sábado, 28 de marzo de 2020

La señora y Bachelard

Esta mañana han salido por la radio unas cuantas mujeres mayores que viven solas y que se defienden bastante bien en este duro confinamiento que estamos pasando. Han hablado de las muestras de cariño y buena vecindad consistentes en que siempre hay alguien que les deja el pan y la leche en la puerta (benditos sean), y de las diarias conversaciones por teléfono con los nietos.

La que más me ha llamado la atención ha sido una señora de más de noventa años (creo que ha dicho noventa y dos), que se levanta, ventila, hace la cama, desayuna... por las tardes sale al balcón a aplaudir y hay unas luces azules (deben de ser las de la policía) que le encantan. Ve la tele, lee alguna revista...

Albert Anker. Anciana leyendo

Debe de ventilar mucho, porque lo ha vuelto a decir después de leer la revista. Ha confesado que estaba hablando desde su dormitorio; seguramente sentada sobre la cama. Aunque una viva sola y nadie la moleste en ninguna habitación, parece que para las llamadas importantes se está más concentrada en el cuarto que en la sala.

Ha hecho mucho hincapié en las luces que entran por las ventanas y por el balcón y ha rematado con: "Es que tengo una casa preciosa".

jueves, 19 de marzo de 2020

Mondrian en mi casa


Estos días de pandemia y pánico los estoy pasando en casa y en el estudio, sin salir, y me paso horas con esto enfrente:


Así que os lo voy a contar:

Es un póster del Centro Pompidou de París que muestra el cuadro New York City, de 1942, de Piet Mondrian.

El cuadro, propiedad del museo parisino, es este:

Piet Mondrian. New York City. 1942

Y ellos lo "posterizaron" añadiéndole el rótulo gordo abajo y un margen blanco alrededor. Además lo serigrafiaron con un fondo blanco impoluto y una uniformidad de color en las líneas que el cuadro de Mondrian no tiene.
Para colmo yo le añadí unas líneas grises que... Pero eso lo contaré luego. Por ahora imagináoslo sin esas líneas torcidas añadidas (cuyo origen y motivo supongo que os parecerá obvio).

viernes, 13 de marzo de 2020

Las letras vaciadas

El otro día la arquitecta y profesora @jblPaz, del estudio PAZ+CAL, puso en Twitter un excelente edificio (no suyo) de Toledo, y yo lo apoyé y lo intenté difundir, y aproveché para decir que mucha gente admira la arquitectura toledana de siglos pasados y no sabe que la ciudad imperial también tiene excelentes edificios contemporáneos.
Ella se sumó dando una lista de magníficos arquitectos actuales que tienen obra en Toledo, pero, naturalmente, se excluyó por modestia. Yo creo sinceramente que PAZ+CAL son de los mejores y así se lo dije, y, como no lo había hecho ella, puse fotos de su Consejería de Educación de Castilla-La Mancha, en la calle del Río Alberche, de Toledo.
Y los dos nos acordamos de un artículo que escribí hace muchos años. Ella lo conserva, cosa que me honra, y me lo pasó.
Lo leo y, esté mal o bien escrito, creo que cuenta algo muy interesante sobre la relación de los arquitectos con las administraciones públicas, y pienso que aunque ya tiene dieciséis años (qué barbaridad) sigue valiendo porque lo que cuenta es eterno.

Os lo pongo. Apareció en la ya desaparecida revista Ecos, de Toledo, en el número del 20 de febrero de 2004. (Se nota su edad, por ejemplo, cuando aún estoy tan desorientado con la supresión de la ché y de la elle, pero lo dejo tal como lo escribí entonces).



Las letras vaciadas

Hace unos días el Colegio de Arquitectos organizó una visita a las obras de la Consejería de Educación, en el barrio del Polígono, en Toledo. Nos reunimos allí un grupo de compañeros (y, sin embargo, amigos), y esperamos unos minutos a que comenzara la visita.


Había algo muy apropiado para entretener nuestra espera: La explanada de acceso estaba poblada por letras grabadas, vaciadas en la solera de hormigón, que, aparentemente, no significaban nada. Estaban sueltas, pero seguían pautas paralelas, lo que invitaba a intentar descifrar un posible mensaje buscando lecturas en horizontal o incluso en vertical, al derecho y al revés. Nada. Imposible. Aquello parecía ser un mero recurso gráfico: utilizar las letras como objetos decorativos haciendo una analogía entre la Consejería de Educación y el aprendizaje, las primeras letras, los textos, la cultura... Bien; pues vale.

