa. Y gracias a eso podemos seguir amando a la tierra, a la vida feroz, caótica, trágica y deliciosa.



En seguida se sumó David García-Asenjo (@dgllana) a la publicación tuitera de Peter y, con su habitual erudición, aportó los comentarios que hizo Cela sobre su casa en la revista Arquitectura nº 96, 1966, páginas 52-54. (Y puso el enlace, que os recomiendo leer: aquí).

Ilustración de Lorenzo Goñi, que aparece en la citada revista

Entresacó estos dos párrafos:

La casa que me hicieron Molezún y Corrales, y que se ha publicado en el número 94 de esta Revista, es lógica, muy lógica y habitable. Es lo único que necesitaba y es también algo que las casas no suelen  ser; las casas, con frecuencia, son lujosas o aparatosas, o bellas, o de éste o del otro estilo y, al final, todo suele acabar en pastiche (en falso lujo, en agobiador aparato, en convencional belleza, en réplica de un estilo que no la necesitaba). Sé de sobras que no es una empresa fácil el levantar una casa para un escritor y, menos aún, si este escritor es como yo soy: bárbaro, elemental y cabezota (y también, a ratos, sentimental, barroco y ecléctico). Molezún y Corrales acertaron y entre estas paredes me siento a gusto para vivir y cómodo para trabajar.
[...]
Eso es todo y, para mí, no poco; mejor dicho, más de aquello a lo que jamás -hasta que sucedió- hubiera aspirado. Mi casa es un gran taller y la consigna que di a los arquitectos -ni un solo centímetro cuadrado innecesario, ni una sola pieza falsa- la cumplieron con evidente fortuna. Es lástima que sean tan holgazanes y no se decidan a dibujarme los cuatro faroles exteriores que faltan. Las fachadas son de gres o de piedra, según por donde se mire; los pisos, de gres, y las paredes van dadas de cal. Por algunos sitios hay madera.