Reconozco que tengo sensaciones contradictorias ante el uso, tan de moda, de las letras como objeto de diseño y de consumo. Por una parte, las letras son fascinantes gráficamente, como objetos formales, y nos dan la impresión de que siempre han existido. (¿Quién se atrevería a inventar una letra nueva?). Y para las veintitantas letras existentes (ya no sé el número exacto, después de lo de la “che” y la “elle”) hay mil diseños tipográficos, tan diferentes que parece mentira que se refieran a las mismas letras, y sin embargo éstas son reconocibles por debajo o por detrás del diseño. Por ello, qué bonito resulta emplear las letras como bellos objetos decorativos, o como ensalmos, talismanes o amuletos mágicos.

Pero, por otra parte, una letra sin significado tiene algo de monstruoso, como un residuo mutilado y mutante. Uno ve una “a” y dice “a”, aunque sea en silencio. Suena “a”, y se queda en nada, en un miembro desgarrado de su cuerpo. ¿Es la “a” de “amor” o es la “a” de “arenque”? Con las letras conviene ser serio, tomárselas en serio. Ya sé que ahora, en plena postmodernidad, da igual ocho que ochenta, y lo que priva es la desconstrucción del mensaje,  la descontextualización del signo, la ambigüedad de los significados, el fin de la razón, el pensamiento débil y todo eso. Pero, a fuerza de relajar nuestra capacidad crítica y nuestro rigor, y a fuerza de avergonzarnos de la dureza que conlleva el racionalismo, hablamos con entusiasmo del pensamiento débil cuando en realidad deberíamos hablar con dolor de la debilidad del pensamiento.

viernes, 6 de marzo de 2020

Hormigón

A Luis González Jiménez, enamorado de los materiales, que
enseña con rigor técnico, profundidad filosófica y amor poético.
Y por lo mismo, pero específicamente con el hormigón, a Manuel F. Herrador.
A Pedro, que lee este blog y a veces comenta. (Hoy por alusiones indirectas).
A Emilio. Sin él mis conocimientos sobre el hormigón serían bastante peores.



-¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Es hormigón. Nada en el mundo huele así. ¡Qué delicia oler hormigón por la mañana!
Teniente coronel Bill Kilgore
Apocalypse Now


Hemos quedado por la mañana, temprano. El constructor me dijo ayer por la tarde que estaban terminando y que hoy querían hormigonar.
Como de costumbre, y por mucho que advierta que no lo hagan, ya está avisada la central y las cubas están a punto de salir. Todo muy bien si doy el okey a la primera, pero si digo cualquier cosita: que pongan ahí un par de redondos más, que coloquen los conectores de otra manera... lo que sea, ya tenemos el lío, con las hormigoneras avasallando porque necesitan verter.
Pero me han dicho (siempre lo hacen) que no pasa nada. Primero, que está todo bien porque lo han comprobado de sobra, y segundo, que si se me ocurre cualquier parida me harán caso en cero coma siete segundos. Ya veremos.

Para ser la primera hora el tráfico ha sido más fluido de lo que esperaba y he llegado unos minutos antes de lo previsto. No acerco mucho el coche a la obra para no estorbar a las cisternas cuando lleguen (y para garantizarme mi marcha cuando me apetezca, sin depender de que me dejen el paso libre), sino que lo dejo a unos cien metros de distancia y miro desde lejos la obra mientras sigo escuchando el programa de radio que traía conduciendo. Están todos allí, pero aún no quiero aparecer. Me hago perezosamente el remolón.

Estoy así poco tiempo. Escucho al locutor hasta que termina su esclarecedor comentario, apago la radio y salgo del coche.


Accediendo ya al solar tengo una impresión engañosa: Sobre la tierra hay tablas, chapas sobrantes de encofrado, armaduras... y da una impresión de desorden. No es así. Obviamente, no es un quirófano ni una biblioteca, pero las cosas, incluso los estorbos, están donde tienen que estar. Hay paso libre para los camiones y todo está pensado para que el hormigón llegue hasta el último rincón del forjado y para que los trabajadores puedan moverse alrededor extendiéndolo y vibrándolo.

Es el primer forjado, el suelo de la planta baja, a pocos centímetros de altura sobre la tierra, y mi proverbial torpeza lo agradece. Ya llegará la cubierta y vendrá el llanto y el crujir de dientes, pero hasta entonces vamos a relajarnos y a disfrutar.

Agarro el plano y me subo a pisotear viguetas con el encargado. Es el rito de siempre, y repito lo de siempre (y me contestan lo de siempre), pero nunca es aburrido ni cansado. Es una liturgia mágica, sagrada.